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Solomillo de pato

junio 1, 2011

Hubo un tiempo en el que fui muy aficionado al solomillo de pato. Es una plato muy fácil de preparar, aunque, no necesariamente barato. En realidad fue un tiempo en el que comía solomillo de pato, guacamole de salmón y sushi envasado al vacío, esencialmente. Pero el solomillo de pato fue el gran descubrimiento, era como el plato especial que siempre preparaba cuando venía a casa alguien a quien quería sorprender.

Cocinar un solomillo de pato se había convertido en una costumbre, así que localicé los supermercados donde sabía que lo podía comprar, y como quien compra pan tostado de semillas, yo compraba un par de solomillos de pato junto al resto de la compra de la semana: aguacates, tomate, salmón ahumado, apio etc.; el sushi envasado al vacío lo compraba el mismo día que me daba el ataque de comer sushi envasado al vacío; me gustaba tener al menos uno congelado por si se daba el caso de tener un par de momentos especiales a lo largo de la semana.

Que recuerde el solomillo de pato de una manera tan especial; siendo como soy una personada bastante obsesiva con ciertas cosas, es decir, una persona que le gusta por ejemplo desayunar café con leche con galletas hasta el momento en que ya no vuelve a desayunar café con leche con galletas nunca más, o al que le gusta comer madalenas en el desayuno de tal manera que, pasados unos días, no quiere volver a ver una madalena ni en pintura; no deja de ser algo que comienza a parecerse a una cicatriz en la pierna. A algo que por alguna razón ha quedado ahí y que, no importa el tiempo que pase, llega un momento en el que sabes que no va a desaparecer.

He comentado que cocinar el solomillo de pato es sencillo. No sé si esa era una de las razones por las que me especialicé en este plato. Me encantaba decirles a mis invitados que íbamos a cenar solomillo de pato. Unas finas lonchas de solomillo de pato con mostaza de Dijon y pan tostado de semillas. De verdad que me sentía como el gran anfitrión. Un par de botellas de vino, un buen solomillo de pato y ¿quién no iba a salir de mi casa pensando que era una gran persona o una persona interesante? ¿quién?

Coges el solomillo de pato, y lo pones sobre una sarten que esté bien caliente. Dejas que se fría en su propia grasa. La piel de pato es especialmente grasienta. Preparas un trozo de papel de plata con el que puedas envolver el solomillo de pato. Cuando el solomillo de pato está tostado, lo envuelves con el papel de plata. Lo dejas enfriar mientras te bebes un par de copas de vino y picas algunos pepinillos agridulces. Abres el papel de plata, sacas el solomillo y con el cuchillo bien afilado cortas finas lonchas sobre una tabla de madera. Si ves que está un poco crudo, no te preocupes, ese es el punto que ha de tener la carne.

A mí me gustaba servirlo a medida que los comensales iban comiendo, como quien va cortando una buena pata de jamón de Jabugo, conforme los invitados van pidiendo más comida. Me gustaba seguir en mi papel de anfitrión hasta el final.

Pero, claro, huelga decir que todo se acaba. Toda obsesión, por lo menos las mías, tal y como llegan, una vez me saturan, desaparecen. Siempre hay algo, o alguna situación que te hace pensar: se acabó.

El final de mi relación con el solomillo de pato fue así, como un vaso que se desborda y en el que ya no cabe ni una gota más. Ni una gota más. No me cabía ni una loncha más de solomillo de pato, pero, yo aún no lo sabía.

Estaba en mi casa. Seguramente debía estar haciendo la siesta, la tele encendida, visionando en voz baja El crepúsculo de los dioses. Podría haber sido cualquier otra película, pero esa la recuerdo con especial cariño. Es con la que di el pistoletazo de salida para intentar recuperar, como la liebre frente a la tortuga, el tiempo en esa carrera de la que llevaba demasiado tiempo negándome a tomar partido.

Estaba en el sofá y estaba viendo el Crepúsculo de los Dioses, o dormitando mientras con los ojos medio cerrados visionaba la película, cuando me incorporé de un salto. Corrí hasta la nevera. Abrí primero la parte de arriba, la del maldito No-Frost que todo lo seca. Después la del congelador. Nada. No tenía reservas de solomillo de pato.

No es que tuviese nada especial que hacer aquel jueves por la noche, pero, nunca se sabe, a mí no me gustaba acabar la semana sin tener al menos un solomillo de pato en la nevera. No me gustaba. Así que me vestí y me fui al supermercado.

Ella apareció a mitad camino. Yo iba pensando en el solomillo de pato y que de paso compraría tomates, aguacates, salmón ahumado, apio, mostaza de Dijon y Doritos.

Creo en que principio no reparé en ella. Es una mujer atractiva, pero, no lo es al primer golpe, lo descubres una vez te paras, una vez recorres su singularidad. De hecho su belleza se multiplica cuando te habla. No sólo por lo que dice, sino por cómo lo dice. No, su voz no es seductora, es simplemente atenta.

Fue ella la que cuando ya estaba pasando de largo dijo:

 – Ey.

Me pare me di la vuelta.

– Ostras, lo siento, ¿cómo estás? Me acabo de levantar de la siesta y estoy aún medio dormido.

Ella tenía una extraña mirada, una mirada que no acompañaba la sonrisa que me estaba dedicando, iba vestida con una chaqueta de traje y un pantalón de raya. Pensé que debía salir de alguna entrevista de trabajo ya que la recordaba siempre vestida de sport. Ella también parecía algo cortada. Le dije:

– ¿Qué tal? ¿cómo lo llevas?

– Bien, bien, creo que ya ha pasado lo peor

– Ya, siempre hay un momento en el que pasa lo peor.

– Sí, es lo que tienen las relaciones de pareja.

Y como queriendo cambiar de tema me dijo:

– ¿Y qué haces por aquí?

– Vivo justo detrás del mercado central. Voy al supermercado a comprar solomillo de pato.

– ¿Solomillo de pato?

– Bueno, sí, solomillo de pato. Me he quedado sin y…

Hice una pausa pensando en qué decir para no parecer un jilipollas, pero, decidí ser sincero:

– y me gusta tener siempre en casa un par de solomillos de pato.

Como era de esperar me miró con ojos como platos. Después se puso a reír. Cuando paró, el velo de sus ojos había desaparecido. Volvía a ser la chica alegre que yo recordaba.

– Te acompaño.- Me dijo.

Le estuve contando lo importante que era saber sacar el solomillo de pato de la sarten antes de que estuviese demasiado hecho. También le comenté que a mi me gustaba darle un pequeño toque picante con pimienta blanca molida. Ella me miraba y con ojos de incrédula reía.

Hicimos las compras. Le comenté mi amor por el guacamole de salmón y el sushi envasado al vacío y siguió riendo y cuando salimos del supermercado me miraba con unos ojos tan grandes que parecían que fuesen a salir de sus órbitas.

Nos callamos, nos quedamos mirándo.

Ella intentó decir algo. Yo también.

Cuando llegué a casa saqué la compra de las bolsas. Me quedé mirando los dos solomillos de pato que había comprado. Me quedé un buen rato mirándolos. Puse la sarten en el fuego. Saqué los solomillos de sus envases. Saqué la tabla de madera y el cuchillo, bien afilado, para cortar las finas lonchas. Corté dos trozos de papel de aluminio. Descorché una botella de vino tinto. Cuando los solomillos estuvieron en su punto los envolví con el papel de aluminio. Encendí la tele y puse El crepúsculo de los Dioses. Me tomé un par de copas de vino y piqué algunos pepinillos agridulces.

Los solomillos de pato estaban efectivamente en su punto. Cortaba un filete, me lo metía en la boca y masticaba, lentamente. Le daba un trago al vaso de vino. Mastiqué y bebí hasta que no quedó nada. Los solomillos de pato habían desaparecido. Me levanté del taburete y fui al sofá. Me senté. Subí la voz. Un poco más.

La lluvia

abril 3, 2011

Miro hacia el cielo. Va a llover. Me da igual. Entro en casa. Me pongo la ropa de deporte. Saco la bicicleta. Llueve. Pedaleo. Calle abajo. Llevo un chubasquero que me cubre el torso. Llevo pantalones cortos. Las gotas golpean mis piernas y mi cara. El agua es fría. La echaba de menos. Después de un verano de calor insoportable. Veranos cada vez más largos de calor insoportable.

El calor insoportable me hace pasar gran parte del verano soñando con gotas de agua fría que golpean mis piernas y mi cara. Si hay algo que odio con todas mis fuerzas es sentir como el sudor recorre mi espalda cuando a las ocho de la mañana saco el coche del garage en pleno agosto para ir al trabajo. No creo que haya nada que me produzca mayor sensación de desagrado e incomodidad. Es algo que ni tan siquiera puedo solucionar poniendo el aire acondicionado. Es algo intrínseco a mis veranos laborables.

Aquel verano fue especialmente intenso en sudores, y muchas veces tuve que pensar: Mierda, no debería haberme puesto esta camisa. Debería haberme puesto una camiseta.

Aquel era otro de los días que por alguna razón, en vez de ponerme una camiseta, me había puesto una camisa. Cómo llegas a hacer inconscientemente cosas que sabes que te van a producir insatisfacción es algo a lo que no le encuentras respuesta de la noche a la mañana. Me dije mientras arrancaba el coche.

Mi mujer y mi hijo se habían quedado en la cama durmiendo y yo iba dirección a la ciudad. La gota de sudor se había detenido a mitad trayecto. En el momento que apoyé la espalda en el respaldo del asiento.

Pienso en la lluvia como en una solución contra el sudor, pero, automáticamente se me enciende una señal de alarma. Un recuerdo fugaz de una situación que he pretendido no afrontar y que me ha alejado de la lluvia. Meto la quinta y enfilo la autopista. Intento recordar lo que me pasó. Hace más años de los que pensaba.

Creo que era el mes de noviembre, finales del mes de noviembre, aunque puede que fuese octubre, finales de octubre. En mi ciudad, a veces es difícil distinguir los meses de octubre y de noviembre. Son meses que suelen intercambiarse el protagonismo del mes en el que diluvia.

Hasta aquel mes de octubre o de noviembre, yo había sido un enamorado de la lluvia. Por la cuestión de la gota de sudor que he explicado anteriormente, para mí la llegada de la lluvia siempre había sido como una especie de bendición. Era como el acontecimiento más importante del año. El momento en el que por fin el verano llegaba a su fin. Sí, en mi ciudad, a veces el verano acaba en Noviembre y sin darnos cuenta ya está apuntando maneras en febrero. Esto explica por qué para mí la amenaza de la gota de sudor es una constante durante más meses de lo que sería habitual, de ser los inviernos en mi ciudad, algo más prolongados, o los veranos mucho más cortos. Pero, este no es el tema.

El tema es que aquel día de aquel mes tocaba que la semana de diluvio alcanzase su extasis.

En mi ciudad no llueve como suele llover en las ciudades del norte. Aquí llueve de golpe e intensamente. Desde siempre. Pero, algunos de nosotros, pretendemos que esa lluvia sea como la lluvia de las ciudades del norte, más constante pero menos contundente.

Es posible que yo sea el único que piense lo que estoy diciendo. Seguramente la mayoría de los habitantes de mi ciudad se quedaron en casa aquel día en el que el diluvio llegó a su punto culminante. Pero, yo, por la cuestión de la gota de sudor, ya lo había hecho en alguna otra ocasión, salí de casa, seguí con mi vida como si tal cosa. En el fondo deseaba mojarme. Darme un chapuzón bajo la lluvia. No es verdad que lo buscase, es decir que saliese de casa persiguiendo la lluvia, pensaba más bien en un encontronazo algo casual.

Quedé a cenar con alguien. Ya estaba lloviendo cuando salí de casa, pero la lluvia no había llegado a caer en cantidades preocupantes.

A mitad cena, desde dentro del restaurante, oímos a algunos clientes decir: menudo chaparrón está cayendo. Bien, pensé.

Acabé de cenar y me fui a buscar el coche. Ahí me enfrenté con el primer problema. El torrente que había que atravesar para cruzar la calle no era ninguna tontería. Tomé carrerilla, e intenté saltarlo. Casi lo consigo, pero, metí la zapatilla dentro del agua. Me mojé uno de los pies. El agua estaba helada.

Ahora recuerdo un dato más. Llevaba una muleta. Es decir, no podía andar con normalidad. Es más creo que dando el salto que he mencionado, me fastidié un poco más la cadera.

Seguí andando hasta mi coche. Delante de la puerta del conductor y del copiloto había un charco que llegaba casi hasta la rodilla.

Aquí es donde el tema se me fue de las manos. Cualquier persona sin un odio superdesarrollado hacia las gotas de sudor, estoy seguro que se hubiese retirado. Estoy seguro de que cualquier persona en mi situación se hubiese rendido, hubiese vuelto al restaurante y hubiese o bien intentado llamar a un taxi, o bien, esperado bebiendo cualquier tipo de licor hasta que la lluvia amainase.

Pero, yo decidí seguir. Decidí seguir a pesar de que me dolía la cadera y de que sabía que para entrar en el coche no sólo iba a tener que hacer un sobre esfuerzo sino que además me iba a mojar la pierna hasta la rodilla.

Es verdad que hay situaciones en las que uno pierde la mesura. Esto suele pasar cuando tras muchos años de control nos damos cuenta de que en realidad no hay más condena que la que uno se crea para sí mismo. Quiero decir, el agua moja, pero, nada más. Después te pegas una ducha y ya está. Sí, supongo que ese era otro de los motores de pensamiento que me guiaba hacia una especie de reto.

En realidad detrás de esta actitud no se escondía únicamente esta sensación. Había algo más. Ahora, con perspectiva, puedo buscar una explicación algo más consistente. Estaba buscando la redención. Expiar mis males. Sanar. Sanar a través de la expiación de mis pecados, mediante la purificación del agua de lluvia. Del agua helada de la lluvia.

Así que en vez de llamar un taxi o beber hasta caer redondo en el restaurante, entré en mi coche mojado hasta la rodilla. Arranqué. Durante todo el viaje estuve pendiente de que la lluvia se calmase. El salto del torrente y meter mi pierna hasta la rodilla en un charco parar poder entrar en mi coche, había sido como una especie de descarga eléctrica que estaba reclamándome algo de atención.

Quizás, a esto se referían nuestros progenitores cuando de pequeños nos advertían de la lluvia y de mojarnos como una amenaza excepcional.

La lluvia en mi ciudad es sin duda una amenaza excepcional. Debería haber pensado con más intensidad en aquella idea. De hecho lo estaba haciendo cuando noté que llovía menos. Entonces decidí que iba a aparacar donde lo hacía de costumbre.

Aparcaba y andaba unos veinte minutos hasta mi casa porque en mi barrio era imposible encontrar aparcamiento.

Solía hacer este paseo con bastante normalidad todas las semanas, así que pensé que seguiría haciéndolo ahora que llovía menos.

Aparqué el coche, cogí mi muleta y mi diminuto paraguas. Llevaba un paraguas que había comprado en algún chino.

 

Cuando estás completamente empadado es cuando te das cuenta de que ir vestido es sinónimo de ir desnudo. A los pocos minutos de aparcar el coche la lluvia arreció. Yo ya estaba en un punto sin retorno. Me dolía la cadera. El paraguas era pequeño, la muleta me impedía andar con mayor rapidez, el agua empezó a calar mi ropa.

Las ráfagas de aire impedían cualquier tipo de protección. El agua estaba dominando todos los frentes. El agua helada estaba calándome hasta el tuétano. Asumí mi posición de desventaja. Pensé que tenía que cargar con aquella expiación. Que debía asumir fuera lo que fuera, lo que aquello significara.

La imagen era la siguiente: un semáforo, justo después de pasar el puente de madera. Nadie más en la calle, apenas coches que circulan. Yo estoy a apoyado en mi muleta. Llevo un paraguas medio roto, pequeño, negro. Me aferro a él como quien se aferra a su visado cuando viaja, huyendo de su país, a un territorio extranjero. Es como si dijésemos, mi salvaconducto para estar en aquel momento, con aquella cantidad de agua cayendo, en medio de la calle, esperando a que un semáforo se pusiese en verde y apoyado en una muleta.

Cuando el semáforo se puso en verde, si hubiese podido correr, lo hubiese hecho. Vaya que sí. Hubiese tirado el paraguas y la muleta y me hubiese puesto a correr sin parar hasta mi casa. Pero el dolor de la cadera se había vuelto más intenso. Tanto que en lugar de acelerar el paso, cada vez tenía avanzar con más cautela para no incidir en la postura que me provocaba la inflamación.

Las gotas de lluvia golpeaban mi cuerpo. Expuse mi cuerpo inherte a los designios del tiempo. Me sometí, dejé de oponer resistencia. Dejé de mostrarme estoico para pasar a mostrarme desbordado por la situación. Aquello ya no era una expiación, era una penitencia. Una penitencia que rayaba el castigo físico.

Cuando andas por la calle como si te estuviesen tirando por encima cubos de agua fría por la cabeza, dejas de tener una visión normal de aquello que te rodea.

Un hombre avanza por la Plaza de la Virgen. Va vestido, pero podría ir desnudo ya que su ropa no le protege de las adversidades del clima. Para qué sirve la ropa si no es para protegernos del frío o del calor.

El hombre da pequeños pasos y avanza lentamente mientras el diluvio universal le cae sobre la cabeza.

El agua de lluvia es fría. Su casa está ahí a lado, pero el dolor de la cadera le impide avanzar con rapidez. El hombre es presa de una situación de la que él mismo no ha querido escapar.

El hombre avanza como quien se deja llevar, como quien se deja ir, como quien sabe que hace rato que ha atravesado la frontera que divide el placer del dolor.

 

Cuando llego a la ciudad aparco en mi garaje. Al despegar la camisa del respaldo del asiento la gota de sudor vuelve a tomar consistencia. Justo al entrar en mi despacho, la gota de sudor ha alcanzado mi rabadilla.

En mi despacho ordeno los papeles y preparo el planning del día.

Otra gota de sudor. Noto otra gota de sudor en mi cogote. Maldita sea. Pienso, no debería haberme puesto una camisa.

 

Cojo la bici. Llueve. Llueve bastante. Llevo un chubasquero que me cubre el torso. Las gotas golpean mis piernas desnudas. No me importa. Es más, lo agradezco. Voy vestido para la ocasión. Sé que voy a disfrutar del paseo. Sé a lo que atenerme. Sé que vuelvo a considerar la lluvia como lo que es: la línea que separa el verano del invierno. Un festejo que me encanta celebrar para enterrar la gota de sudor en la espalda.

Pedaleo bajo la lluvia. No me siento desnudo. Estoy vestido para la ocación. Estoy disfrutando de la tierra mojada, de los árboles, del asfalto humedo. No pretendo ya expiar mis pecados. Espero simplemente no volver a cometerlos para poder seguir disfrutando de la lluvia por lo que es: agua que cae del cielo para regenerar las estaciones, para erradicar las gotas de sudor; y no por lo que, en ocasiones de total desorientación personal, deseamos que sea: agua que cae del cielo pretendiendo la redención de las personas.

 

La puerta

agosto 3, 2010

La puerta

Hay una puerta. Entreabierta. Agarro el pomo. Una delgada línea de luz que parpadea me permite intuir el interior de la estancia contigua. Estoy tentado de empujarla unos centímetros más. Lo hago. Un resplandor al fondo se enciende y se apaga. La dejo como estaba. Sigo agarrado al pomo. Echo un vistazo al pasillo. Cuerpos apoyados en alguna pared o silla de plástico, esperan. A veces me miran. Giro la cabeza. Aprieto el pomo. Vuelvo a empujar la puerta. Se desplaza unos centímetros. Unos pasos, alguien viene.

La enfermera cierra la puerta brúscamente. Fulmina mi posición privilegiada. Mi cara queda a un centímetro de la lisa superficie. Podría percibir el olor del barniz si no fuera una puerta aséptica.

Me quedo allí, sujeto del pomo de una puerta cerrada, que no puedo abrir. Tic, tac, tic, tac.

Mi mujer me llama, me dice: ven, siéntate. Me siento. Echo una ojeada, hay otras puertas. No son mi puerta.

Saco de mi bolsillo un destornillador. Todos los demás me observan con sorpresa, sus ojos tristes, abiertos, hasta entonces cerrados, llorosos, me miran, pensando, y no se equivocan, que estoy loco. Me apresuro a quitar uno a uno los tornillos de las bisagras. Pretendo llevarme esa puerta conmigo, llevármela bien lejos. Depositarla en lo alto de una montaña de basura y, por qué no, prenderle fuego allí arriba. Una ofrenda.

Mi mujer me acaricia una mano. Me rasco el bolsillo del pantalón. Toco con mis dedos por enésima vez el teléfono móvil silenciado. Alargo el brazo y rodeo el cuello de mi mujer. Tiene apoyada la cara sobre las manos, los codos apoyados sobre las rodillas. Sus mejillas están hinchadas y sonrojadas. Mi mano desciende por su espalda y descansa a mitad camino.

Se abre la puerta. En pie, todos. Se oye un nombre. Nos sentamos. Pasan ante nosotros un hombre y una mujer. Me levanto. Tras ellos espero que la enfermera vuelva a dejar la puerta entreabierta. La cierra. Quiero recuperar mi posición. Quiero recuperar mi proximidad. Acaricio el pomo. Calculo la fuerza que debería hacer para abrir la puerta. Visualizo el movimiento. Click, clack, tiene una holgura. El pomo tiene una holgura. Miro a mi mujer. Con mi mirada le hago entender que el pomo tiene una holgura. Quiero que comprenda que aquella es otra conquista. Estamos más cerca. Click, clack, click, clack. Es un sonido mínimo, apenas perceptible si no estás cerca de la puerta.

Mi mujer agacha la cabeza. Esconde su cara entre sus manos. Vuelvo a su lado.

 

La puerta se abre, corazón erguido, piernas de mantequilla. Manos de aceite. Nuestros apellidos. La enfermera pronuncia nuestros apellidos. Cogidos de la mano nos levantamos.

Un día más, allá vamos.

Bechamel

marzo 4, 2010

Un pequeño músculo sobre el que reposa el engranaje de nuestro cuerpo. Leo este comentario, sentado en el sofá. Dejo el periódico, digamos que es un periódico lo que estoy leyendo, pongamos que es un artículo científico sobre el cuerpo humano, pongamos que me ha llamado la atención el titular: Un pequeño músculo sobre el que reposa el engranaje de nuestro cuerpo. Tras leerlo me levanto con un cierto temor. El artículo no determina dónde está ese músculo, incluso invita a que sospechemos que ese músculo, en realidad, no tiene una localización fija, es decir, que es posible que cada persona lo tenga ubicado en un lugar diferente. Vaya, un problema más, pienso. No es confortable pensar que tengo un punto “débil” tan evidente y tomar conciencia de ello con tantos años de retraso. Me toco por todo el cuerpo como buscando un interruptor que pudiese desconectarme sin más. Ando hacia la cocina y saco el plato de pollo desmenuzado de la nevera. No puedo dejar de pensar en ese músculo minúsculo del que depende la estabilidad de nuestro cuerpo. Según el artículo, un cuidado poco minucioso de este músculo puede tener consecuencias fatales en el ser humano. Desde caídas repentinas e inesperadas, hasta, ahí fue cuando realmente me asusté, la muerte súbita. Me doy cuenta de que no sé para qué he sacado el plato de pollo desmenuzado, aún no lo voy a necesitar, primero tengo que hacer la bechamel. Hago amago de volverlo a meter en la nevera, pero, lo dejo encima del banco de la cocina, me doy cuenta de que me apetece tenerlo ahí, como si fuera una señal del plato final al que tengo que llegar, como una razón que me explica por qué voy a sacar la leche de la nevera, la harina y las cebollas de la despensa y la nuez moscada y la sal del cajón del armario. Al coger la tabla de madera donde voy a cortar las cebollas, pienso, ¿cómo sé todo esto? En mi vida he hecho una bechamel. Sí, es verdad, consulté internet ayer por la noche para conocer la receta, pero, en ningún sitio leí nada sobre la cebolla y la nuez moscada. Esta claro que sabemos más de lo que creemos saber. Existe un conocimiento oculto, un aprendizaje subterráneo que, cuando menos lo esperamos, sale a la superfucie. Llego a esta conclusión mientras corto las cebollas, dos pequeñas cebollas, en trozos cuadrados y pequeños. Cuando quiero darme cuenta estoy en el colegio. Estoy a punto de entrar en una clase. De la clase acaban de salir unos alumnos que van tres cursos por delante de mí. Miro la pizarra. No comprendo nada. Me asusta no comprender nada. Me asusta pensar que nunca podré llegar a comprender aquello que leo en la pizarra. Vuelvo a la cebolla. La tiro a la sartén, el aceite está ya caliente. Cuando está a punto de ponerse doradita, tiro la leche, a ojo, otra enseñanza adquirida con el paso del tiempo inconscientemente, pienso. Me doy cuenta de que la cebolla no está suficientemente hecha así que añado un poco más de leche y tapo la sarten. Bajo el fuego al tres. Salo el pollo desmenuzado. Friego unos vasos y unos platos que hay en la pila. Organizo la cocina. El niño duerme en la manta de juegos. Me acerco a echarle un vistazo. Veo el periódico. Un pequeño músculo sobre el que reposa el engranaje de nuestro cuerpo. Uff. ¿Cómo cuidar algo que no sabes dónde está? Vuelvo a la cocina. La cebolla ya está lista. Añado la harina, a ojo. Sé que la bechamel tiene que quedar espesa si quiero que salgan unas buenas croquetas. A lo mejor debería haberla volcado de otra forma, pero, no sé por qué, hago una montañita en medio de la leche. Bajo el fuego al dos. Extiendo la harina con una cuchara de madera. Hay bastantes grumos que sobresalen como islotes. Aplasto los grumos y remuevo. Lentamente. Aplasto los grumos y remuevo. Otra vez. Lentamente. Aplasto los grumos y remuevo. Subo el fuego al tres. Aplasto los grumos y remuevo. Lentamente. Aplasto los grumos y remuevo. Otra vez. Lentamente. Aplasto los grumos y remuevo. Mantengo el fuego en el tres. Aplasto los grumos y remuevo. Lentamente. Aplasto los grumos y remuevo. Otra vez. Otra vez. Otra vez. Otra vez…

Perfecto despertar

septiembre 1, 2009

En una cama amplia yace mi cuerpo atravesado. Noto las ondulaciones cuarteadas del colchón, tensas y confortables al tiempo, los pliegues que las costuras de la tela resistente necesitan para darle existencia al soporte de mis sueños.
La sábana, en el confín inferior del cuadrilátero, cubre cuanto apenas mis pies, protegiéndolos de una temperatura refrescada por el amanecer. Soy un cruz estampada contra un fondo azul. Si agudizo mi oído, puedo oír a alguien en la cocina, en la planta baja.
Hace un rato que estoy despierto. En realidad han habido varios despertares. Hemos estado huyendo todo el verano de la sensación de no poder romper con el hastío laboral. Mi chica y yo. Debe ser ella la que ronda por la planta baja.
Aspiro la brisa de aire fresco que entra por la ventana. Fue una buena decisión dejar las contraventanas abiertas del tal forma que pudiesen entrar las suaves y frescas corrientes matutinas. También entra la luz, pero, el tiempo ha cambiado ligeramente, y en mi posición, sobre la cama, veo como ésta se entrelaza con las sombras dando vida alternativamente al gris y al amarillo.
Vuelve a entrar una brisa de aire fresco. Me llega el olor de los pinos que fortifican un lateral de la casa. Mis pulmones se ensanchan. Se oye el canto de un gallo. Hace callar a los pájaros de la gran jaula que hay bajo los árboles. Como un director de orquesta es capaz de imponerles silencio. Es el punto final al concierto que han dado desde que despuntó el alba.
La causa de mi primer despertar fue precisamente esa: una muralla de sonidos emitidos por los habitantes de la gran jaula y por todos aquellos pájaros que se sumaron, desde la libertad, a celebrar, con su infinita gama de cantos y chillidos, la llegada de un nuevo día. Una muralla sónica, un aluvión de notas estridentes y excitadas, que me arrancó, pedazo a pedazo, la profunda inconsciencia que había atesorado a lo largo de la noche. Una tras otra, fueron extraídas y sustituidas las partes de sueño por los sonidos de los pájaros. Un crescendo moderado con desenlace final estruendoso. Abrí los ojos.
Apenas se percibía el reflejo del amanecer. La oscuridad había dejado de ser absoluta pero aún reinaba sobre el resto de los matices de luz. Desconcertado levanté la cabeza para identificar el origen de aquel cántico coral discordante. Estiré el brazo y sólo cuando toqué la barriga ocupada de mi chica comprendí dónde estaba. Con un pie alcancé la sábana, flotaba por un lateral de la cama. Tapé mi cuerpo y el de ella. Así me volví a dormir.

Yazco en este lecho prestado. Llevamos días, semanas, como nómadas. Cargamos con lo imprescindible. En mi caso es más de lo que debería ser. No puedo evitar moverme con lo posible. No puedo dejar de acarrear conmigo, además de lo que es, la posibilidad de lo que pueda ser. Artilugios e instrumentos que quedan relegados por el tiempo o las prioridades, han de acompañarme allí donde vaya. Pero, ahora, no quiero pensar en esto. Estoy tumbado boca abajo sobre esta cama prestada. Aunque oigo a mi chica deambular por la cocina, sé que ahora no voy a desayunar.
Algunos pájaros siguen piando a pesar del toque de queda impuesto por el gallo. Ese hilo de sonido que se extingue me lleva hasta ese pensamiento que rescato del olvido. Uno que tuve justo antes de dormirme. Lo pienso y me doy cuenta de que si rescato este pensamiento del olvido es porque era mucho más poderoso de lo que yo podía creer.
No voy a desayunar porque pienso en el agua. Pienso en mí sumergido en el agua. Pronto, por la mañana. Antes de que los rayos de sol acaben con cualquier posibilidad de cielo nebuloso y blindado. Antes de que se imponga la temperatura que hará callar definitivamente a los pájaros enjaulados y a los que vuelan libres de un lado a otro del jardín. Antes de que la temperatura los empuje hacia el sopor.
No, no estamos en el campo. Estamos mucho más cerca de la civilización y de nuestras responsabilidades de lo que hubiésemos deseado. Aquí estamos, aquí estoy, convirtiendo un segundo en un milenio y un trozo de tierra en el paraíso. Aquí estoy, ahora, sumergido en el agua de esta piscina, adyacente a la gran jaula y al enjambre de pinos. Me da la posibilidad de pensar que estoy nadando en alta mar. Contra olas y corrientes adversas. Siento la fatiga, el cansancio. Llevo puesto mi equipo de natación: el gorro, las gafas, los tapones, el slip. Cuando hago algo, sea lo que sea, me lo tomo en serio. He de acompasar mi respiración y mis movimientos. Si quiero llegar hasta el final. Hasta el desayuno. Apuro mis existencias de energía racionándolas con maestría, mi estómago vacío ha quedado noqueado ante esta estrategia imprevista, no puedo contar con él. Tengo que echar mano de mis reservas, extraer fuerzas de allí donde no creía que las hubiese. Buscando el equilibrio de mis fluidos internos. Buscando un nuevo punto óptimo en mi fortaleza que creía inexistente. En realidad, me estoy retando. Me estoy retando a iniciar una nueva vida. Me estoy retando a redefinir el contenido de las palabras: despertar, tiempo, alba, espacio. Estoy retándome a ganarme a mí mismo. Quiero hacer un picado perfecto en el agua. Que no salpique ni una sola gota el borde.
Subo las escaleras de la piscina. Me agacho para recoger la toalla. Mis pies mojados se ensucian de barro. Dejo mi equipo de natación sobre una barandilla y me pongo unos pantalones cortos. Entro en la casa, en la cocina.
Mi chica me espera. El desayuno humea sobre la barra baja de la cocina. Aún no son las diez de la mañana. Es un sábado cualquiera de un mes de agosto cualquiera y este ha sido un perfecto despertar. Aquí podría acabar el día.

Templo Divino

febrero 22, 2009

El Templo Divino
Recorríamos en coche los campos, un par de parejas, más la mía. Se me hace difícil recordar aquel momento de mi vida, por eso los recuerdos me vienen amontonados, los días mezclados, sin apenas poder distinguir el tiempo que transcurrió, o poder separar los unos de los otros, los días.
Una caída, una gran cena, unas cuantas visitas a una casa rural vecina, perdida en medio de un bosque. Un clima mucho más caluroso del esperado para estar en medio del monte. Algunos paseos, otra casa más adentrada en la frondosa barrera, perteneciente a una secta neocristiana, todo demasiado cerca de una autopista, omnipresente, visible, audible, llamándonos constantemente a la fuga.
Algunas noches me despertaba cubierto de sudor, esto si que lo recuerdo, con una intensa sensación de estar encarcelado, desintegrándome en vida en una prisión, de cuya existencia no era consciente, era una mera intuición. Llegaba a mí a través de mis sueños inquietos, no, no eran pesadillas, eran sueños inquietos, sueños donde llevaba vidas oscuras, esclavizadas, donde mi trabajo se convertía en una verdadera tortura, y donde mis jefes, déspotas, sádicos y malintencionados, se dedicaban a ejercer su poder sin ningún tipo de clemencia.
Trabajarás aquí, o no trabajarás, decían, pero, contestaba yo, cómo voy a trabajar en una cadena de montaje floral, cómo voy a poder montar esas estructuras florales, yo no he estudiado para esto, les decía, yo nunca, nunca estuve dotado para las manualidades. Se percibía en el ambiente que todos estábamos allí por obligación, todos sabíamos que aquello era una mera estratagema para mantenernos en el ostracismo, para no dejarnos evolucionar, para ser aniquilados, nosotros, la posible competencia del futuro. Habían dado el poder a dos personas llenas de rencor, llenas de frustración, las personas justas para ejercer esa presión psicológica necesaria que permitía ensalzar la injusticia. Dos esbirros, a las órdenes de siluetas difuminadas que ejercían su poder sin remisión. Tergiversaban los conceptos, lo bueno era malo y lo malo era bueno. Necesitaban de todo aquel entramado para justificar su existencia como personas, para existir psicológicamente, todo aquello era como intentar insertar un enchufe en una pared sin agujeros, lo único que producía era dolor. Yo me rebelé, les dije que se metieran su trabajo por el culo, que ya había hecho bastante el jilipollas y que no seguiría haciéndolo, que esta vez me iría, aunque me tuviese que ir a la mierda, no iba a entrar en la cadena de producción; y me fui. Creo que a casa de mis abuelos, muertos ya por aquella época, ambos, la casa, estaba en medio de la huerta, la luz era tan intensa que tuve la sensación de estar, yo también, muerto. Pero, no, no estaba muerto, ni a salvo, no sabía si había tomado la buena decisión abandonando mi trabajo, no sabía hasta que punto aún conservaba un margen de actuación, o si no lo tenía, y había echado a perder todo el sacrificio de los años precedentes. Así de inquieto estaba cuando desperté aquella noche. En medio de la nada, porque en aquel momento, aquella casa se había convertido en la nada. Vacío y encarcelado en una prisión de la cual no tenía ni la más remota idea de cómo salir. Ni tan siquiera atisbaba el resplandor de una huida, no era consciente de que quería huir.

Mi comportamiento era de lo más normal durante el día. Nada podía dejar entrever mi sufrimiento nocturno, mi desasosiego. Aunque quizás esto no sea del todo cierto, algunos signos de mi exaltación nocturna se revelaban durante el día, sobre todo cuando bebía, enseguida, en cuanto tenía una mínima oportunidad, una simple conversación se convertía en una discusión exacerbada, en una batalla a vida o muerte, en algún momento, durante una de estas discusiones, tuve, una vez más, la posibilidad de mostrar mi bajeza espiritual, mi alma convulsa, insatisfecha, perdida, ansiosa. Quería llamar la atención de alguien, pero, no lo conseguí, algunos años más tarde seguí intentando conseguir su atención, y esta vez, el fracaso fue mucho mayor, el estrépito resonó en lo más profundo de mi autoestima, el silencio que obtuve como respuesta, me mostró, una vez más, que es imposible obtener por la fuerza y a destiempo aquello que nos está negado.

Quizá fue la premonición de aquello lo que desencadenó el desenlace, la toma de conciencia de que, una vez más, por mi personalidad atropellada estaba ahuyentando a alguien de mi vida. Hubo algunos síntomas que me estaban dando prueba de ello, de que ella, aquella persona, estaba huyendo, algunas pistas que, como todo hombre pretencioso, obvié, pero que, como todo hombre astuto y vengativo, apunté, inconscientemente en mi memoria. Pruebas que días más tarde, cuando ya eran inservibles, rescaté, en medio de la noche, empapado en sudor, mi insignificancia de nuevo patente, ante la inmensidad de la naturaleza civilizada, yo era menos que nada, saberlo era mi condena. Y apreté con fuerza las sábanas, un deseo de mostrar mi desacuerdo con el veredicto que me había declarado culpable, y me levanté para tomar un vaso de agua, aunque lo que hubiese preferido hubiese sido beber un vaso de güisqui, o mejor aún, haberme vestido y haber desaparecido, sigilosamente, de allí para siempre.
Pero sabía que de lo único que quería y no podía escapar, era de mí, y esta era la única certeza de la que no me podía esconder, y sabía que allí donde fuere, aquel sentimiento me acompañaría. Y decidí volverme a acostar, e intenté escuchar los sonidos de la noche. Antes, abrí la ventana, en busca de una brizna de aire fresco que no llegaba, de algún aroma del bosque que me relajase, que me transportase a otro lugar. La noche iba a ser larga.

Llegamos al Templo Divino por casualidad, nuestras excursiones de aquellos días fueron siempre una sucesión de casualidades, por lo menos fue lo que me pareció a mí, nunca sabía ni dónde estaba, ni cómo había llegado hasta los lugares que visitábamos. El templo estaba abierto, abandonado. Era un reclamo turístico. A mí me pareció el lugar perfecto para clamar al cielo lo que era mío, para echarle en cara a un Dios, que consideraba inexistente, tanto su inexistencia, como mi mediocre forma de vida. Y lo reté, reté a Dios a que apareciera ante mí. Ante el asombro de mis amigos, seguí retándolo, insultándolo, burlándome, hasta que me di cuenta de que, como un chiquillo, estaba haciendo el ridículo. Tampoco él tenía la culpa de mi estado, aunque hubiese sido sencillo, declararlo culpable.

Salimos del Templo. Nos acercamos a un cementerio cercano. Me alejé del grupo hasta que lo perdí de vista. Di la vuelta a un recodo del camino. En una tumba leí la fecha de mi nacimiento. ¿O fue la de mi muerte?

La reina Germánica

febrero 2, 2009

El resplandor me había dejado desfondado, ¿había sido el resplandor? Bajé a la calle en busca de una sombra móvil, hice un gesto con el brazo, quería pararla, de mi boca surgían símbolos que se deshacían como volutas de humo, había perdido la capacidad de algo, aún no podía identificar, cuál era esa capacidad que había perdido, no tardaría en darme cuenta, eso pensé cuando el suelo se puso a temblar. Me agarré a una farola, la luz vacilante justo antes de que fuese absorbida por el día.

Fue como un fogonazo, como un resplandor, como un despertador que suena a su hora, él lo sabe, nosotros, no, yo no lo sabía, pero el despertador sonó, y, era el momento, fue el momento, por primera vez en mi vida intuí el resplandor de la verdad, fue una revelación, encima de la cama, tapado hasta las orejas, mi cuerpo lacerado de heridas, aquel día pasaron de la profundidad a la superficie, quizás por un mal movimiento, un mal gesto, una mala digestión.

La sombra se acercó y me subí en ella. Debía tener alguna meta, misión o idea, ya que la sombra me predijo que no llegaría a tiempo allí donde tenía pensado llegar. Entonces, bájeme, pare, frene, no puedo perder un instante, me esperan los animales del zoo, tengo que liberarlos, darles la oportunidad de escapar de su cautiverio. Pero, ahí me di cuenta de lo que me estaba pasando, sólo pude escuchar como chirriaban los neumáticos, veloces, una carrera hacia el circo, con payasos, trapecistas, funambulitas, eremitas, jesuitas, sectas múltiples agropecuarias, cualquier cosa que pudiese imaginar, lo hacía, y todo estaba corriendo; hacia la catarata. Como yo, dentro de aquella sombra que me había predicho que no llegaría a ningún lado, pero, que no me dejaba utilizar el abrelatas. Abrir el techo, agarrarme de un hilo, y subir, escapar, escapar de aquella cápsula, nave o artilugio, invento de un siglo perdido, que me quería raptar. ¿Por qué a mí? ¿Por qué? Un ser liviano, sin porte, sin peso, transparente, prescindible, nada, quién podía estar interesado por la nada. Algún investigador loco, biólogo, científico, químico o ingeniero físico nuclear: probemos con el bombardeo de protones, con el consumo de mercurio y flúor infinitesimal. Sí, probemos.

Me escupió el diablo y tropecé con un cuerpo que yacía; no, eran cientos, cientos de esqueletos superpuestos, vísceras, cerebelos, piernas, en llamas algunas, otras quemadas, manos ensangrentadas y dedos, muchos dedos, sin manos, plantados en hilera, marcando los márgenes del camino. Esquivé el gran cuerpo y entré por la gran boca. Qué mullida estaba la lengua, me deslicé por ella hasta llegar a la zona ácida. No debí haber cenado aquel pollo, la fecha de caducidad, la miré, pero hice caso omiso, tanto tiempo comiendo basura no podía llevarme a nada bueno.

Me lo volvieron a decir: no llegarás a ninguno de los sitios a los que te has planteado llegar, por mucho que cojas el siguiente tren, por mucho que te subas y creas que vas a dar con la mujer de tu vida, nada cambiará, nada cambiará. Y todo esto último no me lo dijo nadie, lo deduje cuando todo acabó, en el momento era imposible saberlo: los sonidos, no emitía sonidos; los gestos, no era capaz de realizar gesto alguno. ¿Era, entonces, ya en ese momento, lo que sé que soy ahora? De ser así, no era consciente.

Me tomé mi tiempo para subir al siguiente tren, por supuesto, el que había perdido, perdido estaba, en él se escapaba otra vida, otro yo, una cantidad de cosas, que era imposible pararse a pensar en ello sin ponerse a llorar. Allí se había disuelto mi verdadero camino, ahora, no me quedaba más que recorrer este camino secundario, allí donde nunca iba a poder rescatar, ni entender, por qué perdí, esa sonrisa que me era tan fiel en la infancia.

Quizás tuviera que ver con el resplandor, la revelación, con el haberme desfondado ante tanta claridad, clarividencia, certeza. No, no debí haber despertado bajo el signo de la lucidez, debería haber mantenido los fusibles fundidos. Que manía con la reparación, con la reconstrucción, con la rehabilitación, con el mantenimiento, no sé porqué este empeño, no sé porqué no dejamos que todo se hunda, nuestro cuerpo y todo lo demás, qué necesidad hay de perdurar. Qué necesidad.

En el tren, porque era un tren lo que había perdido, porque era un tren a lo que me había subido, el tren de mi vida, me senté y me dormí. Y me desperté, habían pasado un par de minutos. Y como antes he dicho, en aquel tren en el que no me tocaba estar, en aquel preciso tren, estaba la Reina Germánica. Con sus tacones de punta y su mirada severa, con ese olor a perfume soviético, fuerte, penetrante y embriagador. Me arremangué las mangas de la camisa para que se diese cuenta de que a mi me gustaba, me gustaba mucho que alguien me torturase. Fue lo primero que le quise mostrar. Mis marcas, mis heridas, esas que habían aflorado por la mañana, por favor, si me quieres bien, hazme daño, destruye el último gramito de autoestima que me queda. Ah, sí mi Reina Germánica, cuéntame como te comes los falos de los pasajeros en el water, cuéntame como miccionas sobre mi corazón, cuéntame y descríbeme cada uno de los caminos por los que me vas a llevar y por los que voy a sentir que estoy vivo, porque estaré muriendo.

Mi maldita Reina Germánica, besaré tus pies en cuanto te descalces para estar cómoda, ese maldito tren vacío está lleno de pies descalzos sin lavar, los tuyos también.

Me agacho en busca de esos pies, cubiertos por unas finas medias negras, percibo su textura, su tacto, saco la lengua, la acerco, te lamo. Sí, te estoy lamiendo, y tú mi Reina Germánica eriges tu cetro y bendices mi acción. Poco después descargas tus fuerzas sobre mis labios y me dejas casi inerte en el suelo. Cuando vuelvo en mí, has desaparecido. Hemos llegado a Madrid. Me toco el labio superior partido, mi cabeza reposa sobre el suelo. Un pequeño charco de sangre. Mi sangre.

La cápsula, siempre hay una cápsula, una sombra, que viene a recordarme que aún habiendo perdido mi tren existen unos carriles bien definidos. Para ir por ellos no hace falta nada. Nada. Decido desprenderme de aquello último que me queda, ahí volvió a aparecer la idea de la revelación matutina, el fogonazo, el resplandor, no todo había sido baldío, había alguna razón, ahí estaba, frente a mí: nada volverá a ser igual, has sabido, has visto, has encontrado, y ahora nada volverá a ser igual.

Yo intenté, durante un cierto tiempo, evitar la evidencia. No, no podía ser todo tan elemental, tan sencillo.

En el hostal pensé en diferentes caminos para lograr la resurrección, pero, me sentía agotado, me visitaban tantas formas difusas que me resultaba difícil atenderlas a todas. Rellenad el formulario y esperad, les decía. Tenían que esperar, no podía atenderlas a todas a la vez. Ellas creían que eran culpables, todas culpables, y esperaban mi veredicto pacientemente, como si no tuvieran nada más que hacer. Por supuesto, a ninguna de ellas les hablé de la resurrección. No estaba en disposición de hacerlo.

Y recordé, recordé que al despertar, en el tren, había encontrado algo. Lo tenía entre mis manos, pero, hasta este momento no había notado el peso de su presencia. Ese era el objeto, era la llave de la puerta que me llevaría hacia la resurrección, era la señal, la pista que me iba a dar la clave del resplandor, del fogonazo, de la lucidez, de la revelación, del fin de la marcha atrás, era el umbral, un objeto convertido en un umbral, al pasarlo entraría en otra dimensión, la puerta me llevaría al lugar definitivo, aquel que no era el que yo pensaba que debía ser, me lo habían repetido tantas veces en un solo día, aquel que era el que debía ser, el que había nacido cuando por la mañana cogí el segundo tren, tras perder el primero.

Resucité en aquel lado, y ahora, con perspectiva comprendo que fue lo mejor que me pudo pasar, porque resucité siendo lo que desde siempre debía haber sido. El objeto, un libro, no me produjo, en un principio, sensación alguna. Fue más tarde, quizás justo antes de salir y de entrar en un simulacro de rutina prolongada, cuando me di cuenta de que no estaba haciendo lo que debía hacer. Estaba haciendo otras cosas. No sé muy bien qué. El libro me guiaba y caí en picado, pero no fue aquel día cuando tomé conciencia de ello, cuando empecé a buscar por el Madrid infinito a una Reina Germánica a la que devolverle un libro; comprendí que debía haber caído mucho antes, que si no lo había hecho era por pura pose, por miedo, por terror; fueron la acumulación de los días lo que dio fe de mi caída, lo que determinó que estaba cayendo, o deslizándome por una pendiente que me llevaría hasta un lugar pequeño y cerrado dentro de mi mente, allí, ahora lo sé, fue donde fui consciente de mi error, de mí como error, de mi yo errado.

Ahora comprendo que todo aquello, mi forma de llevarlo, fue poco práctica, pero como he explicado, tenía problemas, problemas que en aquel momento no podía o no sabía identificar. Los símbolos que salían de mi boca, los gestos, nada de todo aquello me servía, yo debía deslizarme, dejarme llevar por el son de las letras, de las notas, no entendía el jeroglífico pero intuía su significado. En el fondo sabía que no tenía nada que hacer.

La Reina Germánica no apareció, en ningún momento, por la estación de Atocha. Ninguna de las dos noches que dormí en el banco de madera, dentro del parque invernadero, protegido del cielo raso y helado. Mi maleta en la taquilla. Pasos y más pasos. Un alma en pena mendigando algo de información, algún síntoma de movimiento, algún rasgo conocido que me acercase a esa imagen que deseaba presenciar. Tenía algo para ella.

Tuve que regresar y me quedé con el objeto, con la idea, con la forma. Ahora que sé que la respuesta era tan sencilla, me golpeo el pecho por lo cándido que fui. Pero, no había otro camino, iba a ser así o no iba a ser. Y seguí cayendo.

Aferrado al libro seguí cayendo. Olvidé tomar algunas precauciones y estuve a punto de perderlo, o de olvidarlo, pero volví corriendo y allí estaba, nadie había percibido su presencia, entre tanta gente nadie había reparado en aquel libro que había extraviado.

La sucesión de trenes que me llevaron a Madrid no cambiaron en un ápice la sucesión de los hechos. Iba a tener que esperar más. Hubiera tenido que haber dado simplemente un paso hacia delante, o a la izquierda, o a la derecha, para que los hechos se desencadenasen, pero, no me moví, me quedé quieto, dentro de los raíles marcados. Una y otra vez una voz me repetía: no llegarás nunca allí donde crees que has de llegar. Y por esto no hice nada. Únicamente le prestaba atención al libro.

Ante mi impotencia, ante mi fracaso, ante mi aparente desahucio, surgió la posibilidad de una tentación: destruir mi propia resurrección, pensar en el resplandor como una invención, una ficción, dejar de pensar en el determinismo de mis actos, dejar de pensar en que algo había cambiado desde aquel día, punto 0, origen de todo. Empezar a creer que era mentira que todo se hubiese ido al carajo tras aquel fogonazo, tras aquel resplandor; lo visualicé tras la ventana, entre las rendijas, recortes rectangulares, de la persiana bajada, que liberaban la luz. Tapado hasta lo ojos por la manta, predije lo que iba a pasar, también la reconstrucción de lo que creí que iba a pasar, también la reinvención desde el futuro, el presente, para mí, narrador, y fue entonces cuando empecé a tirar lastre.

Sí, había llegado al final, dejé de ver el libro, dejé de ver la señal, el indicio de que algo había cambiado, aunque en realidad fuese cierto que todo había cambiado. Los símbolos que salían por mi boca y mis actos, alcanzaron, de nuevo, un sentido, obtenía respuesta cuando me movía, cuando emitía sonidos. Las respuestas eran congruentes, los mensajes entendibles, la paz divina, por fin la comunicación. Dejé de ver a la Reina Germánica allí donde iba. Dejé de buscarla.

Había atravesado un desierto, mi obsesión ya no tenía sentido, había llegado al final de todo. El destino, el rail, el camino, se había disuelto en una sola visión global e intercambiable. Daba igual. Todo daba igual. Todo era prescindible, todo tenía un peso relativo, era verdad, nunca llegaría donde tenía pensado llegar porque no se puede llegar a donde uno piensa. Por muchos trenes que cogiese, por muchos que perdiese, nada cambiaría, todo quedaría en su sitio, quedará en un sitio, liviano, para siempre, en nuestra imaginación.

Entonces comprendí que la podría haber encontrado antes, ahora lo comprendo. Era tan sencillo como perder un tren, como querer realmente encontrarla. La mayoría de las cosas son tan sencillas de entender… Somos nosotros los que nos velamos, encerramos dentro de nuestra mente estrecha, necesitamos tenerla amarrada, por miedo a que se vuele, a que desaparezca, a que nos señalen con el dedo. Seríamos más felices, sí, pero seríamos libres, y eso no lo podríamos aguantar por mucho tiempo. Volveríamos, volvería, enseguida al redil, pidiendo prisiones, raíles, vidas rectas, claras, sin sobresaltos, que me llevaran directamente a la tumba. Ahora sé que fue por eso por lo que no tuve el valor, o la voluntad real, de buscar con todas mis fuerzas a la Reina Germánica. Preferí quedarme con el símbolo. Algo mucho más cómodo que intentar darlo todo por alguien de verdad. La revelación, el fogonazo, el resplandor: aquella mañana intuí, supe, entendí, que siempre sería un cobarde.

Ahora que lo sé todo, ahora que sé que mi vida ni ha ido, ni va, ni irá a ninguna parte, bajo de mi casa. Llamo a un taxi. En mi mano llevo un libro. Llego a la estación a la misma hora que la primera vez, que aquella primera vez, cuando perdí mi tren. Espero sentado hasta que se hacen las 10h30. Veo a la Reina Germánica llegar, se pone en la cola para coger el tren que le llevará a Madrid, como todas las semanas, a la misma hora. Ella siempre ha estado ahí. Me acerco, su perfume soviético abre mis fosas nasales, le doy un golpecito en el hombre y le tiendo el libro: hace tiempo viajamos juntos, te dejaste olvidado esto.