Hubo un tiempo en el que fui muy aficionado al solomillo de pato. Es una plato muy fácil de preparar, aunque, no necesariamente barato. En realidad fue un tiempo en el que comía solomillo de pato, guacamole de salmón y sushi envasado al vacío, esencialmente. Pero el solomillo de pato fue el gran descubrimiento, era como el plato especial que siempre preparaba cuando venía a casa alguien a quien quería sorprender.
Cocinar un solomillo de pato se había convertido en una costumbre, así que localicé los supermercados donde sabía que lo podía comprar, y como quien compra pan tostado de semillas, yo compraba un par de solomillos de pato junto al resto de la compra de la semana: aguacates, tomate, salmón ahumado, apio etc.; el sushi envasado al vacío lo compraba el mismo día que me daba el ataque de comer sushi envasado al vacío; me gustaba tener al menos uno congelado por si se daba el caso de tener un par de momentos especiales a lo largo de la semana.
Que recuerde el solomillo de pato de una manera tan especial; siendo como soy una personada bastante obsesiva con ciertas cosas, es decir, una persona que le gusta por ejemplo desayunar café con leche con galletas hasta el momento en que ya no vuelve a desayunar café con leche con galletas nunca más, o al que le gusta comer madalenas en el desayuno de tal manera que, pasados unos días, no quiere volver a ver una madalena ni en pintura; no deja de ser algo que comienza a parecerse a una cicatriz en la pierna. A algo que por alguna razón ha quedado ahí y que, no importa el tiempo que pase, llega un momento en el que sabes que no va a desaparecer.
He comentado que cocinar el solomillo de pato es sencillo. No sé si esa era una de las razones por las que me especialicé en este plato. Me encantaba decirles a mis invitados que íbamos a cenar solomillo de pato. Unas finas lonchas de solomillo de pato con mostaza de Dijon y pan tostado de semillas. De verdad que me sentía como el gran anfitrión. Un par de botellas de vino, un buen solomillo de pato y ¿quién no iba a salir de mi casa pensando que era una gran persona o una persona interesante? ¿quién?
Coges el solomillo de pato, y lo pones sobre una sarten que esté bien caliente. Dejas que se fría en su propia grasa. La piel de pato es especialmente grasienta. Preparas un trozo de papel de plata con el que puedas envolver el solomillo de pato. Cuando el solomillo de pato está tostado, lo envuelves con el papel de plata. Lo dejas enfriar mientras te bebes un par de copas de vino y picas algunos pepinillos agridulces. Abres el papel de plata, sacas el solomillo y con el cuchillo bien afilado cortas finas lonchas sobre una tabla de madera. Si ves que está un poco crudo, no te preocupes, ese es el punto que ha de tener la carne.
A mí me gustaba servirlo a medida que los comensales iban comiendo, como quien va cortando una buena pata de jamón de Jabugo, conforme los invitados van pidiendo más comida. Me gustaba seguir en mi papel de anfitrión hasta el final.
Pero, claro, huelga decir que todo se acaba. Toda obsesión, por lo menos las mías, tal y como llegan, una vez me saturan, desaparecen. Siempre hay algo, o alguna situación que te hace pensar: se acabó.
El final de mi relación con el solomillo de pato fue así, como un vaso que se desborda y en el que ya no cabe ni una gota más. Ni una gota más. No me cabía ni una loncha más de solomillo de pato, pero, yo aún no lo sabía.
Estaba en mi casa. Seguramente debía estar haciendo la siesta, la tele encendida, visionando en voz baja El crepúsculo de los dioses. Podría haber sido cualquier otra película, pero esa la recuerdo con especial cariño. Es con la que di el pistoletazo de salida para intentar recuperar, como la liebre frente a la tortuga, el tiempo en esa carrera de la que llevaba demasiado tiempo negándome a tomar partido.
Estaba en el sofá y estaba viendo el Crepúsculo de los Dioses, o dormitando mientras con los ojos medio cerrados visionaba la película, cuando me incorporé de un salto. Corrí hasta la nevera. Abrí primero la parte de arriba, la del maldito No-Frost que todo lo seca. Después la del congelador. Nada. No tenía reservas de solomillo de pato.
No es que tuviese nada especial que hacer aquel jueves por la noche, pero, nunca se sabe, a mí no me gustaba acabar la semana sin tener al menos un solomillo de pato en la nevera. No me gustaba. Así que me vestí y me fui al supermercado.
Ella apareció a mitad camino. Yo iba pensando en el solomillo de pato y que de paso compraría tomates, aguacates, salmón ahumado, apio, mostaza de Dijon y Doritos.
Creo en que principio no reparé en ella. Es una mujer atractiva, pero, no lo es al primer golpe, lo descubres una vez te paras, una vez recorres su singularidad. De hecho su belleza se multiplica cuando te habla. No sólo por lo que dice, sino por cómo lo dice. No, su voz no es seductora, es simplemente atenta.
Fue ella la que cuando ya estaba pasando de largo dijo:
– Ey.
Me pare me di la vuelta.
– Ostras, lo siento, ¿cómo estás? Me acabo de levantar de la siesta y estoy aún medio dormido.
Ella tenía una extraña mirada, una mirada que no acompañaba la sonrisa que me estaba dedicando, iba vestida con una chaqueta de traje y un pantalón de raya. Pensé que debía salir de alguna entrevista de trabajo ya que la recordaba siempre vestida de sport. Ella también parecía algo cortada. Le dije:
– ¿Qué tal? ¿cómo lo llevas?
– Bien, bien, creo que ya ha pasado lo peor
– Ya, siempre hay un momento en el que pasa lo peor.
– Sí, es lo que tienen las relaciones de pareja.
Y como queriendo cambiar de tema me dijo:
– ¿Y qué haces por aquí?
– Vivo justo detrás del mercado central. Voy al supermercado a comprar solomillo de pato.
– ¿Solomillo de pato?
– Bueno, sí, solomillo de pato. Me he quedado sin y…
Hice una pausa pensando en qué decir para no parecer un jilipollas, pero, decidí ser sincero:
– y me gusta tener siempre en casa un par de solomillos de pato.
Como era de esperar me miró con ojos como platos. Después se puso a reír. Cuando paró, el velo de sus ojos había desaparecido. Volvía a ser la chica alegre que yo recordaba.
– Te acompaño.- Me dijo.
Le estuve contando lo importante que era saber sacar el solomillo de pato de la sarten antes de que estuviese demasiado hecho. También le comenté que a mi me gustaba darle un pequeño toque picante con pimienta blanca molida. Ella me miraba y con ojos de incrédula reía.
Hicimos las compras. Le comenté mi amor por el guacamole de salmón y el sushi envasado al vacío y siguió riendo y cuando salimos del supermercado me miraba con unos ojos tan grandes que parecían que fuesen a salir de sus órbitas.
Nos callamos, nos quedamos mirándo.
Ella intentó decir algo. Yo también.
Cuando llegué a casa saqué la compra de las bolsas. Me quedé mirando los dos solomillos de pato que había comprado. Me quedé un buen rato mirándolos. Puse la sarten en el fuego. Saqué los solomillos de sus envases. Saqué la tabla de madera y el cuchillo, bien afilado, para cortar las finas lonchas. Corté dos trozos de papel de aluminio. Descorché una botella de vino tinto. Cuando los solomillos estuvieron en su punto los envolví con el papel de aluminio. Encendí la tele y puse El crepúsculo de los Dioses. Me tomé un par de copas de vino y piqué algunos pepinillos agridulces.
Los solomillos de pato estaban efectivamente en su punto. Cortaba un filete, me lo metía en la boca y masticaba, lentamente. Le daba un trago al vaso de vino. Mastiqué y bebí hasta que no quedó nada. Los solomillos de pato habían desaparecido. Me levanté del taburete y fui al sofá. Me senté. Subí la voz. Un poco más.