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Navajas

marzo 8, 2012

Entro en el bar y siento la navaja que se me clava en la ingle. La recoloco y la acomodo entre mi pene y mi muslo.

Mi pene aún está húmedo de cuando eyaculé. El semen ha atravesado el calzoncillo y el forro del bolsillo. Noto la tela mojada.

– ¿Vas a tomar lo de siempre, Ramón?

– Sí, bien cargado.

Antes de salir del bar me fijo en una revista cultural que está colgada de la pared. La hojeo y sin retener nada interesante la dejo en su sitio.

Me pongo las gafas de sol.

A media mañana vuelvo al bar.

Le hago una seña a Julio.

Deja el café sobre la mesa.

Localizo un periódico dos mesas más allá.

Ella entra, yo bebo el último sorbo de café, se sienta.

Me quito las gafas de sol. Ella hace lo mismo.

En la mesa no hay suficiente espacio para las gafas y nuestras manos. Meto mi mano en el bolsillo. Siento el tacto de la navaja cerrada.

Mientras ella habla me pregunto como reaccionaría si supiese que llevo una navaja en el bolsillo. Una navaja que, además, no se encuentra allí por casualidad. Una navaja que he colocado en mi bolsillo con premeditación y alevosía.

Sales armado de casa, tienes una navaja en el bolsillo.

Miro como sus labios, cubiertos de una fina capa roja, apenas perceptible, un maquillaje casual, articulan una tras otra palabras que se deslizan por su lengua hacia afuera. Pienso en la navaja que llevo en el bolsillo, y en cómo cambiaría su discurso de ella saberlo.

Todo lo que me dices se desintegra al atravesar la atmósfera que protege mi vida. Esa es la pura verdad.

– Eres una mujer sincera, pero yo soy un puto cobarde. Un puto cobarde que lo único que quiere es meterte la polla hasta al fondo y golpear rítmicamente tu punto G hasta oírte gemir de placer, no de cansancio, de placer.

– Deberías pensar lo que dices antes de decir lo que dices. Si metérmela fuese la solución a este encuentro, todo sería más sencillo. Mira – ella se sube la falda, se baja las bragas, aparta la mesa y me enseña su coño abierto-, métemala, vamos, métemela.

– Vale, bueno, no sé qué hacer. En principio…, había pensado…, tengo aquí unas llaves… ¿No prefieres que follemos en mi casa en lugar de follar aquí en medio de todo el mundo?

– ¿Unas llaves?, ¿eso era lo que te abultaba el paquete?, ¿unas putas llaves?, creía que por lo menos tendrías una buena polla escondida bajo el pantalón, o en su defecto una buena navaja, una que tuviese el filo lo suficientemente afilado como para que cuando me la metieses, al mismo tiempo, fueses capaz de pincharme, de cortarme, de dejarme bien marcada.

Ella se sube las bragas y se baja la falda. Acerca la mesa para poder apoyarse sobre ella. Cruza las piernas.

Yo siento como mi polla se ha puesto dura. Me molesta la navaja.

– ¿Cuántos litros de semen puedes imaginar juntos?

Me fijo en sus pestañas. Un ligero toque de rimel. Cuanto apenas dos pasadas. Parte de su cabello está mojado.

– Quiero decir, ¿cuánto semen crees que puede haber contenido mi coño?

– ¿A cuantos tíos te has tirado?

– Efectivamente, en centílitros de semen, cuántas veces crees que me pueden haber rellenado el coño.

Ella no ha parado de tocarse el pelo húmedo. Inclina su cara ovalada cada vez que te habla y el pelo queda en suspensión, perpendicular al suelo, una de sus orejas toma entonces protagonismo. Es pequeña, redondeada. Se toca el lóbulo. Se rasca la cabeza.

Llevo una navaja en el bolsillo. Mi pene está flácido. Ha menguado hasta el tamaño de un cacahuete.

Miras tu taza de café vacía, ella se ha pedido un café con leche que está a mitad.

– Mira, -le dices- te voy a ser sincero, podemos quedarnos aquí hablando toda la mañana o podemos ir a mi casa. He cogido las llaves de mi piso. Las he cogido premeditadamente, con alevosía, ¿sabes? Las he cogido como el que coge una navaja para matar a alguien que no se espera que vaya a ser ejecutado. Ese soy yo. ¿Qué te parece?

– ¿Follar es lo único que te importa?

– Me temo que sí.

– Vale, pues vamos a follar. ¿Vamos a tu casa, entonces?

– Sí.

– ¿Tu mujer?

– Mi casa, vamos a mi casa.

– ¿Tienes un piso vacío?

– Sí. ¿Vamos?

– Mmmmm, vale vamos.

Tengo una navaja en el bolsillo.

Me he vuelto a poner las gafas. Apoyo las manos en el borde de la mesa. Ella se ha acabado el café con leche.

– ¿Quieres tomar algo más?, le comento.

– No, está bien así. Menudo rollo te he soltado.

– Nos podríamos haber tomado otro café.

– Mejor un té verde, es bueno para prevenir el cáncer.

Tengo una navaja en el bolsillo. Ella entorna lo ojos al hablarme pero aguanta durante poco tiempo mi mirada, la desvía, hacia abajo algunas veces, la mayoría de las veces, hacia un lado.

– Ramón – me dice -, todo lo que te he contado forma parte de mí. Lo que soy, ese es mi pasado y esa es mi tarjeta de presentación.

Ella, antes de decir esto, se ha vuelto a tocar el pelo, se ha ajustado la camisa y ha mirado por la ventana.

Ramón saca de su bolsillo una navaja. La pone sobre la mesa.

– Mira, le dices, es una navaja automática. Ahora la gente no las lleva tanto como cuando éramos jóvenes. Nadie le compraría a su hijo hoy en día una navaja. Esta me la compró mi padre. Es una navaja automática. Si le das a este botón se abre de golpe. Mira, así.

Elisa coge la navaja y juega con ella. La abre, la cierra. La abre, la cierra. No se le engancha el cierre de seguridad como te suele pasar a ti. No es la primera vez que coge una eso seguro.

– ¿La has usado alguna vez?

– Varias.

– ¿Defensa propia?

– Mmmm… no sabría decirte. Digamos que unas veces la he utilizado para cortar el problema de raíz y otras iba demasiado borracho como para sentirme responsable de mis actos.

– No tienes pinta de haberla utilizado demasiado.

Ella se pasa la navaja de una mano a otra, la acaricia, recorre la lámina. Deja la navaja sobre la mesa.

– Mejor la guardas.

– ¿Seguro?

Elisa se ríe.

– ¿Me quieres decir algo?

Me guardo la navaja en el bolsillo.

– ¿Había pensado que podríamos ir a mi casa?

– ¿A tu casa? pero, ¿tu mujer? ¿tus hijos?

– Tú también tienes marido, hijos.

– No es lo mismo.

De donde estaba la navaja sacas ahora unas llaves. Las dejas sobre la mesa.

– Son las llaves de mi casa.

– Ya, yo creía que era una navaja.

– Pues son las llaves de mi casa. Las he cogido esta mañana, me las he metido en el bolsillo, iba a dejarlas sobre el aparador de la entrada, pero, me he dicho: me las llevo. Entiendes, me he dicho: me las llevo.

– Has salido de tu casa armado con una navaja. ¿Crees que eres un asesino? ¿Crees que eres un asesino por salir armado de tu casa con una navaja?

El camarero recoge las tazas de la mesa. Vuelve a haber espacio para nuestras manos, o para nuestras gafas.

– Tengo que volver al trabajo.

– No te entretengo más.

Salimos del bar y ella dice:

– Había pensado…

Te miro y hay algo que comprendo al momento. Te digo:

– Tengo las llaves de mi casa en el bolsillo.

– Creí que era una navaja.

Vamos a mi antigua casa de soltero. La casa está fría.

– ¿Quieres besarme?

La acerco hacia mí y la abrazo. Reposo la cabeza sobre su hombro.

Tengo la navaja en el bolsillo. La saco. Ella me alcanza la mano a mitad camino.

-Mejor la guardo yo.

Y nos tumbamos en el sofá y le subo la falda y le bajo las bragas y se la meto y sin apenas moverme me corro. Ella se abraza a mi cuello como si aquella fuese lo única manera que tiene de retener a los hombres.

Tumbado oigo como suena la cadena del water.

En la calle ella se va en dirección a la Plaza Doctor Collado, yo vuelvo a la calle Hospital.

Me meto la mano en el bolsillo. Vacío.

El sol atraviesa la ventana y empiezo a tener calor. Debería haberme quitado la chaqueta al entrar.

El camarero se acerca y nos dice:

– ¿Os pongo algo más?

– Gracias, Julio, ya nos vamos.

Meto mi mano en el bolsillo. En lugar de una navaja encuentro unas llaves.

Miro a Elisa. Se ha levantado. Se está poniendo la chaqueta.

Toco las llaves en mi bolsillo.

Toco las llaves en mi bolsillo. Salimos fuera y Elisa me acompaña. Nuestros hombros se entrechocan al caminar hacia la puerta de mi trabajo.

Meto la mano en mi bolsillo, noto la navaja.

Elisa dice: ¿qué llevas en el bolsillo?

Saco la navaja.

Se ríe. Mete la mano en su bolso y me enseña unas llaves.

– Yo también tengo una navaja, me dice.

– Son unas llaves, le digo.

– Ya, unas llaves como tu navaja.

Llevo una navaja en el bolsillo.

– Te invito

Me acerco a la barra. Ella se queda detrás de mí esperando a que pague. Tengo una navaja en el bolsillo. Me acompaña hasta mi trabajo. Se queda en la puerta. Nos damos un par de besos. La veo alejarse. Tengo una navaja en el bolsillo. Me doy la vuelta, antes de entrar saco unas llaves de mi bolsillo. Las sacudo antes mis ojos. Tintinean. Suenan como una navaja. Las guardo. Abro la puerta y entro.

Solomillo de pato

junio 1, 2011

Hubo un tiempo en el que fui muy aficionado al solomillo de pato. Es una plato muy fácil de preparar, aunque, no necesariamente barato. En realidad fue un tiempo en el que comía solomillo de pato, guacamole de salmón y sushi envasado al vacío, esencialmente. Pero el solomillo de pato fue el gran descubrimiento, era como el plato especial que siempre preparaba cuando venía a casa alguien a quien quería sorprender.

Cocinar un solomillo de pato se había convertido en una costumbre, así que localicé los supermercados donde sabía que lo podía comprar, y como quien compra pan tostado de semillas, yo compraba un par de solomillos de pato junto al resto de la compra de la semana: aguacates, tomate, salmón ahumado, apio etc.; el sushi envasado al vacío lo compraba el mismo día que me daba el ataque de comer sushi envasado al vacío; me gustaba tener al menos uno congelado por si se daba el caso de tener un par de momentos especiales a lo largo de la semana.

Que recuerde el solomillo de pato de una manera tan especial; siendo como soy una personada bastante obsesiva con ciertas cosas, es decir, una persona que le gusta por ejemplo desayunar café con leche con galletas hasta el momento en que ya no vuelve a desayunar café con leche con galletas nunca más, o al que le gusta comer madalenas en el desayuno de tal manera que, pasados unos días, no quiere volver a ver una madalena ni en pintura; no deja de ser algo que comienza a parecerse a una cicatriz en la pierna. A algo que por alguna razón ha quedado ahí y que, no importa el tiempo que pase, llega un momento en el que sabes que no va a desaparecer.

He comentado que cocinar el solomillo de pato es sencillo. No sé si esa era una de las razones por las que me especialicé en este plato. Me encantaba decirles a mis invitados que íbamos a cenar solomillo de pato. Unas finas lonchas de solomillo de pato con mostaza de Dijon y pan tostado de semillas. De verdad que me sentía como el gran anfitrión. Un par de botellas de vino, un buen solomillo de pato y ¿quién no iba a salir de mi casa pensando que era una gran persona o una persona interesante? ¿quién?

Coges el solomillo de pato, y lo pones sobre una sarten que esté bien caliente. Dejas que se fría en su propia grasa. La piel de pato es especialmente grasienta. Preparas un trozo de papel de plata con el que puedas envolver el solomillo de pato. Cuando el solomillo de pato está tostado, lo envuelves con el papel de plata. Lo dejas enfriar mientras te bebes un par de copas de vino y picas algunos pepinillos agridulces. Abres el papel de plata, sacas el solomillo y con el cuchillo bien afilado cortas finas lonchas sobre una tabla de madera. Si ves que está un poco crudo, no te preocupes, ese es el punto que ha de tener la carne.

A mí me gustaba servirlo a medida que los comensales iban comiendo, como quien va cortando una buena pata de jamón de Jabugo, conforme los invitados van pidiendo más comida. Me gustaba seguir en mi papel de anfitrión hasta el final.

Pero, claro, huelga decir que todo se acaba. Toda obsesión, por lo menos las mías, tal y como llegan, una vez me saturan, desaparecen. Siempre hay algo, o alguna situación que te hace pensar: se acabó.

El final de mi relación con el solomillo de pato fue así, como un vaso que se desborda y en el que ya no cabe ni una gota más. Ni una gota más. No me cabía ni una loncha más de solomillo de pato, pero, yo aún no lo sabía.

Estaba en mi casa. Seguramente debía estar haciendo la siesta, la tele encendida, visionando en voz baja El crepúsculo de los dioses. Podría haber sido cualquier otra película, pero esa la recuerdo con especial cariño. Es con la que di el pistoletazo de salida para intentar recuperar, como la liebre frente a la tortuga, el tiempo en esa carrera de la que llevaba demasiado tiempo negándome a tomar partido.

Estaba en el sofá y estaba viendo el Crepúsculo de los Dioses, o dormitando mientras con los ojos medio cerrados visionaba la película, cuando me incorporé de un salto. Corrí hasta la nevera. Abrí primero la parte de arriba, la del maldito No-Frost que todo lo seca. Después la del congelador. Nada. No tenía reservas de solomillo de pato.

No es que tuviese nada especial que hacer aquel jueves por la noche, pero, nunca se sabe, a mí no me gustaba acabar la semana sin tener al menos un solomillo de pato en la nevera. No me gustaba. Así que me vestí y me fui al supermercado.

Ella apareció a mitad camino. Yo iba pensando en el solomillo de pato y que de paso compraría tomates, aguacates, salmón ahumado, apio, mostaza de Dijon y Doritos.

Creo en que principio no reparé en ella. Es una mujer atractiva, pero, no lo es al primer golpe, lo descubres una vez te paras, una vez recorres su singularidad. De hecho su belleza se multiplica cuando te habla. No sólo por lo que dice, sino por cómo lo dice. No, su voz no es seductora, es simplemente atenta.

Fue ella la que cuando ya estaba pasando de largo dijo:

 – Ey.

Me pare me di la vuelta.

– Ostras, lo siento, ¿cómo estás? Me acabo de levantar de la siesta y estoy aún medio dormido.

Ella tenía una extraña mirada, una mirada que no acompañaba la sonrisa que me estaba dedicando, iba vestida con una chaqueta de traje y un pantalón de raya. Pensé que debía salir de alguna entrevista de trabajo ya que la recordaba siempre vestida de sport. Ella también parecía algo cortada. Le dije:

– ¿Qué tal? ¿cómo lo llevas?

– Bien, bien, creo que ya ha pasado lo peor

– Ya, siempre hay un momento en el que pasa lo peor.

– Sí, es lo que tienen las relaciones de pareja.

Y como queriendo cambiar de tema me dijo:

– ¿Y qué haces por aquí?

– Vivo justo detrás del mercado central. Voy al supermercado a comprar solomillo de pato.

– ¿Solomillo de pato?

– Bueno, sí, solomillo de pato. Me he quedado sin y…

Hice una pausa pensando en qué decir para no parecer un jilipollas, pero, decidí ser sincero:

– y me gusta tener siempre en casa un par de solomillos de pato.

Como era de esperar me miró con ojos como platos. Después se puso a reír. Cuando paró, el velo de sus ojos había desaparecido. Volvía a ser la chica alegre que yo recordaba.

– Te acompaño.- Me dijo.

Le estuve contando lo importante que era saber sacar el solomillo de pato de la sarten antes de que estuviese demasiado hecho. También le comenté que a mi me gustaba darle un pequeño toque picante con pimienta blanca molida. Ella me miraba y con ojos de incrédula reía.

Hicimos las compras. Le comenté mi amor por el guacamole de salmón y el sushi envasado al vacío y siguió riendo y cuando salimos del supermercado me miraba con unos ojos tan grandes que parecían que fuesen a salir de sus órbitas.

Nos callamos, nos quedamos mirándo.

Ella intentó decir algo. Yo también.

Cuando llegué a casa saqué la compra de las bolsas. Me quedé mirando los dos solomillos de pato que había comprado. Me quedé un buen rato mirándolos. Puse la sarten en el fuego. Saqué los solomillos de sus envases. Saqué la tabla de madera y el cuchillo, bien afilado, para cortar las finas lonchas. Corté dos trozos de papel de aluminio. Descorché una botella de vino tinto. Cuando los solomillos estuvieron en su punto los envolví con el papel de aluminio. Encendí la tele y puse El crepúsculo de los Dioses. Me tomé un par de copas de vino y piqué algunos pepinillos agridulces.

Los solomillos de pato estaban efectivamente en su punto. Cortaba un filete, me lo metía en la boca y masticaba, lentamente. Le daba un trago al vaso de vino. Mastiqué y bebí hasta que no quedó nada. Los solomillos de pato habían desaparecido. Me levanté del taburete y fui al sofá. Me senté. Subí la voz. Un poco más.

La lluvia

abril 3, 2011

Miro hacia el cielo. Va a llover. Me da igual. Entro en casa. Me pongo la ropa de deporte. Saco la bicicleta. Llueve. Pedaleo. Calle abajo. Llevo un chubasquero que me cubre el torso. Llevo pantalones cortos. Las gotas golpean mis piernas y mi cara. El agua es fría. La echaba de menos. Después de un verano de calor insoportable. Veranos cada vez más largos de calor insoportable.

El calor insoportable me hace pasar gran parte del verano soñando con gotas de agua fría que golpean mis piernas y mi cara. Si hay algo que odio con todas mis fuerzas es sentir como el sudor recorre mi espalda cuando a las ocho de la mañana saco el coche del garage en pleno agosto para ir al trabajo. No creo que haya nada que me produzca mayor sensación de desagrado e incomodidad. Es algo que ni tan siquiera puedo solucionar poniendo el aire acondicionado. Es algo intrínseco a mis veranos laborables.

Aquel verano fue especialmente intenso en sudores, y muchas veces tuve que pensar: Mierda, no debería haberme puesto esta camisa. Debería haberme puesto una camiseta.

Aquel era otro de los días que por alguna razón, en vez de ponerme una camiseta, me había puesto una camisa. Cómo llegas a hacer inconscientemente cosas que sabes que te van a producir insatisfacción es algo a lo que no le encuentras respuesta de la noche a la mañana. Me dije mientras arrancaba el coche.

Mi mujer y mi hijo se habían quedado en la cama durmiendo y yo iba dirección a la ciudad. La gota de sudor se había detenido a mitad trayecto. En el momento que apoyé la espalda en el respaldo del asiento.

Pienso en la lluvia como en una solución contra el sudor, pero, automáticamente se me enciende una señal de alarma. Un recuerdo fugaz de una situación que he pretendido no afrontar y que me ha alejado de la lluvia. Meto la quinta y enfilo la autopista. Intento recordar lo que me pasó. Hace más años de los que pensaba.

Creo que era el mes de noviembre, finales del mes de noviembre, aunque puede que fuese octubre, finales de octubre. En mi ciudad, a veces es difícil distinguir los meses de octubre y de noviembre. Son meses que suelen intercambiarse el protagonismo del mes en el que diluvia.

Hasta aquel mes de octubre o de noviembre, yo había sido un enamorado de la lluvia. Por la cuestión de la gota de sudor que he explicado anteriormente, para mí la llegada de la lluvia siempre había sido como una especie de bendición. Era como el acontecimiento más importante del año. El momento en el que por fin el verano llegaba a su fin. Sí, en mi ciudad, a veces el verano acaba en Noviembre y sin darnos cuenta ya está apuntando maneras en febrero. Esto explica por qué para mí la amenaza de la gota de sudor es una constante durante más meses de lo que sería habitual, de ser los inviernos en mi ciudad, algo más prolongados, o los veranos mucho más cortos. Pero, este no es el tema.

El tema es que aquel día de aquel mes tocaba que la semana de diluvio alcanzase su extasis.

En mi ciudad no llueve como suele llover en las ciudades del norte. Aquí llueve de golpe e intensamente. Desde siempre. Pero, algunos de nosotros, pretendemos que esa lluvia sea como la lluvia de las ciudades del norte, más constante pero menos contundente.

Es posible que yo sea el único que piense lo que estoy diciendo. Seguramente la mayoría de los habitantes de mi ciudad se quedaron en casa aquel día en el que el diluvio llegó a su punto culminante. Pero, yo, por la cuestión de la gota de sudor, ya lo había hecho en alguna otra ocasión, salí de casa, seguí con mi vida como si tal cosa. En el fondo deseaba mojarme. Darme un chapuzón bajo la lluvia. No es verdad que lo buscase, es decir que saliese de casa persiguiendo la lluvia, pensaba más bien en un encontronazo algo casual.

Quedé a cenar con alguien. Ya estaba lloviendo cuando salí de casa, pero la lluvia no había llegado a caer en cantidades preocupantes.

A mitad cena, desde dentro del restaurante, oímos a algunos clientes decir: menudo chaparrón está cayendo. Bien, pensé.

Acabé de cenar y me fui a buscar el coche. Ahí me enfrenté con el primer problema. El torrente que había que atravesar para cruzar la calle no era ninguna tontería. Tomé carrerilla, e intenté saltarlo. Casi lo consigo, pero, metí la zapatilla dentro del agua. Me mojé uno de los pies. El agua estaba helada.

Ahora recuerdo un dato más. Llevaba una muleta. Es decir, no podía andar con normalidad. Es más creo que dando el salto que he mencionado, me fastidié un poco más la cadera.

Seguí andando hasta mi coche. Delante de la puerta del conductor y del copiloto había un charco que llegaba casi hasta la rodilla.

Aquí es donde el tema se me fue de las manos. Cualquier persona sin un odio superdesarrollado hacia las gotas de sudor, estoy seguro que se hubiese retirado. Estoy seguro de que cualquier persona en mi situación se hubiese rendido, hubiese vuelto al restaurante y hubiese o bien intentado llamar a un taxi, o bien, esperado bebiendo cualquier tipo de licor hasta que la lluvia amainase.

Pero, yo decidí seguir. Decidí seguir a pesar de que me dolía la cadera y de que sabía que para entrar en el coche no sólo iba a tener que hacer un sobre esfuerzo sino que además me iba a mojar la pierna hasta la rodilla.

Es verdad que hay situaciones en las que uno pierde la mesura. Esto suele pasar cuando tras muchos años de control nos damos cuenta de que en realidad no hay más condena que la que uno se crea para sí mismo. Quiero decir, el agua moja, pero, nada más. Después te pegas una ducha y ya está. Sí, supongo que ese era otro de los motores de pensamiento que me guiaba hacia una especie de reto.

En realidad detrás de esta actitud no se escondía únicamente esta sensación. Había algo más. Ahora, con perspectiva, puedo buscar una explicación algo más consistente. Estaba buscando la redención. Expiar mis males. Sanar. Sanar a través de la expiación de mis pecados, mediante la purificación del agua de lluvia. Del agua helada de la lluvia.

Así que en vez de llamar un taxi o beber hasta caer redondo en el restaurante, entré en mi coche mojado hasta la rodilla. Arranqué. Durante todo el viaje estuve pendiente de que la lluvia se calmase. El salto del torrente y meter mi pierna hasta la rodilla en un charco parar poder entrar en mi coche, había sido como una especie de descarga eléctrica que estaba reclamándome algo de atención.

Quizás, a esto se referían nuestros progenitores cuando de pequeños nos advertían de la lluvia y de mojarnos como una amenaza excepcional.

La lluvia en mi ciudad es sin duda una amenaza excepcional. Debería haber pensado con más intensidad en aquella idea. De hecho lo estaba haciendo cuando noté que llovía menos. Entonces decidí que iba a aparacar donde lo hacía de costumbre.

Aparcaba y andaba unos veinte minutos hasta mi casa porque en mi barrio era imposible encontrar aparcamiento.

Solía hacer este paseo con bastante normalidad todas las semanas, así que pensé que seguiría haciéndolo ahora que llovía menos.

Aparqué el coche, cogí mi muleta y mi diminuto paraguas. Llevaba un paraguas que había comprado en algún chino.

 

Cuando estás completamente empadado es cuando te das cuenta de que ir vestido es sinónimo de ir desnudo. A los pocos minutos de aparcar el coche la lluvia arreció. Yo ya estaba en un punto sin retorno. Me dolía la cadera. El paraguas era pequeño, la muleta me impedía andar con mayor rapidez, el agua empezó a calar mi ropa.

Las ráfagas de aire impedían cualquier tipo de protección. El agua estaba dominando todos los frentes. El agua helada estaba calándome hasta el tuétano. Asumí mi posición de desventaja. Pensé que tenía que cargar con aquella expiación. Que debía asumir fuera lo que fuera, lo que aquello significara.

La imagen era la siguiente: un semáforo, justo después de pasar el puente de madera. Nadie más en la calle, apenas coches que circulan. Yo estoy a apoyado en mi muleta. Llevo un paraguas medio roto, pequeño, negro. Me aferro a él como quien se aferra a su visado cuando viaja, huyendo de su país, a un territorio extranjero. Es como si dijésemos, mi salvaconducto para estar en aquel momento, con aquella cantidad de agua cayendo, en medio de la calle, esperando a que un semáforo se pusiese en verde y apoyado en una muleta.

Cuando el semáforo se puso en verde, si hubiese podido correr, lo hubiese hecho. Vaya que sí. Hubiese tirado el paraguas y la muleta y me hubiese puesto a correr sin parar hasta mi casa. Pero el dolor de la cadera se había vuelto más intenso. Tanto que en lugar de acelerar el paso, cada vez tenía avanzar con más cautela para no incidir en la postura que me provocaba la inflamación.

Las gotas de lluvia golpeaban mi cuerpo. Expuse mi cuerpo inherte a los designios del tiempo. Me sometí, dejé de oponer resistencia. Dejé de mostrarme estoico para pasar a mostrarme desbordado por la situación. Aquello ya no era una expiación, era una penitencia. Una penitencia que rayaba el castigo físico.

Cuando andas por la calle como si te estuviesen tirando por encima cubos de agua fría por la cabeza, dejas de tener una visión normal de aquello que te rodea.

Un hombre avanza por la Plaza de la Virgen. Va vestido, pero podría ir desnudo ya que su ropa no le protege de las adversidades del clima. Para qué sirve la ropa si no es para protegernos del frío o del calor.

El hombre da pequeños pasos y avanza lentamente mientras el diluvio universal le cae sobre la cabeza.

El agua de lluvia es fría. Su casa está ahí a lado, pero el dolor de la cadera le impide avanzar con rapidez. El hombre es presa de una situación de la que él mismo no ha querido escapar.

El hombre avanza como quien se deja llevar, como quien se deja ir, como quien sabe que hace rato que ha atravesado la frontera que divide el placer del dolor.

 

Cuando llego a la ciudad aparco en mi garaje. Al despegar la camisa del respaldo del asiento la gota de sudor vuelve a tomar consistencia. Justo al entrar en mi despacho, la gota de sudor ha alcanzado mi rabadilla.

En mi despacho ordeno los papeles y preparo el planning del día.

Otra gota de sudor. Noto otra gota de sudor en mi cogote. Maldita sea. Pienso, no debería haberme puesto una camisa.

 

Cojo la bici. Llueve. Llueve bastante. Llevo un chubasquero que me cubre el torso. Las gotas golpean mis piernas desnudas. No me importa. Es más, lo agradezco. Voy vestido para la ocasión. Sé que voy a disfrutar del paseo. Sé a lo que atenerme. Sé que vuelvo a considerar la lluvia como lo que es: la línea que separa el verano del invierno. Un festejo que me encanta celebrar para enterrar la gota de sudor en la espalda.

Pedaleo bajo la lluvia. No me siento desnudo. Estoy vestido para la ocación. Estoy disfrutando de la tierra mojada, de los árboles, del asfalto humedo. No pretendo ya expiar mis pecados. Espero simplemente no volver a cometerlos para poder seguir disfrutando de la lluvia por lo que es: agua que cae del cielo para regenerar las estaciones, para erradicar las gotas de sudor; y no por lo que, en ocasiones de total desorientación personal, deseamos que sea: agua que cae del cielo pretendiendo la redención de las personas.

 

La puerta

agosto 3, 2010

La puerta

Hay una puerta. Entreabierta. Agarro el pomo. Una delgada línea de luz que parpadea me permite intuir el interior de la estancia contigua. Estoy tentado de empujarla unos centímetros más. Lo hago. Un resplandor al fondo se enciende y se apaga. La dejo como estaba. Sigo agarrado al pomo. Echo un vistazo al pasillo. Cuerpos apoyados en alguna pared o silla de plástico, esperan. A veces me miran. Giro la cabeza. Aprieto el pomo. Vuelvo a empujar la puerta. Se desplaza unos centímetros. Unos pasos, alguien viene.

La enfermera cierra la puerta brúscamente. Fulmina mi posición privilegiada. Mi cara queda a un centímetro de la lisa superficie. Podría percibir el olor del barniz si no fuera una puerta aséptica.

Me quedo allí, sujeto del pomo de una puerta cerrada, que no puedo abrir. Tic, tac, tic, tac.

Mi mujer me llama, me dice: ven, siéntate. Me siento. Echo una ojeada, hay otras puertas. No son mi puerta.

Saco de mi bolsillo un destornillador. Todos los demás me observan con sorpresa, sus ojos tristes, abiertos, hasta entonces cerrados, llorosos, me miran, pensando, y no se equivocan, que estoy loco. Me apresuro a quitar uno a uno los tornillos de las bisagras. Pretendo llevarme esa puerta conmigo, llevármela bien lejos. Depositarla en lo alto de una montaña de basura y, por qué no, prenderle fuego allí arriba. Una ofrenda.

Mi mujer me acaricia una mano. Me rasco el bolsillo del pantalón. Toco con mis dedos por enésima vez el teléfono móvil silenciado. Alargo el brazo y rodeo el cuello de mi mujer. Tiene apoyada la cara sobre las manos, los codos apoyados sobre las rodillas. Sus mejillas están hinchadas y sonrojadas. Mi mano desciende por su espalda y descansa a mitad camino.

Se abre la puerta. En pie, todos. Se oye un nombre. Nos sentamos. Pasan ante nosotros un hombre y una mujer. Me levanto. Tras ellos espero que la enfermera vuelva a dejar la puerta entreabierta. La cierra. Quiero recuperar mi posición. Quiero recuperar mi proximidad. Acaricio el pomo. Calculo la fuerza que debería hacer para abrir la puerta. Visualizo el movimiento. Click, clack, tiene una holgura. El pomo tiene una holgura. Miro a mi mujer. Con mi mirada le hago entender que el pomo tiene una holgura. Quiero que comprenda que aquella es otra conquista. Estamos más cerca. Click, clack, click, clack. Es un sonido mínimo, apenas perceptible si no estás cerca de la puerta.

Mi mujer agacha la cabeza. Esconde su cara entre sus manos. Vuelvo a su lado.

 

La puerta se abre, corazón erguido, piernas de mantequilla. Manos de aceite. Nuestros apellidos. La enfermera pronuncia nuestros apellidos. Cogidos de la mano nos levantamos.

Un día más, allá vamos.

Bechamel

marzo 4, 2010

Un pequeño músculo sobre el que reposa el engranaje de nuestro cuerpo. Leo este comentario, sentado en el sofá. Dejo el periódico, digamos que es un periódico lo que estoy leyendo, pongamos que es un artículo científico sobre el cuerpo humano, pongamos que me ha llamado la atención el titular: Un pequeño músculo sobre el que reposa el engranaje de nuestro cuerpo. Tras leerlo me levanto con un cierto temor. El artículo no determina dónde está ese músculo, incluso invita a que sospechemos que ese músculo, en realidad, no tiene una localización fija, es decir, que es posible que cada persona lo tenga ubicado en un lugar diferente. Vaya, un problema más, pienso. No es confortable pensar que tengo un punto “débil” tan evidente y tomar conciencia de ello con tantos años de retraso. Me toco por todo el cuerpo como buscando un interruptor que pudiese desconectarme sin más. Ando hacia la cocina y saco el plato de pollo desmenuzado de la nevera. No puedo dejar de pensar en ese músculo minúsculo del que depende la estabilidad de nuestro cuerpo. Según el artículo, un cuidado poco minucioso de este músculo puede tener consecuencias fatales en el ser humano. Desde caídas repentinas e inesperadas, hasta, ahí fue cuando realmente me asusté, la muerte súbita. Me doy cuenta de que no sé para qué he sacado el plato de pollo desmenuzado, aún no lo voy a necesitar, primero tengo que hacer la bechamel. Hago amago de volverlo a meter en la nevera, pero, lo dejo encima del banco de la cocina, me doy cuenta de que me apetece tenerlo ahí, como si fuera una señal del plato final al que tengo que llegar, como una razón que me explica por qué voy a sacar la leche de la nevera, la harina y las cebollas de la despensa y la nuez moscada y la sal del cajón del armario. Al coger la tabla de madera donde voy a cortar las cebollas, pienso, ¿cómo sé todo esto? En mi vida he hecho una bechamel. Sí, es verdad, consulté internet ayer por la noche para conocer la receta, pero, en ningún sitio leí nada sobre la cebolla y la nuez moscada. Esta claro que sabemos más de lo que creemos saber. Existe un conocimiento oculto, un aprendizaje subterráneo que, cuando menos lo esperamos, sale a la superfucie. Llego a esta conclusión mientras corto las cebollas, dos pequeñas cebollas, en trozos cuadrados y pequeños. Cuando quiero darme cuenta estoy en el colegio. Estoy a punto de entrar en una clase. De la clase acaban de salir unos alumnos que van tres cursos por delante de mí. Miro la pizarra. No comprendo nada. Me asusta no comprender nada. Me asusta pensar que nunca podré llegar a comprender aquello que leo en la pizarra. Vuelvo a la cebolla. La tiro a la sartén, el aceite está ya caliente. Cuando está a punto de ponerse doradita, tiro la leche, a ojo, otra enseñanza adquirida con el paso del tiempo inconscientemente, pienso. Me doy cuenta de que la cebolla no está suficientemente hecha así que añado un poco más de leche y tapo la sarten. Bajo el fuego al tres. Salo el pollo desmenuzado. Friego unos vasos y unos platos que hay en la pila. Organizo la cocina. El niño duerme en la manta de juegos. Me acerco a echarle un vistazo. Veo el periódico. Un pequeño músculo sobre el que reposa el engranaje de nuestro cuerpo. Uff. ¿Cómo cuidar algo que no sabes dónde está? Vuelvo a la cocina. La cebolla ya está lista. Añado la harina, a ojo. Sé que la bechamel tiene que quedar espesa si quiero que salgan unas buenas croquetas. A lo mejor debería haberla volcado de otra forma, pero, no sé por qué, hago una montañita en medio de la leche. Bajo el fuego al dos. Extiendo la harina con una cuchara de madera. Hay bastantes grumos que sobresalen como islotes. Aplasto los grumos y remuevo. Lentamente. Aplasto los grumos y remuevo. Otra vez. Lentamente. Aplasto los grumos y remuevo. Subo el fuego al tres. Aplasto los grumos y remuevo. Lentamente. Aplasto los grumos y remuevo. Otra vez. Lentamente. Aplasto los grumos y remuevo. Mantengo el fuego en el tres. Aplasto los grumos y remuevo. Lentamente. Aplasto los grumos y remuevo. Otra vez. Otra vez. Otra vez. Otra vez…

Perfecto despertar

septiembre 1, 2009

En una cama amplia yace mi cuerpo atravesado. Noto las ondulaciones cuarteadas del colchón, tensas y confortables al tiempo, los pliegues que las costuras de la tela resistente necesitan para darle existencia al soporte de mis sueños.
La sábana, en el confín inferior del cuadrilátero, cubre cuanto apenas mis pies, protegiéndolos de una temperatura refrescada por el amanecer. Soy un cruz estampada contra un fondo azul. Si agudizo mi oído, puedo oír a alguien en la cocina, en la planta baja.
Hace un rato que estoy despierto. En realidad han habido varios despertares. Hemos estado huyendo todo el verano de la sensación de no poder romper con el hastío laboral. Mi chica y yo. Debe ser ella la que ronda por la planta baja.
Aspiro la brisa de aire fresco que entra por la ventana. Fue una buena decisión dejar las contraventanas abiertas del tal forma que pudiesen entrar las suaves y frescas corrientes matutinas. También entra la luz, pero, el tiempo ha cambiado ligeramente, y en mi posición, sobre la cama, veo como ésta se entrelaza con las sombras dando vida alternativamente al gris y al amarillo.
Vuelve a entrar una brisa de aire fresco. Me llega el olor de los pinos que fortifican un lateral de la casa. Mis pulmones se ensanchan. Se oye el canto de un gallo. Hace callar a los pájaros de la gran jaula que hay bajo los árboles. Como un director de orquesta es capaz de imponerles silencio. Es el punto final al concierto que han dado desde que despuntó el alba.
La causa de mi primer despertar fue precisamente esa: una muralla de sonidos emitidos por los habitantes de la gran jaula y por todos aquellos pájaros que se sumaron, desde la libertad, a celebrar, con su infinita gama de cantos y chillidos, la llegada de un nuevo día. Una muralla sónica, un aluvión de notas estridentes y excitadas, que me arrancó, pedazo a pedazo, la profunda inconsciencia que había atesorado a lo largo de la noche. Una tras otra, fueron extraídas y sustituidas las partes de sueño por los sonidos de los pájaros. Un crescendo moderado con desenlace final estruendoso. Abrí los ojos.
Apenas se percibía el reflejo del amanecer. La oscuridad había dejado de ser absoluta pero aún reinaba sobre el resto de los matices de luz. Desconcertado levanté la cabeza para identificar el origen de aquel cántico coral discordante. Estiré el brazo y sólo cuando toqué la barriga ocupada de mi chica comprendí dónde estaba. Con un pie alcancé la sábana, flotaba por un lateral de la cama. Tapé mi cuerpo y el de ella. Así me volví a dormir.

Yazco en este lecho prestado. Llevamos días, semanas, como nómadas. Cargamos con lo imprescindible. En mi caso es más de lo que debería ser. No puedo evitar moverme con lo posible. No puedo dejar de acarrear conmigo, además de lo que es, la posibilidad de lo que pueda ser. Artilugios e instrumentos que quedan relegados por el tiempo o las prioridades, han de acompañarme allí donde vaya. Pero, ahora, no quiero pensar en esto. Estoy tumbado boca abajo sobre esta cama prestada. Aunque oigo a mi chica deambular por la cocina, sé que ahora no voy a desayunar.
Algunos pájaros siguen piando a pesar del toque de queda impuesto por el gallo. Ese hilo de sonido que se extingue me lleva hasta ese pensamiento que rescato del olvido. Uno que tuve justo antes de dormirme. Lo pienso y me doy cuenta de que si rescato este pensamiento del olvido es porque era mucho más poderoso de lo que yo podía creer.
No voy a desayunar porque pienso en el agua. Pienso en mí sumergido en el agua. Pronto, por la mañana. Antes de que los rayos de sol acaben con cualquier posibilidad de cielo nebuloso y blindado. Antes de que se imponga la temperatura que hará callar definitivamente a los pájaros enjaulados y a los que vuelan libres de un lado a otro del jardín. Antes de que la temperatura los empuje hacia el sopor.
No, no estamos en el campo. Estamos mucho más cerca de la civilización y de nuestras responsabilidades de lo que hubiésemos deseado. Aquí estamos, aquí estoy, convirtiendo un segundo en un milenio y un trozo de tierra en el paraíso. Aquí estoy, ahora, sumergido en el agua de esta piscina, adyacente a la gran jaula y al enjambre de pinos. Me da la posibilidad de pensar que estoy nadando en alta mar. Contra olas y corrientes adversas. Siento la fatiga, el cansancio. Llevo puesto mi equipo de natación: el gorro, las gafas, los tapones, el slip. Cuando hago algo, sea lo que sea, me lo tomo en serio. He de acompasar mi respiración y mis movimientos. Si quiero llegar hasta el final. Hasta el desayuno. Apuro mis existencias de energía racionándolas con maestría, mi estómago vacío ha quedado noqueado ante esta estrategia imprevista, no puedo contar con él. Tengo que echar mano de mis reservas, extraer fuerzas de allí donde no creía que las hubiese. Buscando el equilibrio de mis fluidos internos. Buscando un nuevo punto óptimo en mi fortaleza que creía inexistente. En realidad, me estoy retando. Me estoy retando a iniciar una nueva vida. Me estoy retando a redefinir el contenido de las palabras: despertar, tiempo, alba, espacio. Estoy retándome a ganarme a mí mismo. Quiero hacer un picado perfecto en el agua. Que no salpique ni una sola gota el borde.
Subo las escaleras de la piscina. Me agacho para recoger la toalla. Mis pies mojados se ensucian de barro. Dejo mi equipo de natación sobre una barandilla y me pongo unos pantalones cortos. Entro en la casa, en la cocina.
Mi chica me espera. El desayuno humea sobre la barra baja de la cocina. Aún no son las diez de la mañana. Es un sábado cualquiera de un mes de agosto cualquiera y este ha sido un perfecto despertar. Aquí podría acabar el día.

Templo Divino

febrero 22, 2009

El Templo Divino
Recorríamos en coche los campos, un par de parejas, más la mía. Se me hace difícil recordar aquel momento de mi vida, por eso los recuerdos me vienen amontonados, los días mezclados, sin apenas poder distinguir el tiempo que transcurrió, o poder separar los unos de los otros, los días.
Una caída, una gran cena, unas cuantas visitas a una casa rural vecina, perdida en medio de un bosque. Un clima mucho más caluroso del esperado para estar en medio del monte. Algunos paseos, otra casa más adentrada en la frondosa barrera, perteneciente a una secta neocristiana, todo demasiado cerca de una autopista, omnipresente, visible, audible, llamándonos constantemente a la fuga.
Algunas noches me despertaba cubierto de sudor, esto si que lo recuerdo, con una intensa sensación de estar encarcelado, desintegrándome en vida en una prisión, de cuya existencia no era consciente, era una mera intuición. Llegaba a mí a través de mis sueños inquietos, no, no eran pesadillas, eran sueños inquietos, sueños donde llevaba vidas oscuras, esclavizadas, donde mi trabajo se convertía en una verdadera tortura, y donde mis jefes, déspotas, sádicos y malintencionados, se dedicaban a ejercer su poder sin ningún tipo de clemencia.
Trabajarás aquí, o no trabajarás, decían, pero, contestaba yo, cómo voy a trabajar en una cadena de montaje floral, cómo voy a poder montar esas estructuras florales, yo no he estudiado para esto, les decía, yo nunca, nunca estuve dotado para las manualidades. Se percibía en el ambiente que todos estábamos allí por obligación, todos sabíamos que aquello era una mera estratagema para mantenernos en el ostracismo, para no dejarnos evolucionar, para ser aniquilados, nosotros, la posible competencia del futuro. Habían dado el poder a dos personas llenas de rencor, llenas de frustración, las personas justas para ejercer esa presión psicológica necesaria que permitía ensalzar la injusticia. Dos esbirros, a las órdenes de siluetas difuminadas que ejercían su poder sin remisión. Tergiversaban los conceptos, lo bueno era malo y lo malo era bueno. Necesitaban de todo aquel entramado para justificar su existencia como personas, para existir psicológicamente, todo aquello era como intentar insertar un enchufe en una pared sin agujeros, lo único que producía era dolor. Yo me rebelé, les dije que se metieran su trabajo por el culo, que ya había hecho bastante el jilipollas y que no seguiría haciéndolo, que esta vez me iría, aunque me tuviese que ir a la mierda, no iba a entrar en la cadena de producción; y me fui. Creo que a casa de mis abuelos, muertos ya por aquella época, ambos, la casa, estaba en medio de la huerta, la luz era tan intensa que tuve la sensación de estar, yo también, muerto. Pero, no, no estaba muerto, ni a salvo, no sabía si había tomado la buena decisión abandonando mi trabajo, no sabía hasta que punto aún conservaba un margen de actuación, o si no lo tenía, y había echado a perder todo el sacrificio de los años precedentes. Así de inquieto estaba cuando desperté aquella noche. En medio de la nada, porque en aquel momento, aquella casa se había convertido en la nada. Vacío y encarcelado en una prisión de la cual no tenía ni la más remota idea de cómo salir. Ni tan siquiera atisbaba el resplandor de una huida, no era consciente de que quería huir.

Mi comportamiento era de lo más normal durante el día. Nada podía dejar entrever mi sufrimiento nocturno, mi desasosiego. Aunque quizás esto no sea del todo cierto, algunos signos de mi exaltación nocturna se revelaban durante el día, sobre todo cuando bebía, enseguida, en cuanto tenía una mínima oportunidad, una simple conversación se convertía en una discusión exacerbada, en una batalla a vida o muerte, en algún momento, durante una de estas discusiones, tuve, una vez más, la posibilidad de mostrar mi bajeza espiritual, mi alma convulsa, insatisfecha, perdida, ansiosa. Quería llamar la atención de alguien, pero, no lo conseguí, algunos años más tarde seguí intentando conseguir su atención, y esta vez, el fracaso fue mucho mayor, el estrépito resonó en lo más profundo de mi autoestima, el silencio que obtuve como respuesta, me mostró, una vez más, que es imposible obtener por la fuerza y a destiempo aquello que nos está negado.

Quizá fue la premonición de aquello lo que desencadenó el desenlace, la toma de conciencia de que, una vez más, por mi personalidad atropellada estaba ahuyentando a alguien de mi vida. Hubo algunos síntomas que me estaban dando prueba de ello, de que ella, aquella persona, estaba huyendo, algunas pistas que, como todo hombre pretencioso, obvié, pero que, como todo hombre astuto y vengativo, apunté, inconscientemente en mi memoria. Pruebas que días más tarde, cuando ya eran inservibles, rescaté, en medio de la noche, empapado en sudor, mi insignificancia de nuevo patente, ante la inmensidad de la naturaleza civilizada, yo era menos que nada, saberlo era mi condena. Y apreté con fuerza las sábanas, un deseo de mostrar mi desacuerdo con el veredicto que me había declarado culpable, y me levanté para tomar un vaso de agua, aunque lo que hubiese preferido hubiese sido beber un vaso de güisqui, o mejor aún, haberme vestido y haber desaparecido, sigilosamente, de allí para siempre.
Pero sabía que de lo único que quería y no podía escapar, era de mí, y esta era la única certeza de la que no me podía esconder, y sabía que allí donde fuere, aquel sentimiento me acompañaría. Y decidí volverme a acostar, e intenté escuchar los sonidos de la noche. Antes, abrí la ventana, en busca de una brizna de aire fresco que no llegaba, de algún aroma del bosque que me relajase, que me transportase a otro lugar. La noche iba a ser larga.

Llegamos al Templo Divino por casualidad, nuestras excursiones de aquellos días fueron siempre una sucesión de casualidades, por lo menos fue lo que me pareció a mí, nunca sabía ni dónde estaba, ni cómo había llegado hasta los lugares que visitábamos. El templo estaba abierto, abandonado. Era un reclamo turístico. A mí me pareció el lugar perfecto para clamar al cielo lo que era mío, para echarle en cara a un Dios, que consideraba inexistente, tanto su inexistencia, como mi mediocre forma de vida. Y lo reté, reté a Dios a que apareciera ante mí. Ante el asombro de mis amigos, seguí retándolo, insultándolo, burlándome, hasta que me di cuenta de que, como un chiquillo, estaba haciendo el ridículo. Tampoco él tenía la culpa de mi estado, aunque hubiese sido sencillo, declararlo culpable.

Salimos del Templo. Nos acercamos a un cementerio cercano. Me alejé del grupo hasta que lo perdí de vista. Di la vuelta a un recodo del camino. En una tumba leí la fecha de mi nacimiento. ¿O fue la de mi muerte?

La reina Germánica

febrero 2, 2009

El resplandor me había dejado desfondado, ¿había sido el resplandor? Bajé a la calle en busca de una sombra móvil, hice un gesto con el brazo, quería pararla, de mi boca surgían símbolos que se deshacían como volutas de humo, había perdido la capacidad de algo, aún no podía identificar, cuál era esa capacidad que había perdido, no tardaría en darme cuenta, eso pensé cuando el suelo se puso a temblar. Me agarré a una farola, la luz vacilante justo antes de que fuese absorbida por el día.

Fue como un fogonazo, como un resplandor, como un despertador que suena a su hora, él lo sabe, nosotros, no, yo no lo sabía, pero el despertador sonó, y, era el momento, fue el momento, por primera vez en mi vida intuí el resplandor de la verdad, fue una revelación, encima de la cama, tapado hasta las orejas, mi cuerpo lacerado de heridas, aquel día pasaron de la profundidad a la superficie, quizás por un mal movimiento, un mal gesto, una mala digestión.

La sombra se acercó y me subí en ella. Debía tener alguna meta, misión o idea, ya que la sombra me predijo que no llegaría a tiempo allí donde tenía pensado llegar. Entonces, bájeme, pare, frene, no puedo perder un instante, me esperan los animales del zoo, tengo que liberarlos, darles la oportunidad de escapar de su cautiverio. Pero, ahí me di cuenta de lo que me estaba pasando, sólo pude escuchar como chirriaban los neumáticos, veloces, una carrera hacia el circo, con payasos, trapecistas, funambulitas, eremitas, jesuitas, sectas múltiples agropecuarias, cualquier cosa que pudiese imaginar, lo hacía, y todo estaba corriendo; hacia la catarata. Como yo, dentro de aquella sombra que me había predicho que no llegaría a ningún lado, pero, que no me dejaba utilizar el abrelatas. Abrir el techo, agarrarme de un hilo, y subir, escapar, escapar de aquella cápsula, nave o artilugio, invento de un siglo perdido, que me quería raptar. ¿Por qué a mí? ¿Por qué? Un ser liviano, sin porte, sin peso, transparente, prescindible, nada, quién podía estar interesado por la nada. Algún investigador loco, biólogo, científico, químico o ingeniero físico nuclear: probemos con el bombardeo de protones, con el consumo de mercurio y flúor infinitesimal. Sí, probemos.

Me escupió el diablo y tropecé con un cuerpo que yacía; no, eran cientos, cientos de esqueletos superpuestos, vísceras, cerebelos, piernas, en llamas algunas, otras quemadas, manos ensangrentadas y dedos, muchos dedos, sin manos, plantados en hilera, marcando los márgenes del camino. Esquivé el gran cuerpo y entré por la gran boca. Qué mullida estaba la lengua, me deslicé por ella hasta llegar a la zona ácida. No debí haber cenado aquel pollo, la fecha de caducidad, la miré, pero hice caso omiso, tanto tiempo comiendo basura no podía llevarme a nada bueno.

Me lo volvieron a decir: no llegarás a ninguno de los sitios a los que te has planteado llegar, por mucho que cojas el siguiente tren, por mucho que te subas y creas que vas a dar con la mujer de tu vida, nada cambiará, nada cambiará. Y todo esto último no me lo dijo nadie, lo deduje cuando todo acabó, en el momento era imposible saberlo: los sonidos, no emitía sonidos; los gestos, no era capaz de realizar gesto alguno. ¿Era, entonces, ya en ese momento, lo que sé que soy ahora? De ser así, no era consciente.

Me tomé mi tiempo para subir al siguiente tren, por supuesto, el que había perdido, perdido estaba, en él se escapaba otra vida, otro yo, una cantidad de cosas, que era imposible pararse a pensar en ello sin ponerse a llorar. Allí se había disuelto mi verdadero camino, ahora, no me quedaba más que recorrer este camino secundario, allí donde nunca iba a poder rescatar, ni entender, por qué perdí, esa sonrisa que me era tan fiel en la infancia.

Quizás tuviera que ver con el resplandor, la revelación, con el haberme desfondado ante tanta claridad, clarividencia, certeza. No, no debí haber despertado bajo el signo de la lucidez, debería haber mantenido los fusibles fundidos. Que manía con la reparación, con la reconstrucción, con la rehabilitación, con el mantenimiento, no sé porqué este empeño, no sé porqué no dejamos que todo se hunda, nuestro cuerpo y todo lo demás, qué necesidad hay de perdurar. Qué necesidad.

En el tren, porque era un tren lo que había perdido, porque era un tren a lo que me había subido, el tren de mi vida, me senté y me dormí. Y me desperté, habían pasado un par de minutos. Y como antes he dicho, en aquel tren en el que no me tocaba estar, en aquel preciso tren, estaba la Reina Germánica. Con sus tacones de punta y su mirada severa, con ese olor a perfume soviético, fuerte, penetrante y embriagador. Me arremangué las mangas de la camisa para que se diese cuenta de que a mi me gustaba, me gustaba mucho que alguien me torturase. Fue lo primero que le quise mostrar. Mis marcas, mis heridas, esas que habían aflorado por la mañana, por favor, si me quieres bien, hazme daño, destruye el último gramito de autoestima que me queda. Ah, sí mi Reina Germánica, cuéntame como te comes los falos de los pasajeros en el water, cuéntame como miccionas sobre mi corazón, cuéntame y descríbeme cada uno de los caminos por los que me vas a llevar y por los que voy a sentir que estoy vivo, porque estaré muriendo.

Mi maldita Reina Germánica, besaré tus pies en cuanto te descalces para estar cómoda, ese maldito tren vacío está lleno de pies descalzos sin lavar, los tuyos también.

Me agacho en busca de esos pies, cubiertos por unas finas medias negras, percibo su textura, su tacto, saco la lengua, la acerco, te lamo. Sí, te estoy lamiendo, y tú mi Reina Germánica eriges tu cetro y bendices mi acción. Poco después descargas tus fuerzas sobre mis labios y me dejas casi inerte en el suelo. Cuando vuelvo en mí, has desaparecido. Hemos llegado a Madrid. Me toco el labio superior partido, mi cabeza reposa sobre el suelo. Un pequeño charco de sangre. Mi sangre.

La cápsula, siempre hay una cápsula, una sombra, que viene a recordarme que aún habiendo perdido mi tren existen unos carriles bien definidos. Para ir por ellos no hace falta nada. Nada. Decido desprenderme de aquello último que me queda, ahí volvió a aparecer la idea de la revelación matutina, el fogonazo, el resplandor, no todo había sido baldío, había alguna razón, ahí estaba, frente a mí: nada volverá a ser igual, has sabido, has visto, has encontrado, y ahora nada volverá a ser igual.

Yo intenté, durante un cierto tiempo, evitar la evidencia. No, no podía ser todo tan elemental, tan sencillo.

En el hostal pensé en diferentes caminos para lograr la resurrección, pero, me sentía agotado, me visitaban tantas formas difusas que me resultaba difícil atenderlas a todas. Rellenad el formulario y esperad, les decía. Tenían que esperar, no podía atenderlas a todas a la vez. Ellas creían que eran culpables, todas culpables, y esperaban mi veredicto pacientemente, como si no tuvieran nada más que hacer. Por supuesto, a ninguna de ellas les hablé de la resurrección. No estaba en disposición de hacerlo.

Y recordé, recordé que al despertar, en el tren, había encontrado algo. Lo tenía entre mis manos, pero, hasta este momento no había notado el peso de su presencia. Ese era el objeto, era la llave de la puerta que me llevaría hacia la resurrección, era la señal, la pista que me iba a dar la clave del resplandor, del fogonazo, de la lucidez, de la revelación, del fin de la marcha atrás, era el umbral, un objeto convertido en un umbral, al pasarlo entraría en otra dimensión, la puerta me llevaría al lugar definitivo, aquel que no era el que yo pensaba que debía ser, me lo habían repetido tantas veces en un solo día, aquel que era el que debía ser, el que había nacido cuando por la mañana cogí el segundo tren, tras perder el primero.

Resucité en aquel lado, y ahora, con perspectiva comprendo que fue lo mejor que me pudo pasar, porque resucité siendo lo que desde siempre debía haber sido. El objeto, un libro, no me produjo, en un principio, sensación alguna. Fue más tarde, quizás justo antes de salir y de entrar en un simulacro de rutina prolongada, cuando me di cuenta de que no estaba haciendo lo que debía hacer. Estaba haciendo otras cosas. No sé muy bien qué. El libro me guiaba y caí en picado, pero no fue aquel día cuando tomé conciencia de ello, cuando empecé a buscar por el Madrid infinito a una Reina Germánica a la que devolverle un libro; comprendí que debía haber caído mucho antes, que si no lo había hecho era por pura pose, por miedo, por terror; fueron la acumulación de los días lo que dio fe de mi caída, lo que determinó que estaba cayendo, o deslizándome por una pendiente que me llevaría hasta un lugar pequeño y cerrado dentro de mi mente, allí, ahora lo sé, fue donde fui consciente de mi error, de mí como error, de mi yo errado.

Ahora comprendo que todo aquello, mi forma de llevarlo, fue poco práctica, pero como he explicado, tenía problemas, problemas que en aquel momento no podía o no sabía identificar. Los símbolos que salían de mi boca, los gestos, nada de todo aquello me servía, yo debía deslizarme, dejarme llevar por el son de las letras, de las notas, no entendía el jeroglífico pero intuía su significado. En el fondo sabía que no tenía nada que hacer.

La Reina Germánica no apareció, en ningún momento, por la estación de Atocha. Ninguna de las dos noches que dormí en el banco de madera, dentro del parque invernadero, protegido del cielo raso y helado. Mi maleta en la taquilla. Pasos y más pasos. Un alma en pena mendigando algo de información, algún síntoma de movimiento, algún rasgo conocido que me acercase a esa imagen que deseaba presenciar. Tenía algo para ella.

Tuve que regresar y me quedé con el objeto, con la idea, con la forma. Ahora que sé que la respuesta era tan sencilla, me golpeo el pecho por lo cándido que fui. Pero, no había otro camino, iba a ser así o no iba a ser. Y seguí cayendo.

Aferrado al libro seguí cayendo. Olvidé tomar algunas precauciones y estuve a punto de perderlo, o de olvidarlo, pero volví corriendo y allí estaba, nadie había percibido su presencia, entre tanta gente nadie había reparado en aquel libro que había extraviado.

La sucesión de trenes que me llevaron a Madrid no cambiaron en un ápice la sucesión de los hechos. Iba a tener que esperar más. Hubiera tenido que haber dado simplemente un paso hacia delante, o a la izquierda, o a la derecha, para que los hechos se desencadenasen, pero, no me moví, me quedé quieto, dentro de los raíles marcados. Una y otra vez una voz me repetía: no llegarás nunca allí donde crees que has de llegar. Y por esto no hice nada. Únicamente le prestaba atención al libro.

Ante mi impotencia, ante mi fracaso, ante mi aparente desahucio, surgió la posibilidad de una tentación: destruir mi propia resurrección, pensar en el resplandor como una invención, una ficción, dejar de pensar en el determinismo de mis actos, dejar de pensar en que algo había cambiado desde aquel día, punto 0, origen de todo. Empezar a creer que era mentira que todo se hubiese ido al carajo tras aquel fogonazo, tras aquel resplandor; lo visualicé tras la ventana, entre las rendijas, recortes rectangulares, de la persiana bajada, que liberaban la luz. Tapado hasta lo ojos por la manta, predije lo que iba a pasar, también la reconstrucción de lo que creí que iba a pasar, también la reinvención desde el futuro, el presente, para mí, narrador, y fue entonces cuando empecé a tirar lastre.

Sí, había llegado al final, dejé de ver el libro, dejé de ver la señal, el indicio de que algo había cambiado, aunque en realidad fuese cierto que todo había cambiado. Los símbolos que salían por mi boca y mis actos, alcanzaron, de nuevo, un sentido, obtenía respuesta cuando me movía, cuando emitía sonidos. Las respuestas eran congruentes, los mensajes entendibles, la paz divina, por fin la comunicación. Dejé de ver a la Reina Germánica allí donde iba. Dejé de buscarla.

Había atravesado un desierto, mi obsesión ya no tenía sentido, había llegado al final de todo. El destino, el rail, el camino, se había disuelto en una sola visión global e intercambiable. Daba igual. Todo daba igual. Todo era prescindible, todo tenía un peso relativo, era verdad, nunca llegaría donde tenía pensado llegar porque no se puede llegar a donde uno piensa. Por muchos trenes que cogiese, por muchos que perdiese, nada cambiaría, todo quedaría en su sitio, quedará en un sitio, liviano, para siempre, en nuestra imaginación.

Entonces comprendí que la podría haber encontrado antes, ahora lo comprendo. Era tan sencillo como perder un tren, como querer realmente encontrarla. La mayoría de las cosas son tan sencillas de entender… Somos nosotros los que nos velamos, encerramos dentro de nuestra mente estrecha, necesitamos tenerla amarrada, por miedo a que se vuele, a que desaparezca, a que nos señalen con el dedo. Seríamos más felices, sí, pero seríamos libres, y eso no lo podríamos aguantar por mucho tiempo. Volveríamos, volvería, enseguida al redil, pidiendo prisiones, raíles, vidas rectas, claras, sin sobresaltos, que me llevaran directamente a la tumba. Ahora sé que fue por eso por lo que no tuve el valor, o la voluntad real, de buscar con todas mis fuerzas a la Reina Germánica. Preferí quedarme con el símbolo. Algo mucho más cómodo que intentar darlo todo por alguien de verdad. La revelación, el fogonazo, el resplandor: aquella mañana intuí, supe, entendí, que siempre sería un cobarde.

Ahora que lo sé todo, ahora que sé que mi vida ni ha ido, ni va, ni irá a ninguna parte, bajo de mi casa. Llamo a un taxi. En mi mano llevo un libro. Llego a la estación a la misma hora que la primera vez, que aquella primera vez, cuando perdí mi tren. Espero sentado hasta que se hacen las 10h30. Veo a la Reina Germánica llegar, se pone en la cola para coger el tren que le llevará a Madrid, como todas las semanas, a la misma hora. Ella siempre ha estado ahí. Me acerco, su perfume soviético abre mis fosas nasales, le doy un golpecito en el hombre y le tiendo el libro: hace tiempo viajamos juntos, te dejaste olvidado esto.

Tras la pista de los Suicidas (texto íntegro)

octubre 23, 2008

Tras la pista de los suicidas (por Nèstor Mir)

Capítulo 1. Valencia. Una ciudad no tan tranquila.

Capítulo 2. Buenos Aires. La Megalópolis trepidante.

Capítulo 3. Montevideo mon amour.

Capitulo 4. De vuelta a la gran megalópolis.

Capitulo 5. Montevideo seguía estando allí.

Capitulo 6. Buenos Aires sin policías motorizados.

Capítulo 7. A unos cientos de kilómetros del Polo Sur.

Capitulo 8. Cruzar el charco.

A lo largo de 21 días, tres músicosy un hombre-cámara venidos de la península ibérica, recorren las ciudades de Buenos Aires y de Montevideo en busca de los miembros de una banda cuya existencia realdesconocen. La banda se llama Los Suicidas. Lo único que testimonia su existencia es una cinta pirata que una amiga se dejó en casa de uno de ellos después de una noche de fiesta. En la cinta lo único que se lee es el nombre de la banda escrito en rotulador.

La intriga surgida en los músicos por conocer más de esa misteriosa banda se convierte rápidamente en una idea para un documental a sugerencia de Dani (el hombre-cámara).

Las indagaciones empiezan en Valencia. Desde allí Landete, Nèstor, Dani y Àlex se ponen en marcha para sentar las bases de la investigación. Poco a poco lo que van descubriendo les va empujando irremisiblemente a tener que tomar un avión que les llevará de la otra parte del charco.

Durante este periplo, estos cuatro personajes, van desentrañando la fauna musical del underground rioplatense. La investigación les lleva inevitablemente a tener que conocer a músicos, locales de conciertos, discográficas, managers, centros culturales, críticos, locutores de radio etc. Ante ellos desfilan un sinfín de seres del inframundo que les dan, gota a gota, pistas que seguirán para encontrar los rastros del mito de Los Suicidas y de sus cuatro componentes.

Los hallazgos, a veces contradictorios, les hacen viajar de Buenos Aires a Montevideo y de Montevideo a Buenos Aires. Su objetivo: lograr una visión real de lo que Los Suicidas, si existieron, significaron para las personas que o bien los conocieron o conocieron sus canciones. Con los testimonios que van recopilando van tejiendo una madeja. Confeccionan un mapa vital sobre el que ponen alfileres. Su objetivo desentrañar la verdadera historia de Los Suicidas.

Todo esto sucede en el mes de agosto de 2007. 21 días vividos al límite. A toda velocidad. Como si el mundo acabase el 30 de agosto y antes de morir fuese imprescindible saber quiénes eran y qué fue de Los Suicidas.

Llegados a cierto punto, la investigación da un vuelco inesperado. Los cuatro documentalistas han de reaccionar ágilmente. Tomar una decisión en fracciones de segundo que les llevará al fin del mundo. Será allí donde acabará la historia para ellos. Donde perderán el rastro de Los Suicidas. Donde a pesar de su insistencia deberán renunciar a encontrar el testimonio definitivo que les hubiese abierto las puertas de la verdad.

En el fin del mundo había llegado el momento de hacer marcha atrás. De volver con lo puesto. De creer lo contado porlas segundas voces que hablaron de Los Suicidas en tercera persona del plural y de volver a casa. A la península ibérica.

Capítulo 1. Valencia. Una ciudad no tan tranquila.

Una de las cosas más interesantes que se esconde tras una investigación es que siempre encuentras resultados con los que no contabas.

Cuando, allá por el mes de mayo de 2007, encontré en mi casa, olvidada por una amiga, una cinta de los Suicidas, no podía imaginar dónde me iba a llevar aquel hallazgo.

Como músico que soy, el impacto que sufrí al oír las canciones de la cinta me llevó a marcar casi inconscientemente el teléfono de Àlex y a decirle: escucha esto tío, es la bomba. Después hice lo mismo con Landete. Ambos son también músicos. Impresionados me dijeron que teníamos que hacer algo para conocer más sobre aquella banda. Lo primero que me preguntaron fue que de dónde eran. Les dije que no lo sabía, que una amiga uruguaya se había dejado en mi casa la cinta el domingo por la mañana. Quedamos en reunirnos en casa de Dani. Sede de la productora Barret Films, la que nos hace los videos musicales, y punto de encuentro y confluencia del colectivo al que pertenecemos.

Dani no pudo evitar oír la historia. Estábamos en su casa. Nos dijo: me interesa lo que estáis contando, creo que ahí hay un documental.

Perfecto. Ya lo teníamos. Haríamos de la búsqueda de los Suicidas un documental en tiempo real. Para llegar a la esencia de nuestra búsquedatendríamos que cruzar el charco, sin duda.

Nuestros conocimientos sobre la escena musical rioplatense actual eran casi nulos. Mi amiga había desaparecido y no había forma de encontrarla. La cinta era una copia pirata. El nombre de la banda escrito con rotulador. Lo primero que pensamos fue ponernos en contacto con los críticos musicales de la ciudad de Valencia: Eduardo Guillot y Rafa Cervera. También conocíamos a una banda compuesta por, entre otros, tres argentinos, Mégaphone ou la Mort. Y por último, yo sabía que Hall of Fame, la discográfica de Luis González (Caballero Reynaldo), importaba discos publicados en Argentina. Quizás alguno de ellos supiese algo. Cámara al hombro, empezamos entrevistando a Guillot.

Guillot, para nuestra sorpresa, tenía un lazo muy especial con Montevideo. Guillot además de crítico musical, tiene el otro pie anclado en el mundo del cine. Ha realizado un par de cortos y algunos trabajos para televisión. Le hicimos escuchar la cinta de Los Suicidas. A él no le sonaban. Sí que nos pudo decir que creía que debían ser argentinos o uruguayos, pero, no los había oído nunca antes. Sin embargo, la tertulia con él fue muy interesante.

Gracias a su relación con los directores de cine Uruguayo de 25 Watts yWhisky, y con el director argentino Ezequiel Acuña, todos ellos realizadores muy vinculados con sus respectivas escenas musicales independientes, Guillot estaba muy enterado de lo que por allí sucedía.

Ezequiel Acuña había contado para una de sus películas con la banda Mi Pequeña Muerte de Buenos Aires. Guillot nos dijo que sin duda él nos podría ayudar a contactar con la banda una vez en argentina. También nos dijo que les preguntásemos a ellos sobre Los Suicidas.

Por otra parte, Pablo Stoll, uno de los directores de 25 WATTS, había sido el realizador de un video musical de los Astroboy. Apuntamos el nombre del grupo en nuestra agenda.

Un par de días después de la entrevista, Guillot me mandó un mail con los contactos de todos ellos.

Fue Guillot quien nos habló por primera vez de La Ronda. Centro neurálgico de la música independiente montevideana. Regentada por el enigmático Felipe Reyes (más tarde nos enteramos de que, entre otras cosas, para animar el cotarro, monta, anualmente, conciertos en el único tren que funciona en Uruguay y que no va a ninguna parte. El recorrido es una fiesta constante salpicada de actuaciones en vivo). Guillot sentenció: si vais a Montevideo en busca de Los Suicidas tenéis que pasar por La Ronda. Si hay alguien que los conozca seguro que está allí.

Estábamos a punto de dar por terminada la entrevista cuando Guillot cayó en la cuenta de algo que también fue muy importante para el desarrollo del documental: Esteban Hirschfeld, miembro de los míticos Mockers uruguayos, vivía en Valencia desde principios de los 80s. Ya teníamos alguien más a quien entrevistar. Quizás nos pudiese dar alguna pista para seguir nuestra investigación.

El siguiente paso fue contactar con Rafa Cervera. Quedamos con él una tarde en el Trina, cafetería conocida por servir comidas hasta altas horas de la madrugada.

Había escuchado la cinta pero tampoco conocía al grupo. Nos remitió a Esteban Leivas, otro uruguayo que huyendo de la dictadura de su país en los años setenta, se instaló en España. En los 80s recaló en Valencia y fue partícipe del nacimiento y lanzamiento de Glamour. Una banda valenciana que abrió vías de comunicación con Madrid para toda la nueva hornada de grupos independientes valencianos de lo 80s.

Esteban Leivas nos estuvo hablando de la historia del Rock uruguayo. Nos habló de dos libros editados que hablaban del tema(—). Para nuestra sorpresa en ninguno de ellos comentaban la existencia de los Suicidas. Empezamos a dudar de que aquel grupo hubiese llegado a existir.

Leivas, antes de irnos, nos dio los contactos de los críticos y amigos que habían escrito los libros (Macunaima, Gabriel Peveroni y Fernando Peláez) por si una vez en Montevideo queríamos hablar con ellos de viva voz sobre el tema.

Salimos algo desanimados del encuentro ya que, un agitador de la escena Montevideana como Leivas, programador de radio y televisión a finales de los 60s, no había podido decirnos nada sobre el grupo al que le seguíamos la pista.

Al día siguiente teníamos programadas dos entrevistas. Una era con Esteban Hirschfeld de los legendarios Mockers uruguayos. Un grupo que ha visto resurgir su leyenda gracias al homenaje que los directores de 25 Watts les rindieron en su film.

Esteban en los estudios de grabación LA SALA, de Valencia, donde tiene montado su propio estudio de grabación, nos estuvo mostrando el dossier de prensa donde iba guardando todos los recortes que certificaban este resurgir.

Se puede decir que, a partir de 25 Watts, los Mockers han vuelto a nacer. Gracias a ello Esteban decidió montar un proyecto en el que junto a los nuevos temas de la banda (todos los miembros de la formación original están vivos menos el batería), una serie de bandas argentinas, montevideanas y españolas grabarán versiones de los Mockers en sus respectivos estilos para completar el disco.

Estuvimos escuchando en el estudio de Esteban el tema 25 WATTS, con el cual ha pretendido, como muestra de agradecimiento, rendir homenaje a la película del mismo nombre

Le hablamos de Los Suicidas de pasada y, paradójicamente, Esteban tampoco los conocía. Más tarde entenderíamos por qué.

Al estar metido en el proyecto del nuevo disco de los Mockers nos habló de grupos con los que sería interesante que contactásemos: Valle de muñecas de Buenos Aires y Silverados y Astroboy de Montevideo, entre otros. Astroboy irrumpió hacia el 2003 en la escena Montevideana del nuevo siglo con la etiqueta de la nueva esperanza del Rock uruguayo. Como los herederos de los Mockers. Pero, esta herencia directa, como vimos cuando llegamos a Montevideo, no son los únicos que se la asignan. Grupos como Silverados, Motosierra o La Hermana Menor, se reconocen también legítimos herederos de aquella mítica banda.

La otra entrevista que realizamos aquel día de julio del 2007, fue a Luis González. Dueño de la discográfica Hall of Fame Records y líder de la banda Caballero Reynaldo.

A Luis González, su trabajo con su discográfica, le ha llevado a embarcarse en multitud de proyectos arriesgados. Su visión de la música le hace ser un bicho raro y su catálogo se caracteriza por una predilección por el pop bizarro.

Fruto de esta filosofía de vida, y a través de su discográfica, además de importar en España discos de bandas argentinas como Pescado Rabioso, es conocido por publicar tributos a Zappa.

Esta obsesiva afición por el creador norteamericano le llevó hace años a formar parte de una lista de distribución Zappiana.

Luis no conocía a Los Suicidas. Tampoco él había oído hablar de ellos. Pero gracias a la lista de distribución nos dio el contacto de un par de personas, una uruguaya y otra argentina, que quizás nos pudiesen decir algo sobre ellos.

El uruguayo es Andrés Mastrangelo. Un músico que hace música electroacústica y que mezcla la canción popular uruguaya, en especial el candombe, con las nuevas tendencias. Vive en Minas.

El argentino es Fabián Spampinatto. Locutor de radio que vive en Mar de Plata. Conocido por llevar a cabo proyectos colectivos. El último, un triple disco homenaje a Spinetta. En él participaron músicos argentinos, uruguayos y españoles.

Como decía, Luis no conocía a Los Suicidas, pero sí que nos facilitó otro de los contactos determinantes a la hora de movernos por Montevideo y proseguir nuestra investigación: Nico Molina. De él hablaremos más adelante.

Que hoy en día internet facilita las cosas es algo que ya nadie se cuestiona. En este proyecto la utilidad de esta nueva herramienta fue crucial. Hasta que nos fuimos al Rio de la Plata, estuvimos intercambiando mails con Esteban Hirschfeld. En ellos él iba mandándonos nuevas informaciones y contactos que una vez del otro lado del Atlántico nos fueron de gran utilidad. También manteníamos contacto con Guillot y con Luis González. Poco a poco íbamos contactando con todos los grupos que nos habían mencionado. Íbamos preparando el esquema mental sobre el cual nos moveríamos una vez estuviésemos allí. Siempre y cuando encontrásemos, antes de comprar los billetes, un testimonio que nos diese el empujón definitivo.

En cualquier caso, muy a pesar nuestro, no llevábamos un plan preconcebido. No podíamos, a priori no queríamos concretar nada. Sólo queríamos oler las pistas. Intuir cuales eran los caminos por los que podían haber transitado Los Suicidas. Nos guiamos por actitudes y propuestas musicales que les atribuimos como afines, dejando otras que sentíamos que les eran más distantes. No sabíamos si la banda existía, pero, su música ya nos decía mucho.

Todo esto sucedió a lo largo del mes de Julio de 2007.

Por aquellas fechas hice, con mi banda, Las Potencias del Este, un último concierto para cerrar la temporada. Como final de fiesta, nos habíamos juntado con otras dos bandas de la ciudad. Nuestro nexo era y es, que cantamos en francés. Decidimos montar una fiesta. La llamamos French Connection.

Resultó ser todo un éxito y se creó un buen clima entre las bandas.

Una de ellas era Kruchenko. La otra Mégaphone ou la Mort.

Al final de los conciertos caí en la cuenta de que tres de los componentes de los Mégaphone eran argentinos. Con el trompetista hablé esa misma noche. Le conté a grandes trazos la historia de Los Suicidas y me dijo que no los conocía. También me dijo que él a mitad de los noventa había tocado con un músico llamado Pablo Dacal. Me dijo que me enviaría un mail con su contacto y que concretase una cita con él para hablar sobre el tema si al final nos decidíamos a ir para Argentina.

Esa misma noche me acerqué a Sergio y a Diego, el baterista y uno de los guitarristas de los Mégaphone. Les conté la misma historia. Ellos sí que conocían a la banda. Di un salto de alegría. Les dije, no me contéis más. Quedamos un día de la semana que viene y os hacemos una entrevista para el documental, les dije.

Los Mégaphone ou la Mort son una banda con una plantilla multinacional. Como he comentado tres de sus miembros son argentinos y el cantante, John, es medio inglés, medio francés. Los demás miembros son valencianos.

Compramos unas cervezas y quedamos en una plazoleta del barrio del Carmen. Les preguntamos sobre Los Suicidas.

Eran una banda del under bonaerense de principios de los setenta. No estaba claro si todos sus componentes o alguno de ellos eran argentinos. Pensaban que eran argentinos o uruguayos aunque también apuntaron que era posible que alguno de ellos fuese mexicano.

Se caracterizaban por tener un sonido crudo y sucio que se adelantó a su tiempo. Oírlos era como ser testigos del nacimiento de protopunk. Muy poca gente los conoció, pero, tenían una legión de fans incondicionales que les seguían a todos partes y que compraban todos sus discos. Para aquella época vender 1000 discos era un logro importante y ellos lo conseguían. Pero en realidad eran una banda de directo. Era sobre el escenario donde la bestia tomaba forma y se engrandecía hasta volver loco al público. Decían que mientras los guitarristas el baterista aguataban el tipo, el bajista y cantante arengaba a los fans hasta que éstos presos de una total demencia subían al escenario y lo sepultaban literalmente. Sorprendentemente, en estas circunstancias, el bajo seguía sonando. Y siempre había alguien que le acercaba el micro al bajista-cantante sepultado. Su voz sonaba. La gente se volvía loca.

Cuando acabaron de contarnos lo que sabían, Diego y Sergio, nos dieron también algunos contactos en Buenos Aires. Músicos que como ellos habían mamado de la influencia subterránea de Los Suicidas. Especialmente nos recomendaron que hablásemos con Chris Brush. A los pocos días recibí un mail de Sergio con el contacto de Chris.

Por fin teníamos algo. Por fin sabíamos que Los Suicidas habían existido y que no eran una alucinación nuestra. Era la historia que necesitábamos saber para decidirnos definitivamente a comprarnos los billetes y empezar a preparar el viaje. Cuando los Mégaphone se fueron nos miramos los cuatro. Estábamos radiantes. Teníamos el dato definitivo. Hubo un momento de silencio. Entonces Dani abrió la boca y dijo: pero, cómo estamos seguros de que lo que nos han dicho Diego y Sergio es cierto. ¿Cómo podemos estar seguros?

No podíamos. No había forma de estar seguros. Teníamos que creerlos. O sí, o sí. Teníamos que ir hacia delante. Si era necesario nos estrellaríamos al otro lado del Atlántico. Nos miramos. Estaba decidido. Nos iríamos el 10 de agosto. Empezaríamos nuestra investigación por Buenos Aires.

Esto fue así porque cuando empezamos a poner en orden toda la información que habíamos acumulado, al intentar planificarnos, la primera persona con la que pude contactar fue Pablo Dacal.

Esteban, el trompetista de Mégaphone ou la Mort, me había mandado por mail la dirección de Pablo Dacal. Lo contacté y me contestó que si llegábamos el día 10 de agosto estaría bien que fuésemos a verlo tocar. Esa misma noche tenía montado un concierto en un local llamado Plasma.

Capítulo 2. Buenos Aires. La Megalópolis trepidante.

Llegamos a Buenos Aires el 10 de agosto a las 18h30 de la tarde.

Agarramos un taxi a las 20h00. El concierto de Pablo era a las 22h. Llegamos al hostal casia las 21h. Dejamos las maletasen la habitación y nos fuimos a la sala de conciertos. Ésta resultó no estar demasiado lejos de nuestro albergue, en la calle Piedras 1856. Nosotros estábamos en el 846. Era un local de pequeño aforo. Tenía dos plantas, la de abajo también estaba acondicionada para dar conciertos acústicos.

Pablo y los otros dos músicos con lo que tocaba aquella noche, nos esperaban arriba. En un pequeño cuarto acondicionado como camerino, al lado del escenario. Nos presentó a Pablo De Caro (del grupo Mataplantas) y a Nacho Rodríguez (del grupo Doris). Sacamos la cámara y estuvimos charlando sobre la escena musical bonaerense. Sobre el porqué de aquella reunión de músicos de diferentes bandas en un concierto conjunto. Sobre cómo en el underground se estaba produciendo un intercambio de experiencias. Una voluntad de querer conocer qué era lo que esta haciendo el otro. La curiosidad te hace llamar a tantas puertas como podás, decían. Lo que te encuentras detrás siempre suele estar bueno. Nos comentaron que todos ellos eran músicos que, a pesar de no llegar a los treinta, llevaban tiempo en este musiqueando. Varios discos a sus espaldas, infinidad de conciertos. Nos comentaron que, cada cual, con sus respectivas bandas, autoeditaban sus discos a través sus propios sellos. Cuando acabamos con la charla. Les comentamos la razón por la que habíamos viajado a Buenos Aires. Ni Pablo Dacal, ni los otros músicos habían oído hablar de Los Suicidas. Nacho Rodríguez, se quedó pensativo. Al final nos dijo, mañana yo toco en una galería de arte, tengo otra banda que se llama Onda Vaga. La galería de arte lleva años siendo un punto de encuentro de artistas. Venid mañana. Os presentaré a los dueños. Les preguntaremos sobre Los Suicidas.

Nos quedamos a ver el concierto. Los tres músicos convergían en un estilo muy personal. Las letras eran el pilar sobre el que se asentaban sus composiciones. Aquello era como un ejercicio, tres cantantes cantando canciones propias a tres voces. Jugando con las melodías, las segundas voces, los arreglos de las guitarras españolas y acústicas. En la sala no habría más de treinta personas sentadas en sus respectivas mesas. Los camareros servían bebidas y empanadas. Cuando empezaba una nueva canción, no se oía ni el más mínimo murmullo. En estas condiciones, la amplificación era casi innecesaria.

Nos gustó tanto la propuesta que decidimos grabar algunos temas.

No habíamos cenado. Nuestra primera cena en Buenos Aires fueron unas empanadas de carne con cerveza.

Al acabar el concierto felicitamos a los músicos.

Había sido un gran concierto. Nos comentaron que no llevaban mucho tiempo ensayando juntos. Nos contestó Nacho de Caro. Le preguntamos si tenía pensado hacer algún concierto con su otro grupo, Mataplantas. Nos dijo que precisamente el lunes por la noche tocaba en Montevideo. Teníamos pensado viajar a Montevideo el martes, pero al saber esto decidimos adelantar el viaje al lunes. Era un intercambio entre bandas argentinas y bandas uruguayas en la Sala Zitarrosa. A pesar de que no teníamos el contacto de esa otra banda, se llamaba Boomerang, nos interesaba conocerla y entrevistarla. No podíamos dejar pasar la oportunidad de encontrar algún rastro de Los Suicidas. Lo que no sabíamos en ese momentoera que, por motivos de causa mayor, nos iba a ser imposible asistir a ese concierto.

El sábado 11 de agosto, tal y como habíamos quedado con Nacho Rodríguez, fuimosa la Galería de Arte Tosto, a verlo actuar.

La galería de arte era más bien un espacio multidisciplinar donde confluían unos talleres de pintura y cerámica, una librería y una disquería. Es un espacio donde se montan exposiciones, conciertos, e incluso se dan cursos de expresión corporal y análisis político.

El concierto de Onda Vaga fue muy instructivo. La formación estaba compuesta por cinco miembros. Todos ellos cantaban consiguiendo un efecto coral envolvente. Tocaban un par de guitarras españolas, un cajón, un trombón y un ukele.

Cuando el concierto empezó, la gente se sentó alrededor de ellos. Una a una, los músicos fueron desgranando las canciones de su repertorio. Su estilo, acústico, se acercaba, a través de ritmos tribales y sincopados, al folk argentino en su vertiente más pop. Con unas letras que rozaban el realismo mágico. Acabaron haciendo una versión de Calamaro.

Hablamos con Nacho Rodríguez. Ahondamos en la cuestión de que nos explicase de dónde surgía esa necesidad de mezclarse entre grupos, propuestas y proyectos. Nos habló de supervivencia y de aprendizaje. De experimentar y de crecer. Le volvimos a preguntar sobre Los Suicidas. Volvió a decirnos que no había oído hablar de la banda. Algo que no nos extrañó ya que su estilo se distanciaba mucho del protopunk. Nos presentó a los dueños de la Galería Tosto. Nos explicaron cómo había nacido la galería y cómo, poco a poco, su propuesta había ido captando adeptos que acudían a los eventos que montaban. Ya fuesen actuaciones, exposiciones, o talleres. Todo realizado desde una perspectiva alejada de los cauces normales del mercado. Manteniendo la independencia y la coherencia creativa. Buscando la calidad por encima de la cuestión puramente mercantil. Enmarcándose dentro de una filosofía vital arriesgada, emprendedora y aventurera. Nos gustó. Pensamos que aquella debía ser la filosofía de vida de Los Suicidas. Pero nos decepcionamos cuando nos dijeron que no sabían nada de ellos. Y que además la galería se había abierto en los 90s y, según les habíamos contado, Los Suicidas, existieron como banda a principios de los setenta. Había un desfase temporal importante. Habíamos exprimido una pista que nos había llevado a ningún sitio. Al día siguiente teníamos concretada una entrevista con Ezequiel Acuña. Guardábamos la esperanza de que él pudiese decirnos algo.

El domingo por la tarde Ezequiel Acuña vino a buscarnos al hostal. En la calle Piedras. En pleno barrio de San Telmo. Quería llevarnos a un local de conciertos llamado El Nacional. Cuando llegamos aún era pronto y decidimos buscar un bar donde poder comer algo. La noche anterior nos habían recomendado que nos pasásemos por la calle Niceto si queríamos conocer la noche bonaerense en pleno apogeo. Como era de esperar cuando llegamos al albergue estaba amaneciendo. Más adelante volveríamos a perdernos en los locales de la calle Niceto acompañados por Chris Brush. A las 18h estábamos comenzando a comer en el Bar Mi Tío. En la calle Pendiente. Empanadas, pizzas, cervezas, algo de carne empanada y una ensaladita.

Landete, gran conocedor del mundo del cine, conocía ya a Ezequiel. Había visto todas sus películas y había coincidido con él en el Festival de Cine de Xixon. Durante la comida nos estuvo contando como habían funcionado sus películas Como un avión estrellado y Nadar solo.

Mientras comíamos oímos en la calle un follón de tambores. Resultó ser un pasacalle. Los domingos la calle Pendientes se corta y se convierte en peatonal. A cierta hora un grupo de percusionistas y bailarines pasean por la calle contagiando su ritmo a los transeúntes. Muchos de ellos acaban por sumarse al desfile y recorren así el barrio de San Telmo. En un momento dado Dani me dijo, mira el cuadro de la pared. El cuadro era precisamente una representación del desfile que estábamos viendo en tiempo real por la ventana que daba a la calle.

Cuando acabamos de comer, aún nos quedaba algo de tiempo hasta que abriesen El Nacional. Decidimos pasear por el Barrio.

La calle, además de bullir de gente,estaba repleta de músicos callejeros. Cada veinte o treinta metros había uno. Cada uno con un estilo diferente. Yendo de lo clásico a lo popular. Pasando por el tango y llegando al folk. Definitivamente, había un estilo que resultaba familiar. Un estilo, marca de la casa, que combinaba los cantos corales con los ritmos sincopados y las letras elaboradas. Contaban historias cotidianas, a veces desde una perspectiva surrealista y en muchos casos cargadas de ironía y de sarcasmo. En Montevideo también nos topamos con este estilo que reconocía sus raíces en la música tradicional de candombe y carnavalesca.

A las 20h abrieron El Nacional. Cuando llegamos nos enteramos de que aquella tarde actuaba Aldo Benítez. Un músico que nos recordó a Astrud en su puesta en escena. Musicalmente combinaba la electrónica con arreglos de guitarra oscuros más cercanos de los Joy Division que de la alegría irónica de los españoles.

Antes de que empezase el concierto entrevistamos a Ezequiel. El local era acogedor. Estaba en un primer piso. Las luces rojas lo bañaban todo y le daban un aire íntimo y cálido. Pedimos unas botellas de vino y comenzamos con la charla.

A Ezequiel, Los Suicidas le sonaban. Es más los había oído. Había llegado a escuchar un par de canciones, en casa de un colega, del único disco que sacaron. Esto fue un punto que nos aclaró. Los Suicidas, que él supiese, sólo habían llegado a sacar un disco. Y además, si no recordaba mal lo habían tenido que grabar en Montevideo. No recordaba el estudio, pero nos dijo que nos bastaría con buscar, si había logrado sobrevivir a la crisis, un estudio que estuviese en funcionamiento desde, como mínimo, los años sesenta.

También nos comentó que debíamos hablar con Mi Pequeña Muerte, grupo que había participado en su película Como un avión estrellado. Y con Santiago Pedrero. Santiago Pedrero ha coprotagonizado las dos películas de Ezequiel Acuña.

Con la mano nos hizo seña de que nos acercásemos. Buscaba algo más de intimidad en la conversación. Lo que tenía que decirnos era importante. Normalmente, nos dijo, no suelo contar lo que os voy a contar. De hecho os lo cuento aún a riesgo de que Santiago se enfade. Pero creo que debéis saberlo. Yo mediaré por vosotros con Santiago para que se abra y os cuente todo lo que sabe sobre uno de los miembros de Los Suicidas. Pero debéis entrarle con cuidado. De todas formas, yo allanaré el camino. Os lo serviré en bandeja. Si lo pilláis con buen pie él os podrá resolver uno de los cuatro puntos del enigma.

Estábamos con los orejas bien abiertas, dispuestos a grabar, a escuchar y a tomar nota de lo que nos iba a decir. Se quedó callado. Nosotros lo mirábamos expectantes. Finalmente, cuando abrió la boca dijo: mejor hablo primero con Santiago. No quiero meter la pata. Cuando me de el visto bueno os concierto una entrevista con él y que os cuente todo lo que sabe. Mientras tanto prefiero callarme.

Lo miramos sorprendidos, pero supimos enseguida que si queríamos sacar algo, mejor debíamos hacerlo a su manera. Seguimos charlando de lo mucho que le impactaron las canciones de Los Suicidas cuando las oyó por primera vez y de su nueva película.

El concierto de Aldo estaba a punto de empezar. Se apagaron las luces y la música invadió la sala.

Una vez acabado el concierto subió una mujer al escenario. Vendía empanadas y pastelillos. Era más de media noche y volvíamos a tener hambre. Ezequiel nos dijo que se iba. Le dijimos que se acordase de concretar la entrevista. Nos dijo que no nos preocupásemos, que seguro, que no habría problema, pero que tenía que hacerse bien. Quedamos en que nos mandaría un mail con la confirmación y el número de teléfono de Santiago. Acabamos de comer hacia la una. Aún estuvimos un rato tomando copas y comentando algunas cuestiones que debíamos dejar claras para el día siguiente. Teníamos que levantarnos pronto para tomar el ferry que nos llevaría a Montevideo.

Una vez llegamos al hostal, nos pusimos a pasar los audios al disco duro, a cargar las baterías de las cámaras y a organizar las cintas. Esto se convirtió en el ritual nocturno. Llegáramos a la hora que llegáramos teníamos que dejarlo todo preparado para que estuviese listo para la mañana siguiente. Y a la mañana siguiente nos esperaba una buena sorpresa.

No, no pudimos llegar al concierto de Mataplantas del lunes por la noche en Montevideo. Tampoco pudimos conocer a la banda Boomerang. Ni conocer a Mansa, cantante y líder de la banda Valle de muñecas, que aquella noche hacía de sonidista.

Nos despertamos y preparamos las mochilas que nos íbamos a llevar a Montevideo. Íbamos a dejar parte de nuestro equipaje en el hostal para ir más ligeros.

Para llegar al puerto no tuvimos más remedio que agarrar un taxi. Habíamos calculado mal la distancia y a mitad camino, andando por una gran avenida, saturada de tráfico y especialmente contaminada, decidimos que, si queríamos llegar a tiempo, sería mejor que nos llevase un taxi.

Llegamos al puerto y nos dirigimos a comprar los billetes. El Ferry salía a las 14h y aunque habíamos llegado con una hora y media de antelación daba la impresión de que de allí no salían barcos. Tras esperar un buen rato haciendo cola, pudimos saber la razón. Una neblina cubría el río de la Plata. Se había instalado sobre el estuario con el nacimiento del día. La prefectura había prohibido la circulación fluvial hasta nueva orden.

En ese momento empezó un pequeño infierno para nosotros.

Nuestro viaje estaba limitado en el tiempo. Necesitamos de todas las horas y minutos disponibles hasta el día de nuestra vuelta, el día 30 de agosto, para intentar recopilar el máximo de información sobre Los Suicidas. No podíamos permitirnos el lujo de quedarnos un día sin hacer nada esperando a que la neblina y lluvia lateral desapareciesen. Teníamos que llegar hasta Montevideo y que Nacho De Caro nos presentase al grupo con el que habían negociado el intercambio musical en Montevideo, los Boomerang. Era lo siguiente que teníamos planificado hacer y debíamos conseguirlo.

Lo primero que pensamos para llegar hasta la otra costa del río de la Plata fue ir a la estación de autobuses.

Inocentemente pretendíamos poder llegar a Montevideo en 5 ó seis horas, ya que la ciudad no está a más de 300 km de Buenos Aires. Cuando preguntamos nos dijeron que los autobuses no salían hasta las 21h30, eran las 14h, y que el viaje duraba aproximadamente 10h. La razón: la crisis de la Industria papelera entre Uruguay y Argentina. Uruguay quiere montar en las costas del Río de la Plata una papelera. Argentina tiene en funcionamiento unas cuantas. Los activistas ecologistas argentinos, en su oposición a este proyecto, han cortado uno de los puentes que unen ambos países. El que hace que el trayecto sea más corto. Esta es la explicación de que el viaje sea tan largo. Para llegar hasta Uruguay por carretera se tiene que cruzar un puente que está mucho más allá y que convierte un viajede cuatro horas en una odisea.

Tras fracasar en nuestra tentativa de viaje terrestre, decidimos que debíamos intentar cruzar el río de la Plata por aire. Fuimos al aeropuerto. De nuevo en taxi.

El trayecto hasta el aeropuerto nos impactó. El taxista nos llevó por una zona muy deprimida. Una zona medio industrial. Decadente. Detrás de una estación de ferrocarriles. La gente vivía en chabolas o en casas de construcción de adobe, detrás de las vías del tren. Asaban carne. La vendían a los habitantes de las chabolas. Dentro del taxi todos estábamos alerta, luego lo reconocimos, en ese momento sólo lo pensábamos, que los cuatro estábamos dispuestos a asaltar al taxista en caso de que hubiese hecho una maniobra sospechosa.

Una vez sobrepasada la barriada, la cual a pesar de la suciedad y la pobreza era amplia, la gente no vivía hacinada, si no que vivía simplemente en condiciones infrahumanas, llegamos a una carretera que bordeaba el río y que nos llevaba hacia el aeropuerto. El río seguía cubierto de una neblina espesa que impedía ver más allá de un metro. A ello se le había sumado una lluvia lateral que complicaba la situación climatológica. El estado de las cosas no presentaba visos de mejorar. Nuestra esperanza de poder volar hasta Montevideo antes de que llegara la noche perdía consistencia. Aún así, cuando entramos en el aeropuerto pusimos la maquinaria del grupo en marcha para conocer la situación y aclarar si existían aún posibilidades de tomar un vuelo.

En un principio las noticias no eran halagüeñas. Nos dijeron que todos los vuelos estaban cancelados. Pero, a fuerza de insistir al final nos hicimos con un billete de Aerolíneas Argentinas para volar a las 18h. No nos lo podíamos creer, al final podríamos volar. Subimos a la cafetería hasta la hora de facturación y comimos algo. Pero, a la media hora oímos por los altavoces el anuncio de la cancelación de nuestro vuelo. Bajamos corriendo a protestar y a ver si nos daban alojamiento para la noche y nos garantizaban un vuelo al día siguiente. Finalmente nos dijeron que aún existía la posibilidad de volar a las 21h30 con una compañía de bajo coste. Para ello teníamos que convalidar nuestro vuelo con dicha compañía. Al final conseguimos hacer la operación y volvimos a la cafetería. Un poco antes de la hora de embarque facturamos los equipajes. Después pasamos a la cafetería de las salas de embarque y decidimos tomarnos unos cuantos tragos para celebrar que finalmente sí que podríamos viajar aquella noche a Montevideo. Habíamos empezado las celebraciones demasiado pronto.

A las 21h15, anunciaron la cancelación del vuelo que debíamos tomar.

A partir de es momento el lograr que aquella noche la compañía nos pagase un hotel y que nos garantizase un vuelo al día siguiente se convirtió en una auténtica odisea. Por un lado a las 22h las ventanillas de Aerolíneas Argentinas cerraban de cara al público. Por otro lado debíamos conseguir que nos canjeasen los billetes de la compañía de bajo coste por los billetes que originalmente eran de Aerolíneas, si no, no nos daban alojamiento. A las 21h55 aún estábamos en una cola para conseguir el canje. Por suerte nos dividimos y mientras unos conseguían que la ventanilla de atención al público de Aerolíneas aguantara hasta que llegasen los viajeros de nuestro vuelo, los otros conseguían que la compañía de bajo coste nos canjease los billetes justo a las 22h.

A las 22h30 estábamos los cuatro subidos en un microbús junto a unos cuantos pasajeros más. Nos llevaron a un hotel que la empresa tenía concertado en la población de Quilmes. Nos gustó el nombre del pueblo ya que era el nombre de la cerveza que bebíamos en Buenos Aires.

En el hotel nos dieron dos habitaciones y antes de ir a cenar ya habíamos asaltado la mitad del minibar. Necesitábamos calmar los nervios del día.

En la cena logramos relajarnos completamente. Charlar de lo que nos había pasado e intentar replantear la marcha de los siguientes días en Montevideo.

Cuando volvimos al hotel seguimos dando cuenta de las existencias del minibar y nos dedicamos a intercambiar la decoración de las habitaciones con la del pasillo. Todo esto porque nos dimos cuenta de que los cuadros del pasillo quedaban mucho mejor en las habitaciones y viceversa

Nos dormíamos a las 3h. A las 8h teníamos que levantarnos.

Nos despertaron para desayunar. Y el desayuno fue opíparo.

Fue entonces cuando algunos de nosotros descubrimos el mate.

Habíamos avisado la noche anterior para que un taxi pasase para llevarnos hasta el aeropuerto. Supuestamente una vez en el aeropuerto la compañía nos reembolsaría el coste. Supusimos mal. Antes de subirnos al taxi, nos llamaron de recepción. Teníamos que pagar las consumiciones del minibar. La neblina nos estaba costando un ojo de la cara. La climatología se había puesto en nuestra contra. Cuando salimos a la calle miramos al cielo. Parecía despejado. Ni la más mínima señal de la existencia de neblina o lluvia lateral alguna. Se había conjurado la providencia para impedirnos llegar a Montevideo. No. Aquella misma mañana tomamos un avión. En media hora aterrizamos en la capital uruguaya. Cuando llegamos, a pesar de que nos habían dicho estar viviendo uno de los inviernos más crudos de los últimos tiempos, la temperatura rozaba los treinta grados.

Agarramos un colectivo que nos dejó a cinco minutos de la plaza de la Independencia. Nuestro hostal estaba allí. Por fin estábamos en Uruguay. Nicolás Molina nos esperaba. A las 15h habíamos quedado con él.

Capítulo 3. Montevideo mon amour.

En cuanto llegamos a Montevideo supimos que la conexión con aquella ciudad iba a ser inevitable. Frente al mastodóntico Buenos Aires, Montevideo es una ciudad más tranquila, manejable, menos agresiva. Buenos Aires te engulle, te arrastra, te intimida. Montevideo te invita a pasear por sus calles como si estuvieses siempre cerca del centro. El centro histórico, colmado por la plaza de la Independencia, y el Palacio Salvo, se sitúa sobre un apéndice terrestre que invade las aguas del Río de La Plata. Una pequeña península elevada que te permite, situándote en algunas de sus calles transversales, ver el río a ambos lados.

Desde Buenos Aires habíamos reservado una habitación en un hostal de juventud. Un edificio antiguo y en reformas en la plaza de la Independencia. Nada más llegar nos pusimos a preparar todo el material para seguir con la búsqueda. Desde Valencia habíamos contactado con varias personas y ya en Buenos Aires habíamos hecho algunas llamadas para que nos tuviesen presentes de cara a nuestro desembarco en la capital Uruguaya. Mientras Dani, Alex y Landete ponían a punto el equipo de grabación, yo llamaba y mandaba mails a nuestros contactos: Gabriel Peveroni, Nicolás Molina y Paco, el guitarrista del grupo musical Astroboy.

Ya se estaba haciendo la hora de comer y necesitábamos encontrar algún lugar donde reponer fuerzas. Estábamos pendientes de que Nico Molina nos mandase un sms anunciándonos su llegada al hostal. Fue Luis González quien nos había puesto en contacto con él y a la postre se convirtió en un elemento importantísimo para desarrollar nuestra investigación al máximo. Cuando lo recibimos acabábamos de sentarnos en una terraza, no muy lejana de nuestro alojamiento, y nos disponíamos a comer. Me levanté y fui a por él.

A lo lejos, en el portal del hostal vi a un chico joven y espigado. Era Nico. Le hice una señal, me acerqué hasta él, le tendí la mano y nos saludamos. Fuimos charlando hasta la terraza donde los demás nos esperaban. Mientras comíamos comenzamos con la entrevista.

Le hablamos de Los Suicidas y de la búsqueda que estábamos llevando a cabo. Tras la descripción que le hicimos del grupo, a grandes trazos, nos estuvo poniendo en situación en lo que se refería a la actual evolución del rock independiente uruguayo. Nos habló de bandas que a los que Los Suicidas podían haber influenciado: Los Terapeutas, La Hermana Menor, Astroboy, Andy Adler, Motosierra, Silverados. Nos habló de bandas históricas como los Mockers o los Shakers y de bandas consagradas como la Vela Puerca o No te va Gustar. Y, reflexionando un poco más, nos habló de Renée Pietrafesa Bonnet. Nos mostramos muy interesados por ella. Nico nos dijo que era una mujer madura, llena de vitalidad, de formación clásica, muy versada en lo experimental y, en este momento, trabajando el campo de la música electroacústica. Nos miramos y le dijimosque nos gustaría conocerla y entrevistarla. A él no le sonaba que Renée le hubiese hablado nunca de un posible contacto con Los Suicidas, pero preferimos aclararlo de primera mano y le dijimos que por favor concertase una cita con ella para el día siguiente.

Habíamos acabado la comida y estábamos con los cafés y los tés cuando Nico recordó algo más. Andrés, Andrés Mastrangelo puede que sepa algo sobre los Suicidas. Sí, era cierto. También había sido Luis González, capo de la discográfica Hall Of Fame, quien nos había hablado de él en Valencia. Andrés vivía en Minas. Una ciudad interior a unos cien kilómetros de Montevideo. Tendríamos que ir a visitarlo.

Nico tenía que atender algunos asuntos y nos despedimos hasta unas horas más tarde. Nos dio el tiempo justo para darnos una ducha, mandar algunos mails y descansar un rato antes de que volviese a por nosotros y de que nos llevara al Cheese Cake.

Sí, cuando llegamos a Montevideo nos llevamos una pequeña desilusión, La Ronda, el local regentado por Felipe Reyes, estaba cerrada. Felipe había abierto un local justo al lado llamado Cheese Cake. También estaba inmerso en la puesta a punto de un local mucho más grande, a dos calles de la antigua Ronda, llamado La Nueva Ronda.

Queríamos empezar con las entrevistas aquella misma tarde. Nos habíamos citado por allí con Gabriel Peveroni, con Paco, el guitarrista de Astroboy, y con Mandraque, el cantante de los Terapeutas. También pretendíamos, a través de Paco, hablar con Pablo Stoll, aquello fue imposible. Nos comentaron que estaba muy liado, enfrascado en una serie de proyectos para la televisión.

Al lado del Cheese Cake había un típico bar de batalla, popular. Decidimos sentarnos allí. El Cheese Cake era pequeño y esperábamos a bastante gente. Ambos lugares se convirtieron en nuestro centro de operaciones en la ciudad. En uno comíamos y bebíamos y, a partir de cierta hora, en el otro, bebíamos.

Nos sentamos en la terraza. Continuaba haciendo un día relativamente caluroso, aunque se levanto un poco de viento. Junto a Nico, esperamos a que la gente empezase a desfilar delante de nosotros. Andando hacia el garito, Nico se había cruzado con una pareja de amigos. La chica tenía un programa de radio. El chico era sonidista. También se apuntaron a la tertulia. En la terraza, el camarero sacó unos cuantos litros de cerveza. Al poco llegó Mandraque. Todos discutían sobre la escena musical Uruguaya. La discusión versaba sobre la definición del Rock Uruguayo. Nosotros incitábamos indirectamente a que todos ellos hablasen libremente. Queríamos saber si, sin hacer mención a ellos, acabarían hablando de Los Suicidas. Nadie dijo una palabra sobre ellos. No quisimos preguntarles a todos a la vez y decidimos que mejor sería entrevistarlos uno por uno y separadamente. Al tiempo que la tertulia se prolongaba, fueron llegando Gabriel Peveroni y Andy Adler, de este último hablaremos más tarde. Poco a poco, nos los fuimos llevando al Cheese Cake, allí en la barra habilitamos un lugar para entrevistarlos. Empezamos con Mandraque.

Mandraque es el líder de los Terapeutas, una banda de larga trayectoria. Basa su música en la combinación de la música popular uruguaya, el candombe, la chirigota, y la música carnavalesca en general. También se pueden percibir reminiscencias brasileras y, como no, una inconfundible influencia beateliana. Cuando le hablamos de sus influencias nos dijo que una de las mayores sorpresas se la había llevado al escuchar “Échate un cantecito” de Kilo Veneno. Se sentía muy identificado con este tipo de música. Cuando le preguntamos sobre Los Suicidas, nos contestó que no tenía la más mínima idea de lo que le estábamos hablando. Nos quedamos con las ganas de verlo en directo. Más tarde tendríamos la suerte de darnos ese gusto. Fueron las circunstancias atípicas de nuestra búsqueda lo que nos llevó a volver a encontrarnos con Mandraque, esta vez en Buenos Aires.

Pero la ristra de entrevistas no había hecho más que comenzar. O más bien no, porque la tarde se había convertido en un caos y cuando llegaron los chicos de Astroboy nos fue imposible entrevistarlos, tenían prisa y en ese momento Landete y Àlex estaban entrevistando a Andy Adler, yo hablaba con Gabriel Peveroni para que me contase más sobre el underground uruguayo. Astroboy tenían una sesión de fotos al día siguiente en el malecón. Quedamos con ellos para entrevistarlos allí, sobre las seis de la tarde. Se fueron.

Andy Adler, es un mito viviente de la escena Uruguaya de los ochenta y de los noventa. Vivió un año en Madrid y tuvo que escapar antes de que le consumiesen sus adicciones. Se trasladó a Nueva York y allí estuvo muy cerca de los Sonic Youth. En aquel momento estaba produciéndole el disco a un chico llamado Ernesto & The problems. Cuando le preguntamos sobre Los Suicidas guardó silencio, un silencio que nos dejó muy cortados. Al rato contestó, prefiero no hablar de ellos.

No sé muy bien qué pasó tras la entrevista a Andy. Creo que Gabriel se tenía que ir. Se habían hecho casi las once de la noche y era hora de cenar. Cenamos en el bar popular. Mucha carne empanada, mucha pizza, mucho vino. Invitamos a Nico y a una amiga. Por allí rondaba gente de lo más variopinta. Algunos músicos. Una actriz trasnochada que más tarde nos contó que hacía sus shows entrevistando a la gente del mundillo en su cama. Cenamos copiosamente, nos tomamos nuestro tiempo. Parecía mentira que aquella mañana hubiésemos aterrizado en Montevideo. Teníamos la sensación de llevar allí semanas. Dani y Alex salieron a la calle a fumarse un pitillo. Enseguida volvió Dani pidiéndonos 300 pesos uruguayos, habíamos convenido hacer un fondo común. ¿Para qué? Les dije. Vamos a comprar algo de motta, me dijo. Cuando volvieron les dije, ¿dónde está la motta? Me dijeron que habían visto al tipo al que le habían dado el dinero irse por el malecón, cada vez lo veían más y más lejos, hasta que lo perdieron de vista. Por supuesto no había vuelto. Nico se había convertido en un perfecto anfitrión y nos solucionó este y otros problemas. Además, para el día siguiente nos tenía preparada un verdadero maratón. Teníamos que buscar un grupo de música del que al parecer nadie en Uruguay había oído hablar. Las expectativas no eran demasiado halagüeñas. ¿Encontraríamos algún indicio que nos aclarase el posible paso de Los Suicidas por Montevideo? No las teníamos todas con nosotros. Pagamos y nos fuimos al Cheese Cake a tomar una última ronda antes de irnos a casa. Se nos habían hecho las dos de la mañana. Al día siguiente teníamos que ir a visitar, a las diez de la mañana, a Renée Pietrafesa. En el hostal Landete se ocupaba de mantener en vilo a los seguidores de nuestro blog al otro lado del Atlántico. Àlex y Dani se descargaban los audios y cargaban las baterías de las cámaras. Yo me dedicaba a mandar mails a diestro y siniestro intentando, junto a Nico, concretar un itinerario que nos pudiese llevar a buen puerto en nuestra búsqueda.

A las nueve y media de la mañana Nico pasó a por nosotros. No tuvimos tiempo de desayunar. Agarramos un taxi. Nos metimos los cinco más los artilugios de grabación. Atravesamos la ciudad de Montevideo enlatados. Desde la ventana vimos pasar barrios de casas pequeñas. Bordeamos la costa sin abandonar la ciudad. Nos dirigíamos al barrio en el que vive Renée. Quedaba a las afueras. Una zona residencial venida a menos. Atravesamos un área industrial. Daba la impresión de que llevaba años en desuso. Las grandes maquinas comidas por el óxido. Las paredes de las fábricas semiderruidas. En medio de todo esto un rascacielos se erigía como punta de lanza de un neoliberalismo que intentaba enraizar sobre tierras movedizas.

La casa de Renée era como la prueba imborrable de que en el aquel país hubo un pasado connotado de esplendor. Que cabalgaba sobre el progreso, que iba a algún lugar. Uno que hundía sus raíces en la creencia de que un país es grande en la medida que dedica una gran parte de su riqueza a apoyar la cultura.

Nico le había hablado de nosotros a la música a grandes trazos. Ella en realidad no sabía porqué estábamos allí. Renée es una autoridad musical de reconocido prestigio en Uruguay. No queríamos entrar directamente a tocar el tema de Los Suicidas. Sabíamos que debíamos avanzar con tacto. Y, la verdad, no fue difícil, ya que esta mujer madura, fue uno de los grandes tesoros musicales que encontramos al otro lado del Atlántico.

El caserón en el que vivía era una construcción de finales del siglo XIX. Estaba ubicada en medio de una gran parcela. Abrimos la verja del jardín delantero y andamos unos metros hasta las escaleras de piedras que llevaban hasta la casa. Salió Renée a recibirnos y allí comenzó nuestra tertulia. Nos presentamos y le dijimos que estábamos haciendo un documental sobre la música independiente en Uruguay. Queríamos hablar con ella ya que su visión abierta de la música le permitía mantenerse en contacto con las nuevas generaciones, y esto, nos interesaba. Siempre le había gustado mantener este vínculo, alimentar y alimentarse. Una antena siempre atenta a las nuevas tendencias, abierta a la experimentación. Una visión en profundidad de la música, en tres dimensiones, sobrepasando la tendencia del oído perezoso. Ese oído que se choca contra una pared y que no puede atravesarla.

Entramos en una sala que parecía un museo particular. Con partituras antiguas, con pianos, con instrumentos de coleccionista. La música clásica flotaba en el ambiente. Al fondo había un piano de cola.

Calificó su música como electroacústica y mixta. Reflejo de una búsqueda tímbrica y de tramas sonoras, inspirada entre otras, en la música popular de la América latina. La calificó de una riqueza impresionante, a nivel rítmico, a nivel melódico, a nivel simbólico, una música imbricada en los rituales de los pueblos primitivos. Música hecha para algo, comunicar con los dioses, o para alguien, curar enfermedades. Base para la construcción de paisajes sonoros. Mostró un interés ilimitado por las percusiones, por lo tímbrico y lo colorido de éstas. Las percusiones son fascinantes para una compositora como yo, nos dijo. También recalcó la retroalimentación entre los samplers, sonidos largos que se pueden llevar al infinito, y este deseo de plasmarlo después con un instrumento acústico o con una orquesta. Esta búsqueda del sonido continuo me ha influenciado mucho en la técnica de composición, dijo, es una especie de lucha contra la velocidad, los lugares chiquitos y los primeros planos. Una lucha por la defensa de la escucha o de la visión en perspectiva. También me gusta la improvisación, apuntó, la espontaneidad de la improvisación es algo que me gusta mucho. Mi objetivo es de alguna forma desmitificar la música, mal llamada culta. Acercarla a la gente. Conseguir una sensación de paz dentro de esta espiral sin freno que es la civilización en la que vivimos y que no sabemos donde nos va a llevar. Para ello freno el tiempo, lo acelero, junto cosas que en realidad no se pueden juntar porque son cosas que están peleadas… los músicos tenemos la posibilidad, a través de la música, de encontrar un refugio dentro del caos, y por ejemplo, yo siento que para mí, el ir gradualmente oyendo cada vez más cosas, gracias al aprendizaje, que suenan al mismo tiempo, me da la esperanza de que las personas podrían, si tuviesen a su alcance todo este abanico de posibilidades, comunicarse con una mayor cantidad de recursos y así poder aceptar la diferencia. Aunque claro, soy una idealista.

Nos quería seguir enseñando la casa, pero le pedimos que, por favor, nos tocase algo, que nos gustaría tantísimo poder oír alguna de sus improvisaciones. Sin problemas, nos dijo, por mi encantada.

Desapareció un momento del salón y volvió con unas mazas. Las apoyó sobre el piano y cogió unas pinzas, eran parecidas a las que se utilizan para tender, las enganchó en unas cuantas cuerdas del piano, seguramente no de forma aleatoria, aunque nosotros lo pensamos.

Y empezó a tocar.

El piano se convirtió en sus manos en un instrumento multidimensional. Un instrumento con tapas y bordes a los que se podía golpear, que se podía percutir. Arrastraba los mangos de las mazas por encima de las cuerdas del teclado, las dejaba, tocaba las teclas con los dedos en busca de un sonido ondulante y disonante producido por las pinzas que presionaban las cuerdas, para más tarde, abordar, seguramente, una típica melodía popular nacida de la tristeza absoluta. Una vez expuesta, ligeramente mostrada, procedía a deconstruirla y creaba un nuevo puente sónicamente enrevesado que le llevaba hacia una nueva melodía, esta vez más cercana del sentimiento de festividad, y después, de nuevo caída al precipicio de lo trágico, al abismo de la duda y de la locura, al lugar de los sonidos incisivos y estridentes. Acabó dejando en el aire un interrogante, como una invitación a la reflexión.

Nos quedamos boquiabiertos. Nos preguntaba, ¿les ha dicho algo? En pocos minutos nos lo había explicado todo.

Tras la pequeña demostración se mostró mucho más cercana, mucho más relajada. Nos quiso enseñar el lugar donde impartía las clases a sus alumnos. Atravesamos la casa, en el trayecto nos comentó el gran esfuerzo que le suponía mantenerla. Quería conservarla porque aquella residencia había sido una especie de refugio para los músicos en la época de sus padres. Un lugar donde éstos podían reunirse y encontrar un apoyo y una manutención. Los padres de Renée habían sido como unos mecenas que habían amparado a multitud de músicos uruguayos y ella quería defender aquella esencia, aquel símbolo.

Llegamos al patio trasero. Estaba sembrado de grandes árboles bordeados por caminos de grava. Por un momento tuve la impresión de estar en una típica casa de la campiña francesa. Descendimos unas escaleras y por una puerta lateral entramos en una sala bastante espaciosa. Allí era donde Renée daba sus clases. También daba conciertos. Nos lo estuvo explicando por unos minutos. Fue en ese momento cuando nos miramos los cuatro. Sabíamos que había llegado el momento. En un impass habíamos decidido que fuese Dani, el hombre cámara, el que hiciese la pregunta clave. Hasta ese momento había pasado desapercibido para Renée y por eso cuando abrió la boca ella no sabía muy bien de dónde provenía la voz. Dani le explicó cuál era nuestro objetivo, qué era lo que en realidad estábamos buscando. Estábamos buscando a Los Suicidas. Algo, alguien, algún indicio. Renée se quedó ensimismada, como buscando en su interior, como dudando. Nosotros la observábamos balancearse, sin duda estaba luchando contra un arrebatador sentimiento interno de duda. Quería o no despertar aquel sentimiento adormecido, casi olvidado, durante años. Finalmente despertó del trance. Conocí a alguien, sí, Ulises, Ulises Luna. Fue hace muchos años, seguramente vosotros ni siquiera habías nacido. Debió ser hacia 1972 o 1973, puedo que al principio de la dictadura, ahora no lo recuerdo demasiado bien. Apareció un día por mi casa, por esta casa. Era un chico muy inquieto, muy curioso. También muy inteligente. Se notaba que aprendía con gran facilidad, que absorbía todo aquello que le pasaba por delante. Desde el primer momento me pareció muy interesante. Me dijo que era músico. Le hice pasar al patio trasero, cerca de aquel guayabo que veis ahí al fondo del jardín. Había una mesita y nos sentamos a la sombra. Tras charlar un rato, se levantó y se puso a pasear entre los árboles. Volvió al lado del guayabo y empezó a recoger guayabas. Juntó una buena cantidad y me dijo, me las voy a comer todas. Yo le dije, no seas tonto, Ulises, es mucho mejor hacer sonidos con ellas. Entonces subimos a este salón, aquí mismo, donde doy muchas veces algunos de mis recitales y que para mi es como un lugar sagrado, y tiramos todas las guayabas sobre las cuerdas de mi piano. Y yo me puse a tocar y el se puso a cantar, y las guayabas daban vueltas y Ulises cantaba y cantaba y también daba vueltas y, cuando me quise dar cuenta, Ulises se cayó encima del clave, y el clave, que es un instrumento muy frágil lleno de resortes, produjo, al romperse y lanzar sus entrañas hacia el techo, una cantidad infinita de sonidos indescriptibles. Y Ulises estaba encantado con aquello que estábamos creando, y yo también, aunque pensaba en lo mucho que me iba a costar arreglar el clave, hasta que abrí la boca y dije: Ulises, sabes qué, vete, vete, porque con tanta alegría y con tanto escándalo no se puede estar. Vete porque nos van a decir que somos tan libres que nos van a meter en la prisión. Entonces Ulises me dijo, bueno Renée, no te preocupes, yo me voy, me dio un gran beso, le pregunté, a dónde, y el me respondió, me voy, a dónde, al asteroide.

Cuando salimos de casa de Renée, los cuatro miramos hacia atrás para saludarla y ver por última vez, quizás, un pedazo de paraíso en la tierra. Renée se había filtrado hasta el más recóndito lugar de nuestra médula, y sin duda, a partir de aquel día empezamos a ser diferentes. Nadie hablaba. Agarramos un taxi. Nico se despidió de nosotros. Nos veríamos unas horas más tarde.

En el taxi alguien dijo, muy fuerte, ¿no? Sí, había sido muy fuerte.

Teníamos un hambre de perros y, aunque habíamos quedado con Nicolás Fervenza, el manager de No te Va Gustar, fuimos a comer a un bar cercano a la productora.

No te VA Gustar son un grupo de mucho éxito en Uruguay, un grupo que mueve miles de personas y que vende miles de discos. Nicolás nos recibió en su despacho y nos explicó la trayectoria del grupo, como habían superado la barrera de la fama y ahora estaban en primera división. Tenían éxito en Argentina y, en Uruguay eran los ídolos indiscutibles junto a la Vela Puerca y el Cuarteto de Nos. Todos ellos tenían como objetivo la conquista de Europa. No nos atrevimos a mencionar a Los Suicidas. Teníamos la sensación de que ellos hubiesen pasado de largo aquella entrada y nosotros mantuvimos la boca cerrada. Salimos a la calle y tomamos aire.

Nico nos esperaba a una media hora de camino de donde estábamos. Recorrimos calles largas surcadas de casas bajas. Teníamos la impresión de estar dentro de la película 25 WATS. Nos había concertado una entrevista con una productora de videos independiente. De ella formaba parte el bajista del grupo La Hermana Menor. Queríamos hablar con el músico, saber si sabía algo, pero claro, como siempre, lo primero era crear un cierto ambiente de confianza con las personas. Dejar que nos contasen sus experiencias sus actividades, sus objetivos, después lanzábamos nuestra pregunta.

Iván Krisman, es el nombre del bajista. La productora de videos se llama AZOTEA TV. Su objetivo durante un tiempo fue el de filmar a grupos de música en la azoteas de Montevideo. Montevideo es una ciudad de azoteas. En ellas la gente festeja, hace asados. Tienen el patio interior encima de sus casas. Subimos a la azotea con unos cuantos litros de cerveza para hacer la entrevista. Nos comentaron que el proyecto de Azoteas TV se había basado en grabar un grupo por cada barrio de la ciudad. Un grupo que mostrarse las características de cada barrio. Cada barrio un estilo. El programa había tenido un cierto éxito pero parecía que, en ese momento, a pesar de que la idea era buenísima, no conseguían encontrar financiación.

La casa donde estaba ubicada la productora era una especie de casa de estudiantes. En dos plantas vivían unas cuatro personas, todos ellos trabajaban juntos. Al ver aquello nos invadió una cierta envidia. Disponer de una casa como aquella, para un grupo de jóvenes con pocos ingresos, en Valencia, es una utopía. Les preguntamos cuánto pagaban por persona por el alquiler. Era inverosímil, con aquella cantidad, en Valencia, no podemos ni llenar el depósito del coche. Nos entraron muchas ganas de quedarnos por allí. A veces, cosas que creemos que van bien, en realidad van mal. Al revés también pasa.

Hacer el programa de Azoteas TV les había servido para tener material de ciertas bandas uruguayas en directo. En aquel momento pensamos que para el montaje del documental, aquel material nos podría resultar útil y les pedimos una copia. Fueron generosos con nosotros y se lo agradecimos. También nos interesa, además del grupo Los Suicidas, las iniciativas arriesgadas y creativas, aquella era una de ellas y no podíamos dejar pasar la oportunidad de dar constancia de ella.

En un momento dado de la entrevista, se me acercó Iván Krisman y me dijo, ya me ha comentado Nico lo de Los Suicidas, este tema es mejor que lo hablemos con la gente de mi banda. Han sido una influencia importante para nosotros y todos juntos os daremos una mejor visión de lo que han significado para nuestra música. Quedamos en que nos pasaríamos aquella noche por su local de ensayo.

La tarde no había hecho más que empezar. Agarramos un taxi. De nuevo cinco personas, con las cámaras, enlatadas. Teníamos una cita con Astroboy. El taxi nos dejó en la plaza Independencia. Bajamos caminando hasta el malecón.

La temperatura había vuelto a ser la normal para aquella época del año. Estábamos en invierno. Llegar hasta el malecón suponía tener que bajar una calle en pendiente que atravesaba el barrio marino hasta llegar al paseo. Tras él se extendía el Río de la Plata. Marrón y turbulento. No se divisaba Argentina por ningún lado.

Se había levantado un viento frió, fuerte y húmedo. Habíamos quedado a las 18h. Los Astroboy se iban a hacer una sesión de fotos que les habían pedido para una entrevista. Apareció Paco, apareció Tuco y apareció Martín. Nos refugiamos tras un muro porque el viento nos estaba calando los huesos. Habíamos visto el video que Pablo Stoll les había hecho de su hit In the city y teníamos ganas de conocerlos. Pablo Stoll había hecho un ejercicio de creatividad digno de los mayores elogios – el video lo podéis ver en el myspace de la banda -. La imaginación sin límites de este creador audiovisual no tiene precio. También nos habían hablado mucho de ellos Eduardo Guillot y Esteban Hirschfeld. Nos habían dicho que los tuviésemos muy en cuenta. Que eran una referencia importante dentro de la nueva hornada estilística del nuevo rock uruguayo. Reconocieron su pasión directa por los Mockers, confesando que después de éstos, musicalmente, no había pasado nada en Uruguay, hasta que llegaron ellos.

Su estilo se parapeta tras ese nuevo resurgir del rock anglosajón facturado desde Nueva York y cuyo abanderado principal son The Strokes. También en Buenos Aires pudimos comprobar que habían calado muy hondo cuando vimos a bandas como Utopians.

Les preguntamos sobre el sonido de su disco, que es de una calidad envidiable. Nos hablaron de Manza. Su productor. Fueron a grabarlo a Buenos Aires. Como he comentado con anterioridad, Manza es el líder de la banda Valle de Muñecas. Un clásico de la escena Indie bonaerense. Estaban muy contentos con el resultado y esperaban poder dar, tras aquella grabación, un paso más allá.

También nos hablaron sobre la buena relación que mantenían con Pablo Stoll y lo importante que había sido para ellos que un creador de su envergadura les hubiese hecho un videoclip.

Les preguntamos si conocían una banda llamada Los Suicidas. Nos dijeron que no. Quizás fuesen algo jóvenes para conocerla. Nos contestaron que quizás Manza nos podría decir algo sobre ellos. En breve tendríamos que volver a Buenos Aires, entonces.

A Nico le sonó el teléfono. Subíamos la calle que nos llevaba de nuevo a la Plaza Independencia. Era Renée. Le estaba contando que acaba de acordarse de algo más sobre Los Suicidas. Un alumno suyo, un chico al que le había dado clases por un par de años a mediados de los setenta, ahora se acordaba, le había contado algo que encajaba con nuestra historia. El niño quería aprender a tocar el piano porque había visto como tocaban en la azotea sus vecinos. Hasta hoy no había caído, pero tras hablar de Ulises Luna, algo se había entrelazado en su mente uniendo dos caminos de pensamiento que hasta ese momento andaban por separado. Cuando el niño le contó la historia de sus vecinos ya hacía unos cuantos años que Ulises había pasado por su casa y en aquel momento no cayó en la cuenta de que, unos de los vecinos del niño, era sin duda Ulises. El niño le contó, con unas grandes dotes para la inventiva, pensó en aquel momento, que un día se le cayó la pelota en la azotea de al lado. Los músicos que estaban ensayando, pararon para devolverle el balón al chiquillo. El niño tendría unos 8 años. A partir de aquel día el niño primero jugaba a la pelota y luego, cuando se cansaba, la chutaba a la terraza de enfrente. Entonces los músicos paraban de ensayar y se la daban. Así se fue haciendo amigo de los miembros de la banda. Los músicos le dejaban tocar sus instrumentos. El que más le gustaba era el piano. Ulises era guitarrista pero también tocaba el teclado. El niño se acordaba muy bien de los pelos que llevaban los músicos porque para él eran muy raros y le daban risa. Ulises tenía el pelo corto y castaño, llevaba unas enormes patillas, y cuando tocaba se volvía loco y daba vueltas y vueltas. Sí, era Ulises, por lo menos a Renée le pareció que ambos eran Ulises, el que ella había conocido y el que el niño había conocido. Había estado buscando las fichas de sus antiguos alumnos y aunque ya no tenía la del niño se acordó de su nombre. Lo ha buscado llamando a alguna de sus antiguas alumnas y ha resultado que ha podido localizarlo. El niño dejó la música. Ahora es actor. Se llama Juancho Sarabi. Nico nos dijo que debíamos intentar localizarlo para entrevistarlo. Nos dio un teléfono y una dirección de mail que le había facilitado Renée. Ese actor iba a ser clave. Lo presentíamos. Si la corazonada de Renée era cierta, ese hombre iba a ser determinante para nuestra historia.

Nos pasamos todo el resto de la tarde conectados a Internet y al teléfono intentando localizar al actor. No hubo manera. Parecía desaparecido. Dejamos mensajes en su contestador y le enviamos mails para que nos concertase una entrevista lo más pronto posible.

Mientras realizábamos estas tareas, recibí un mail de Ezequiel Acuña, nos decía que ya había concretado para el sábado por la mañana una entrevista con Santiago Pedrero. Le contestamos afirmativamente. Era miércoles y pensamos que teniendo el jueves por delante aún tendríamos la posibilidad de localizar a Juancho Sarabi y entrevistarlo antes de volver a Buenos Aires. Nos equivocamos. No dio señales de vida. El viernes por la tarde de vuelta a Buenos Aires ya habíamos perdido toda esperanza de dar con él.

Cuando acabamos con la burocracia, Nico nos recordó que después de cenar teníamos que pasarnos por el local de ensayo de La Hermana Menor.

Llegamos a los locales de ensayo sobre las 22h30. No había llegado aún ningún miembro del grupo y mientras esperábamos tuvimos la suerte de conocer a otra de las bandas más interesantes de Uruguay: Silverados. Un grupo de rock garagero pasado por el turmix y acelerado hasta convertirse en una propuesta espídica de rock duro con tintes siniestros y voz desquiciada. Eran muy fans de los Mockers, lo reconocieron. De hecho el guitarra, Liroy, había tenido la suerte de conocer a Esteban Hirschfeld en una gira que había hecho junto a Max Capote por España. A raíz de aquel encuentro Esteban le planteó la participación de su banda en el disco homenaje a los Mockers.

En cuanto llegó Iván Krisman, Tüssi Dematteis, el cantante y líder de La Hermana Menor, no tardó en llegar. En los locales de ensayo había una cocina y allí decidimos grabarlos. Alguien había traído un par de litros de cerveza y mientras hablábamos pasaban de una mano a otra. También había bastante humo en aquel cuarto diminuto donde estábamos embutidos como si fuésemos sardinas. La Hermana menor es una banda con un estilo ecléctico y difícil de encasillar. Les gusta jugar al despiste y que no se tenga claro ni de dónde vienen ni dónde van. Tienen una actitud roquera bien definida y saben guardar el misterio y crear la tensión necesaria para provocar la expectación en el oyente. Les gusta jugar con los cambios de ritmo, con la creación de ambientes y de intensidades. Les gusta crear capas que van de lo más acústico a lo más ruidístico. Todo esto acompañado por unas letras cargadas de metáforas y repletas de acertijos y de guiños. Tüssi, le dijimos en un momento dado, Ivánnos ha dicho que vuestra banda ha estado muy influenciada por un grupo llamado Los Suicidas. Los Suicidas, contestó, ¿comoel mezcal? Sí, como el mezcal, contestamos mirándonos sorprendidos. Tú sabes, dijo, Iván es un poco como nuestro publicista, es el que siempre nos está buscando un hueco para salir en la radio, en la tele o en un documental… Entonces, ¿no conoces a Los Suicidas? ¿Los Suicidas?, dijo, ¿Un grupo argentino o uruguayo de principios de los 70? Imposible, no, no existió ninguna banda que se llamase así, los hubiera conocido. Sólo conozco el mezcal Los Suicidas, contestó mientras miraba a los otros riéndose. Nos quedamos mirándolos mientras reían. Al ver que los observábamos se quedaron callados. Se quedaron mirándonos. Tüssi dijo, vamos a ensayar. Los seguimos con las cámaras.

Regresamos al hostal hacia las 00h30. No sabíamos si creer o no a Tüssi. Era un tipo muy enigmático y sin duda le gustaba jugar a ser esquivo. En aquel momento había conseguido hacernos dudar de todo. Había lanzada una primera señal de que a lo mejor estábamos yendo hacia ninguna parte. De que estábamos siguiendo un camino inexistente. Para resolver nuestras dudas teníamos que seguir avanzando, no quedaba otro camino.

Al día siguiente teníamos que ir a Minas a visitar a Andrés Mastrangelo. Deberíamos habernos quedado en el hostal para descansar. Teníamos que agarrar el colectivo a las 10h de la mañana. En lugar de quedarnos en la cama fuimos al Cheese Cake. Allí estuvimos con Ernesto T. Un músico muy insistente que conocía a la perfección la importancia y el peso específico de las letras en las canciones. Uno de sus mayores referentes musicales era Eduardo Darnauchans. Ernesto fue nuestro guía en aquella noche blanca. Llegamos a un local donde actuaba una banda folkie llamada Orgánica. Mezclaban el tango con el folk balcánico y sus letras estaban llenas de pasión y de tragedia. Acabaron el concierto y nosotros seguíamos allí. Cerraron las puertas del local y nosotros seguíamos allí. Al final a las 4h de la mañana volvimos al hostal. El viento era gélido. El cuarto estaba húmedo. Cuando nos quisimos dar cuenta ya estaba sonando el despertador.

Una vez más viajamos enlatados en un taxi hasta a la estación de autobuses. Las caras eran largas. Hubiésemos deseado quedarnos en la cama. Estábamos al límite de nuestras fuerzas. Desde que habíamos aterrizado en el continente sudamericano no habíamos parado ni un día. Era jueves, día 16 de agosto. Llevábamos casi una semana sumidos en una espiral hiperactiva, no éramos conscientes de que nos la estábamos jugando, de que podíamos estar a punto de descarrilar. De que podía ser posible que todo se viniese abajo. El cansancio estaba haciendo mella en nosotros. Pero, no podíamos renunciar a aquello que nos habíamos propuesto hacer. Habíamos encontrado indicios, algunos más consistentes, otros totalmente desalentadores. No podíamos permitirnos el lujo de perder alguna pista, por muy pequeña que esta fuera. Un testimonio que asegurase la existencia de Los Suicidas, para nosotros, era como un balón de oxígeno, como un empujón que nos llevaba un poco más allá.

En el autobús intentamos echar una cabezada. Antes de salir de la ciudad empezó a salir humo del motor. El Colectivo se paró. Por un momento pensamos, aquí acaba nuestro viaje a Minas. El chofer bajó y tras un rato mirando el motor, tocó un par de tuercas y de tubos y lo arregló. Aunque parezca increíble reemprendimos el camino. Seguimos intentando dormir. El paisaje era verde y agreste al mismo tiempo. Daba la sensación de que la vegetación estaba descolorida, de que los árboles estaban enfermos, como carentes de algún tipo de vitamina. Con los pastos pasaba lo mismo. Yo creo que era todo cuestión de la luz. La luz en el cono Sur es diferente. Tiene otra intensidad, ilumina los objetos de otra forma. Ensalza otros matices. Los ocres. A veces tenía la sensación de estar en medio de un sueño. Avanzando por un camino de tierra hacia un lugar desconocido. Pero no, estaba en un autobús camino de Minas. Un grito de Nico me lo recordó: Alguien conoce a Andrés Mastrangelo, gritaba, alguien en este autobús conoce a Andrés Mastrangelo. Una mujer se dio la vuelta y nos dijo que creía que lo conocía. Cuando llegamos a Minas un hombre se nos acercó y nos indicó su dirección. Una vez en casa de Andrés, éste nos dijo que el hombre le había llamado para comunicarle que en el bus un grupo de jóvenes había preguntado por él. Quería saber si habíamos llegado bien. Todo un detalle. En Minas había gente que conocía a Andrés Mastrangelo y además era atenta con los extranjeros.

Andamos desde la estación de autobuses de Minas hasta casa de Andrés. En Minas, una ciudad de unos cincuenta mil habitantes, las casas también son bajas. Esto le da un aire extensivo y amplio a los núcleos urbanos.

Andrés tiene montado un estudio de grabación en su casa. Allí además de sus propias composiciones graba a grupos de la zona. En el 2007, su último disco, Dis is da Candombe, obtuvo Mención Especial como mejor álbum de música electrónica 2006 en los premios Graffiti del rock uruguayo. Andrés es otro ser singular. El nombre del disco ya nos da una pista sobre cual es la columna vertebral de su música: el candombe, el ritmo, la percusión. Tecladista de formación clásica su pasión se llama Zappa. Gracias a esta obsesión Luis González trabó una fuerte amistad con él. Juntos han colaborado en diferentes proyectos. Uno de ellos un disco homenaje a Spinetta. Para él, en sus creaciones, son muy importantes las colaboraciones, siempre está buscando gente con quien complementar sus canciones. Es su forma de darle un toque especial. Una capa más a un matiz concreto. Nos contó que Renée Pietrafesa iba a participar en su próximo disco. También nos explicó que era un músico que le daba mucha importancia a las letras. Unas letras surrealistas y ácidas que transmiten una visión irónica de la vida.

La madre de Andrés nos preparó unas milanesas(carne empanada) e hicimos una pausa para comérnoslas. Mientras comíamos seguimos hablando de nuestros gustos musicales. De las relaciones musicales entre Uruguay y Argentina. Hablamos de los Shakers y de los Mockers y nos dijo, pero saben, a mi hubo una banda, que era más o menos de aquella época, que me gustaba más que estos grupos que se hicieron más famosos. Fue una banda que vi en directo de milagro. Yo era un adolescente, no sé si tendría 16 o 17 años. Tampoco tengo claro si fueron a ellos a los que vi o si los que vi fueron una banda que hacían versiones de ellos. El caso es que se llamaban Los Suicidas. Nos miramos y sonreímos como si estuviésemos oyendo música celestial. Andrés continuó diciendo, sí, había un concurso de carteles y yo decidí presentarme. No es que tuviera muchas ganas de ir al concierto, pero se había creado mucha expectación gracias a una radio local independiente y todo el mundo hablaba de ello. En definitiva, hice el cartel. El premio era una entrada para el concierto.

Quedé marcado hondamente. No podía identificar el estilo de música que estaba oyendo. Para mi era una novedad. Lo que aquella banda me transmitió fue que en música lo que debes hacer es crear lo que te cante el culo. Que las modas nos son más que frenos a la creatividad. Para mi aquella fue la Gran Influencia Conceptual. Más tarde intenté hacerme con un disco. Pero fue imposible. Lo único que conseguí fue contactar con una tienda en Montevideo que me envío una copia en casete. Ya por aquel entonces la copia me costó un buen dinero. La tenía guardada como oro en paño, pero, mi madre odiaba esta banda. Se ponía muy nerviosa cuando me encerraba en mi cuarto y me ponía a tocar el piano a todo volumen sobre aquellos temas. A lo largo de mi adolescencia fue una experiencia determinante para mí. Lástima que mi madre tomase la decisión, sin consultarme, de hacerla desaparecer. Por supuesto aquel fue el mosqueo más fuerte que tuvimos mi madre y yo. Pero ya luego se me pasó y todo volvió a la normalidad. Le preguntamos si recordaba la tienda que le había mandado la copia. Nos dijo que de aquello hacía casi 25 años, que él cuando escuchaba aquella cinta no tenía ni veinte años. Pensaba que era muy poco probable que la tienda estuviese abierta. Su nombre, su nombre, tenía problemas para recordarlo. Se acordaba de la ubicación, nos dijo que recordaba que estaba por el casco antiguo. Cerca de la plaza de la Independencia. No creo que una vez allí, si está abierta, os resulte difícil encontrarla. No, no recuerdo el nombre.

Nos despedimos de Andrés. Teníamos que volver a Montevideo. Estábamos muy cansados, pero, como íbamos a llegar sobre las 18h debíamos intentar encontrar la tienda. Si estaba donde decía Andrés, la localizaríamos cerca del hostal. El tiempo de estancia en Uruguay se nos estaba acabando y teníamos que aprovecharlo. Habíamos reservado el billete de vuelta para el día siguiente por la tarde. Juancho Sarabi seguía sin dar señales de vida.

Ya en la plaza de la Independencia Nico nos dijo que le siguiéramos, que tenía una corazonada. Conocía una tienda de música por la zona que Andrés había comentado. Si no era aquella por lo menos allí quizás pudiesen decirnos si les sonaba una más antigua.

La tienda a la que nos llevó Nico se llamaba Dirties y resultó que el bajista de Motosierra es uno de los socios. Motosierra son una banda muy conocida en el Under donde se cruzan estilos como el punk, el hardcore y el rock. Tienen varios discos distribuidos en España y no paran de hacer conciertos. Son especialmente queridos en Brasil.

Le preguntamos a Leito si le sonaba una tienda de discos por la zona. Una tienda que hubiese estado abierta a mediados de 1980. Nos dijo que actualmente la única tienda de discos que había en todo el barrio era la suya. Ninguna más. Aunque, nos dijo, esta nos la traspasaron no hace mucho. Entonces, ¿antes era también una tienda de discos?, le preguntamos. Sí, nos dijo, lo era, de hecho le compramos al tío de la tienda mucho material antiguo y se lo pagamos a precio de ganga junto al traspaso. Hay alguna joya importante. Bingo, habíamos encontrado la tienda. Ahora sólo faltaba encontrar el disco. Landete y yo nos pusimos a buscarlo. Nos costó un poco encontrarlo. Lo tenían colgado junto a un par de copias de los primeros discos de los Shakers y de los Mockers. No estaba precisamente a primera vista, parecía, incluso, que hubiesen querido esconderlo tras los otros dos discos. Al ver el disco, Landete me hizo una señal. Alex seguía hablando con Leito sobre los amplis que utilizaban para sus conciertos. Lo mantenía distraído. Dani estaba grabando. Era unmomento muy importante. Yo me acerqué a Leito y me sumé a la charla, captando al máximo su atención. Vi a Landete como se movía detrás de Leito, había adivinado sus intenciones, quería robarlo. Lo había cogido con una mano, estaba intentando desengancharlo. De golpe Leito se dio la vuelta. Es la joya de la tienda, dijo. El disco más valioso que tenemos, el único disco de Los Suicidas, Ganancias y Pérdidas. ¿Está a la venta?, preguntó Landete. Bueno, sí, lo que pasa es que es bastante caro. ¿Cuánto? le preguntó Alex. 2500. Nos miramos. Joder. 2500 euros. Es un disco de coleccionista, creo que la tirada no superó los 1000 ejemplares. Imagínate. Y además no es una banda muy conocida. Hay muchos críticos especializados que no saben de su existencia. Tampoco hay muchas bandas que los conozcan. Los que lo han oído son muy celosos de su descubrimiento, no van por ahí pregonando que han encontrado un disco de una banda Argentina que hacía punk, protopunk, vamos, antes de que el punk de los Ramones o los Stooges existiera. Cuando lo descubren muchos se lo callan, o no quieran hablar del tema. Y, ¿sabes algo de su historia?, le preguntamos. Hay mucha oscuridad en torno a esta banda. Muy pocas cosas claras. Hay quien dice que en realidad no existieron, que no fue más que una broma pesada que cuatro músicos argentinos se inventaron para pasar el tiempo. Es como una especie de leyenda urbana. La única diferencia es que este disco es real. Y sobre este disco lo que sé es lo siguiente. Por razones que no están muy claras, seguramente cuestiones monetarias, Los Suicidas vinieron a grabar su primer disco aquí a Montevideo. También se dice que querían descansar, muchos dicen que vinieron a desengancharse. Los Suicidas eran un banda de directo. Un directo destructor, un mazazo en la cabeza del público. La gente se volvía loca. Consumían todo tipo de drogas, tanto los músicos como el público y los conciertos se convertían en una auténtica bacanal que se prolongaba durante horas. No eran conciertos multitudinarios, no, ni mucho menos, a Los Suicidas esto no les interesaba, lo que les interesaba era transgredir su cuerpo colectivamente para resurgir en medio de la masa, todo esto a través de una música que galopaba sobre las cabezas de la gente que los observaba hipnotizados. Aquellos conciertos eran como una especie de catarsis, se quería romper con todo, aniquilarlo todo y partir de cero, eliminar la conciencia del individuo. Era casi como una especie de secta. Sí eso era. El caso es que, seguramente empujados por los más fanáticos de sus seguidores, decidieron grabar su primer disco. Cruzaron el río de la plata y se plantaron en la capital Uruguaya. Aquí ya habían hecho algún concierto que había tenido mucho éxito entre un público minoritario. Paradójicamente, en contraposición a la locura en escena, eran personas muy obsesionadas por la calidad del sonido. Se tomaban muy en serio la calidad de sus instrumentos, de sus amplis. Y buscaban un estudio del que sacar el máximo rendimiento a su sonido y donde poder grabar en directo. Además eran grandes músicos. Tenían, eso sí, una visión muy heterodoxa de lo que era tocar bien y componer una buena canción. También estaban obsesionados con las letras. Pensaban que una canción sólo podía llevarte hasta el otro lado si conseguía barrerte el cerebro con unas cuantas ideas expresadas de forma directa, clara y contundente. También les gustaban los mensajes encubiertos y retorcidos. Dependía de quien escribiese la letra. Leito se acercó al gancho donde estaba el disco. Landete no lo había podido descolgar, sacó una llavecita y abrió un pequeño candado. Se soltó la cadena que sujetaba el disco. Leito cogió el disco y lo dejó encima del mostrador. Nos enseñó la contraportada. Además de los títulos de las canciones se podían leer los apellidos de los músicos: Shenker, Luna, Celaya, Mendetti. Abajo en un lateral pudimos leer, grabado en los estudios Sondor. Al oir esto Nico se abalanzó sobre nosotros. ¿Sondor?, dijo ¿Sondor? Yo trabajo en Sondor, conozco al jefe, conozco al técnico de sonido, podemos ir mañana a hablar con ellos. Mierda, dije, mañana nos vamos. Pero el barco no sale hasta las tres de la tarde, dijo Nico, tenemos tiempo de pasarnos por la mañana, contestó Nico. Tenía razón nos podía dar tiempo a todo. Miramos a Leito, le preguntamos: y ¿no nos podrías hacer una rebaja? Podría bajar hasta 2000 euros, más sería imposible, mis socios me matarían. Eran 500 euros cada uno, un dineral. Pagar aquella cantidad por un disco estaba fuera de nuestras posibilidades. Le dijimos a Leito que nos pusiese algún tema. El disco sonaba bastante bien y reconocimos las canciones que en Valencia nos habían dejado alucinados, en especial el tema llamado Mañana hablaremos de mañana. Landete dijo, lo compramos, nos costará dos años volver a tener una economía solvente, pero no podemos irnos de aquí sin comprar este disco. Es la única prueba real que hemos encontrado hasta el momento. En ese momento entró Luis el guitarrista de Motosierra. Leito le contó rápidamente lo que estaba pasando. Enseguida le cambió la expresión de la cara, ya no la tenía afable, estaba serio. Nos dijo, este disco no se vende. Ya podéis poner sobre el mostrador toda la plata del mundo. Este disco no se vende. Empezamos a sacar billetes entre los cuatro. Al final conseguimos juntar 300 euros. Si vamos al banco ahora te podríamos traer el resto, dijo Landete. Àlex lo miraba incrédulo. No lo vendemos, dijo Luis. Leito se estaba mordiendo el labio inferior. No está a la venta. No insistáis. Al final Landete desistió. Fuera por lo que fuera, Luis no quería venderlo. Cuando salimos de la tienda oímos como Leito gritaba, estás loco, 2000 euros, 2000 euros. Me acerqué sin que me vieran para escuchar un poco mejor. Pero, pero, tú estás loco, si ni tan siquiera sabemos si es auténtico, mierda Luis, mierda. Si llegas a venir medio hora más tarde ni te enteras, lo hubiese vendido y punto. Mierda, luis, mierda…

Llegamos al hostal. Directamente me conecté a Internet. Juancho Sarabi no había dado señales de vida. No nos quedaba mucho tiempo, queríamos intentar sacar algo más de margen, ver el estudio de grabación con tranquilidad. Queríamos intentar retrasar la salida hacia Buenos Aires, agarrar el barco el sábado por la tarde en lugar del viernes. Aún mantenía la esperanza de que Juancho apareciese. Tuvimos que llamar a Ezequiel Acuña. Ezequiel nos había concertado la entrevista con Santiago Pedrero para el sábado por la mañana. Cuando le comentamos que aún estábamos en Montevideo, que estábamos pensando en prolongar la estancia y que pretendíamos retrasar la entrevista hasta el día siguiente, me aconsejó que no lo hiciéramos. Me dijo que Santiago era alguien importante para nuestra historia y que, si el otro actor no había dado señales de vida, era mejor que por lo menos nos asegurásemos esta entrevista. Además Santiago Pedrero tenía un carácter muy voluble y podía cambiar de opinión en cualquier momento. Le había costado mucho que accediese a testimoniar en el documental y pensaba que debíamos aprovechar esta ocasión. Al final claudiqué, tenía razón, teníamos que volver a Buenos Aires tal y como lo teníamos planeado. Tener que irnos sin hablar con Juancho Sarabi, nos estaba dejando con un sabor de boca agridulce. Era una pieza importante del rompecabezas que se nos estaba escapando. Pero no podíamos hacer nada. No había habido forma de localizarlo. En Montevideo habíamos conseguido una cantidad importante de información valiosa. Pero no habíamos conseguido encontrar a ninguno de los miembros de Los Suicidas. Ulises Lima estaba en el Asteroide. Y los otros tres, Shenker, Mendetti y Celaya, parecía que se los había tragado la tierra. Sólo habían dejado algunos indicios que certificaban su existencia, pero de ellos no quedaba nada. Con lo poco, o mucho, según se mire, que teníamos, desembarcaríamos al día siguiente en Buenos Aires. Teníamos que seguir adelante.

Pero aún estábamos en Montevideo, aún nos quedaban por delante algunas horas de estancia en la capital Uruguaya. Llegamos al hostal antes de cenar. Eran las diez. Necesitábamos al menos darnos una ducha. Estábamos extenuados. Sí, toda lógica indicaba que deberíamos habernos quedado en el hostal durmiendo pero teníamos tanta hambre como sueño. Decidimos salir a cenar. Fuimos al bar popular de al lado del Cheese Cake, una vez más. Pedimos lo mismo: empanadas, pizzas y unas cuantas botellas de vino. Nos animamos. Entonces se nos ocurrió que podíamos montar un concierto en el Cheese Cake aquella noche. Nico asintió y automáticamente se puso a llamar a unos cuantos músicos. Tenía que ser algo parecido al festival Incrustados en el Escaparate que hacíamos en Valencia. Y asi fue. Vino la gente de La Hermana Menor y Ernesto T. También vino una amiga de Nico, Andy Adler, que finalmente no tocó, y por supuesto, nosotros: Senior, M y Korova. Hicimos un concierto rotativo, cada uno iba tocando uno o dos temas, así sucesivamente hasta que cerraron el Cheese Cake. La noche como era de esperar acabó en festival y no volvimos al hostal antes de las 3h de la madrugada.

Al día siguiente no había quien nos despertara. Nico golpeaba a la puerta de nuestro dormitorio cuando por fin uno de nosotros se levantó y le abrió. Pero, qué hacéis, dijo, nos esperan en Sondor. Rápido, levantaos, no hay tiempo que perder.

Como pudimos salimos de la cama, nos dimos una ducha y bajamos a la calle. Sondor no estaba demasiado lejos de donde nos hospedábamos, así que fuimos caminando. Nos esperaba Miguel, el dueño. Sondor es una empresa familiar en cuyo seno los cargos han ido pasando de padres a hijos. Nos explicó. Nos moríamos de ganas por ver la sala de grabación. Nos había dicho Nico que era enorme, parecido a la que utilizaron los Rolling para grabar Simpathy for the devil. Bueno, no tanto. Pero, antes, Miguel, nos presentó a Gustavo, el técnico de sonido. Cargo que él también había heredado de su padre.

El estudio estaba en funcionamiento desde 1950. En la sala grande habían grabado desde orquestas filarmónicas hasta grupos de jazz, todo en vivo. La sala central tendría unos 100 metros cuadrados, al fondo había tres cuartos de unos dos metros cuadrados. El estudio tenía una doble pared y estaban forradas de fibra de vidrio, además la pared tenía un movimiento que permitía reducir la resonancia de los sonidos graves. El techo era un armazón de madera recubierto de una artillera, una tela muy barata que amortigua muy bien el sonido, también habían puesto sobre la estructura colchones de fibra. El piso era también de madera, nos dijo Gustavo, lo cual permite una acústica, una resonancia, natural en este ambiente sin necesidad de estar agregándole efectos la grabación. Hemos utilizado una técnica opuesta a lo que hacen los demás estudios que lo tapan todo y matan el sonido natural, agregó, por eso los grupos, las bandas y las orquestas que quieren sonar auténticos nos buscan a nosotros para que los grabemos.

Tenían varios micrófonos Neuman a válvulas, algunos de ellos, de la década del cincuenta, se los habían tenido que reparar ellos mismos. Un par de pianos Steinbach embellecían la estancia. Volvimos a la cabina de grabación. Conservaban una consola analógica Soundcraft que había sobrevivido a todas las innovaciones tecnológicas. Una matera y un termo en uno de los lados. También una grabadora Ampex de 24 pistas. Vino una chica joven y dijo, papá, al teléfono, Miguel nos dijo, disculpad un minuto. Se quedó Gustavo, le preguntamos sobre las bandas que habían grabado en el estudio. Nos dijo que desde los terapeutas, hasta Mastrangelo, pasando por Renée Pietrafessa o Mateo, muchas de las más importantes bandas uruguayas habían pasado por aquel estudio. Lo último, el primer disco de uno de los participantes en el concierto improvisado de la noche anterior: Ernesto & the Problems. Le preguntamos si guardaba algún recuerdo especial de alguna grabación. Nos mencionó varias grabaciones que habían sido registradas en su mente por cuestiones técnicas: una voz tomada de un micro que no era el mejor, pero cuya interpretación había sido excepcional, un sonido de guitarra eléctrico que había costado horas de obtener. Insistimos, pero, ¿no ha pasado ninguna banda por aquí que haya sido como un poco fuera de lo normal?, alguna que te haya dejado pensando, Santo dios qué está pasando aquí. Ah, dijo, Gustavo, ya sé a qué os referís. Miró a su jefe como algo acobardado, de reojo. Acercaros nos dijo, si Miguel vuelve hablaré de cualquier otra cosa. Hubo una banda, nos dijo, a principio de los setenta, llamada Los Suicidas. Estaban locos, locos por dos razones, especificó, la primera era que querían grabar el disco íntegro en directo, la segunda, por la cantidad de alcohol y drogas que consumían. Estaban obsesionados con el sonido, tenían un material de primera calidad. Yo, una vez estaba todo bien sonorizado, sólo tenía que darle al rec. Empezaban a tocar a las diez de la noche y acababan a las cinco de la mañana. En algún momento alguno de ellos venía y decía, apunta esta canción, esta es la buena. Así nos pasamos un mes. Creo que no vieron la luz del día en todo aquel tiempo. Yo tampoco. La sala acababa hecha mierda y, un ayudante y yo nos teníamos que quedar hasta las siete de la mañana limpiando y dejándolo todo en orden, como nuevo, nadie se tenía que enterar de que allí había alguien grabando. ¿Cómo? Dijimos. Sí, aquello fue algo que casi me cuesta el puesto de trabajo. Fue una apuesta personal que hice. Mi jefe no quería grabarlos. Mi jefe es muy religioso y decía que los veía demasiado satánicos, que aquello era demasiado para él. Vamos que no quería. Yo los había visto en un concierto que habían hecho poco antes en Montevideo y pensaba que eran increíbles. Ya estaban aquí, me había comprometido con ellos. Tuve que grabarlos a espaldas de mi jefe. No podéis imaginar lo mal que pasé, cuando acaban me pasaba hasta que abrían el estudio recogiendo botellas, limpiando rayas, ya os podéis imaginar, aquello parecía miedo y asco en las vegas. Ellos decían que grababan y trabajaban así porque era su forma de comunicar con la esencia de lo que hacían, que era la mejor manera de comunicarse entre ellos. Fantástico, dijimos, y qué fue de ellos, añadimos, Gustavo volvió a mirar a su jefe, volvieron a Buenos Aires con una copia del Master entre las manos, les dije que, por favor, no indicasen en ninguna parte del disco que habían grabado en Sondor, cuando me enviaron una copia, lo primero que vi fue: grabado en Sondor, mierda, pensé, y una nota, diciendo, gracias, no lo pudimos evitar. Menos mal que ninguna copia llegó a manos de mi jefe, milagrosamente nunca se enteró. ¿Y el máster?, le preguntamos, lo escondí, respondió Gustavo, lo traspapelé entre el resto de masters que Sondor grabó desde su creación. Sabía que nadie lo encontraría en aquel archivo. También sabía que esto suponía que nunca más podría sacarlo de allí. Volvió Miguel, Gustavo dijo, y como os decía Mandraque grabó aquí una de sus mejores voces gracias a los micros de válvulas etc.

Nos despedimos de Gustavo y de Miguel. Teníamos que darnos prisa para agarrar el barco. En la calle, nos miramos, no sabíamos qué pensar. No habíamos podido ver el master. ¿Sería cierto que Los Suicidas habían grabado en Sondor? O era cierto, o lo Uruguayos y los Argentinos tenían un sentido del humor muy, pero que muy ácido. Necesitábamos urgentemente encontrar a uno de Los Suicidas. Hablar en persona con alguno de ellos. Teníamos que ir a Buenos Aires.

Aún tuve tiempo, al pasar por el hostal, de echar un vistazo al mail. Ni rastro de Juancho Sarabi. Nico nos esperaba en la puerta, nos acompañó hasta el puerto, le dimos un fuerte abrazo. Le agradecimos todo lo que había hecho por nosotros, estaríamos en contacto, algún día vendría a España a visitarnos.

Capitulo 4. De vuelta a la gran megalópolis.

Llegamos a la urbe hipertrófica de noche, era viernes.Agotados y con la impresión de que se nos escapaba algo, teníamos una sensación agridulce. En Montevideo parecía haber quedado oculta una clave importante, una pista que hubiese despejado muchas dudas y que hubiese ayudado a reforzar la moral de grupo, sí, la moral mermada de nuestro grupo de rastreadores, nos dábamos cuenta de que en realidad no teníamos nada. Aún no sabíamos que íbamos a tener menos.

En el hostal, una vez lo tuvimos todo más o menos ordenado, nos dispusimos a ver el mail. Landete, mientras cargaba las fotos en el blog, recibió un mail de Ezequiel Acuña. No me lo puedo creer, exclamó, nos acercamos para ver qué pasaba. Este tío nos está tomando el pelo, dijo. Qué pasa, le preguntamos: Ezequiel Acuña justificaba que la situación de Santiago se había vuelto a complicar y que le iba a ser imposible quedar con nosotros al día siguiente. Yo estuve a punto de estampar el móvil contra el suelo. En Montevideo habíamos dejado sin resolver la pista de Juancho Sarabi por nada. El mal humor nos invadió. Nos sentimos unos cuantos metros más abajo. Decepcionados, perdidos. Llevábamos ocho días en el continente sudamericano, habíamos agarrado barcos, buses, aviones y conocido y hablado con decenas de personas, pero lo cierto era que aún no teníamos nada. Los ánimos comenzaban a resentirse, la necesidad de un mínimo reposo, de hacer una parada, se imponía.

Liberados de compromisos, el viernes por la noche y el sábado por la mañana hasta la hora de comer lo dedicamos a reponer fuerzas. Prácticamente no salimos del hostal. Habíamos vuelto al mismo que la vez anterior, esta vez nos dieron una habitación minúscula donde los cuatro compartíamos cuatro camas en dos literas. Era una habitación que no tendría más de dos metros cuadrados, en lo alto del edificio. Subir las maletas y todo el equipo hasta allí era toda una odisea.

Mientras unos dormitaban, los otros preparaban la cena, o volcaban los audios o redactaban el blog. Aprovechamos para contactar con Manza, el líder dela banda Valle de Muñecas. Nos informó de que al día siguiente, el sábado por la noche, tocaba en una sala llamada Sala Pueyrredón. Quedamos en que intentaríamos llegar hasta allí.

Queríamos hablar con Manza, no era probable que nos fuese a dar alguna indicación clave sobre Los Suicidas, pero, ante el grado de pesimismo que nos había invadido, debíamos activarnos de alguna forma.

También había recibido un mail de Chris Brush, amigo íntimo de los componentes argentinos de Mégaphone ou la mort. Quedamos con él el sábado a mitad tarde. Antes nos recomendó un local donde poder comer una buena parrillada, El Desnivel, en calle Pendiente, en San Telmo.

Allí fue donde fuimos nada más despertarnos. Comimos carne y bebimos vino. Era un bar muy amplio, atestado de gente, bandejas y bandejas de asado, camareros de un lado a otro, botellas y más botellas, los licores que nos sirvieron al acabar el postre no nos iban a ayudar a hacer la digestión.

Cuando acabamos, salimos del restaurante para hacer tiempo. Eran las cinco de la tarde del sábado 18 de agosto de 2007. Estábamos en Buenos Aires, Argentina, paseando por las calles de San Telmo, teníamos la barriga llena y la mente excitada, seguía costándonos creer que estábamos en el continente sudamericano.

Volvimos cuando Chris estaba a punto de llegar, habíamos quedado en la puerta del restaurante a las 17h30. Él tenía una banda llamada Chris Brush and the broken wines. Nos quería hablar de ella, de la escena punk que él conocía, sobre todo de las She Devils. La banda más representativa del garage-rock bonaerense. Su líder, Patricia -también buena amiga de Sergio y Diego Mégaphone- era toda una activista musical que, además de llevar su banda, organizaba desde hacía ocho años un festival, de gran calado, de mujeres rebeldes del rock: Belladona rock festival.

Chris apareció y nos saludó efusivamente. Le comentamos que habíamos comido muy a gusto y que en cuanto nos despistábamos perdíamos la conciencia de estar tan lejos de casa.

Chris hizo de anfitrión y nos llevó a algunos lugares de San Telmo que aún no conocíamos, el mercado y un barecito popular donde hicimos la entrevista.

Por el mercado estuvimos deambulando un buen rato. En él se mezclaban los puestos de comidas y verduras con los de ropa, antigüedades y objetos de coleccionista o souvenir. Era un mercado muy coqueto y tranquilo, construido a finales del siglo XIX, de estructuras metálicas. En otra época, sin duda, debió simbolizar la vitalidad del barrio, el corazón bombeando vida a sus arterias, las calles.

Entramos en el bar añejo donde Chris nos quería llevar. Era una tasca puramente porteña con un toque decadente. Mesas de madera, olor a vino rancio y café expreso. Camareros que debían haber nacido hacia el primer cuarto del siglo pasado, servían con la parsimonia propia de aquella época.

Lo primero que nos contó Chris fue lo mucho que le estaba costando rearmar su nueva banda. Tenía mucha ilusión puesta en aquellos nuevos músicos que había encontrado pero, como siempre, emprender un nuevo proyecto costaba su tiempo.Habíamos escuchado algo de lo que había grabado y sabíamos que él era fan de los Stooges, de hecho su voz era muy similar a la de Iggy. Le preguntamos por Patricia, una vez más no tuvimos suerte, se había ido a girar por México todo el mes de agosto. Ella tampoco podría ayudarnos en nuestra búsqueda. Pero si que nos habló con entusiasmo de una banda nueva que acaba de emerger en el panorama punk rock de la ciudad, Los Utopians. Nos dijoque actuaban el sábado 24 en el club Niceto. Miramos nuestra agenda. Aquella noche teníamos que ir a ver el concierto de los Melancohólicos, habíamos quedado con ellos para entrevistarlos en cuanto acabasen. Pero, Chris insistió, debíamos ir a ver a los Utopians, nos dijo que eran la banda revelación del año. Quedamos en que intentaríamos ir a los dos conciertos, pero que no podíamos asegurarle nada, le explicamos porqué. Estábamos siguiendo el rastro de Los Suicidas. ¿Los Suicidas?, repitió mirándonos a los ojos y dando un sorbo al vaso de vino. Àlex, lleno los vasos que habían quedado vacíos. Creímos que Sergio y Diego Mégaphone le habrían puesto sobre aviso de la búsqueda que estábamos realizando, pero no fue así. Landete le explicó la historia. Dani seguía filmando. No me lo puedo creer, dijo Chris Brush, que unos valencianos hayan podido dar con las canciones de este grupo, ¿sabés que muy poca, pero que muy poca gente sabe de ellos? Lo sabíamos, también sabíamos que de esa poco gente que sabía de ellos habían unos cuantos que tenían mucha imaginación. Nos explicó que fueron un caso excepcional del rock argentino, que inventaron el punk, que mientras los Ramones estaban en NY, ellos estaban en las catacumbas de Buenos Aires, eran como los líderes de una secta visionaria en un país que le iba costar mucho llegar a los ochenta. Chris quería una copia de la grabación, pero, esto era imposible, le dejamos que la escuchase un poco. Sí, sin duda, son ellos. Le preguntamos si conocía a alguien que pudiese darnos una información más cercana, algún amigo, familiar etc. Nos dijo Chris, para eso hubiese estado bien que Patricia no se hubiese ido a México, ella está muy conectada y seguro que os podría haber dado alguna explicación. Le dijimos que le habíamos escrito, pero que había sido imposible contactarcon ella. Normal, añadió Chris, está metida en plena gira… aunque quizás la cantante de Los Utopians sepa algo. Nos miramos. Le dijimos que haríamos lo posible por ir al concierto. Volvimos a llenar los vasos de vino. Crish Brush no estaba siendo de gran ayuda. Si bien nos ayudó a contextualizar un poco mejor la existencia de la banda maldita, no nos aportó ningún dato determinante ni sobre su existencia, ni sobre la existencia de alguien que estuviese vinculado a ellos directamente. Los Suicidas, si habían existido, se habían esfumado sin dejar el más mínimo rastro de lo que había sido de ellos. No podíamos localizar ni amigos directos, ni familiares, ni hogares donde pudieran haber vivido. Eran fantasmas. Fantasmas que vivían en el colectivo de un grupo de personas, pero que era imposible concretar de algún modo. Se hizo la hora de cenar. Chris tenía que irse a ensayar. Estaba metiéndose bastante caña ya que quería hacer un concierto de presentación en breve. Veniros al local de ensayo y así chequeáis lo que estamos haciendo, nos dijo Chris. Le dijimos que nos era imposible, teníamos que pasar por el hostal, descargar el material y cenar. Además, les recordé a todos que aquella noche teníamos que reservar fuerzas para ir a ver la actuación de Valle de Muñecas. Sí, les dije, más nos vale estar en forma, Manza, el líder del grupo, me ha dicho que el concierto empezará hacia las dos de la mañana. Me miraron sorprendidos, cómo, dijeron, ¿a las dos de la mañana un concierto? Eso me ha dicho, también, que después de concierto hablaremoscon él de lo que queramos.

Volvimos a cenar en el bar Mi tío. Más carne empanada, más pizza, más vino, un plato bastante pequeño de ensalada. Eran las 11h30 de la noche. En el bar ya nos conocían y a pesar de lo intempestivo de nuestro horario de comidas, los bares en Buenos Aires, parecían acompañarnos en este sentido. No tenían un horario definido.

Aunque aún estábamos algo cansados por la hiperactividad de los primeros ocho días, la noche y el mediodía de descanso nos habían permitido abrir la puerta de la siguiente habitación, de la siguiente etapa de nuestro viaje. Habíamos sufrido un break, un impass, la pájara se había inoculado en nosotros sin apenas percibirla, pero, aquella noche, después de la cena, sentimos que no nos quedaba otra. Teníamos que reponernos de los fracasos de nuestra búsqueda, tomar nota de los desajustes e intentar medir mejor las pautas de trabajo. Trazar los contornos de nuestro método para evitar al máximo el desgaste físico y emocional. Queríamos volver a Valencia con algo, ese, sobre todo, era nuestro objetivo, pero, para lograrlo, no podíamos permitirnos el lujo de forzar la máquina: nuestra capacidad física y mental. Redujimos el ritmo de trabajo, decidimos que no podíamos ampliar los límites de la investigación que estábamos llevando a cabo. Sin duda si teníamos que encontrar algo lo haríamos dentro de estos límites. Ampliarlos, seguir ampliándolos, seguir entrevistando a gente sin una mínima garantía de encontrar a través de su testimonio algún dato nuevo y jugoso, ya no tenía sentido. Teníamos que llegar hasta el final de las pocas pistas que hasta ahora habíamos encontrado. Sólo datos realmente reveladores podrían cambiar nuestro rumbo.

Al acabar la cena evaluamos nuestra situación. Había un par de puertas abiertas que aún no habíamos cerrado. Aún estábamos pendientes de la entrevista que Ezequiel Acuña nos tenía que concretar con Santiago Pedrero, no podíamos desdeñarla, aunque Landete comentó: Ezequiel nos ha fastidiado los planes cuando canceló la entrevista del sábado por la mañana. Le he enviado un par de mails recordándole que era muy importante que pudiésemos ver a Santiago Pedrero, pero no he recibido ninguna respuesta. Le comentamos que debía seguir insistiendo. Landete contó que cuando llamaba a Ezequiel por teléfono, muchas veces, su madre lo cogía y le decía que estaba jugando a tenis, que le llamase a la hora de la cena. Landete lo había intentado un par de veces infructuosamente. Calma, calma, dijo Àlex, tenemos que concretar lo de Ezequiel, pero, tampoco debemos descartar aún la posibilidad de que nos llame Juan Antonio Sarabi, el actor del que Rénée Pietrafesa decía haber sido vecino de los Suicidas en Montevideo, aunque, esto supondría tener que volver a la capital Uruguaya, le dio un trago largo al vaso de vino y lo dejó en la mesa de un golpe, ¿estaríamos dispuestos? Todos movimos la cabeza afirmativamente.

Lo cierto era que lo único que sabíamos era que Ulises Luna se había ido al asteroide, pero, ¿qué había sido del resto de los componentes de la banda? No se los podía haber tragado la tierra así como así. Le pedimos unos chupitos de ron y güisqui al camarero. Poco después pedimos la cuenta y fuimos hasta la Avenida 9 de julio para agarrar un taxi que nos llevase hasta la sala Pueyrredón, era la una de la madrugada. Seguíamos sintiéndonos como en casa.

Antes de salir a cenar, después de descargar el poco material que habíamos filmado aquel día, habíamos tomado la decisión de que aquella noche la íbamos a tomar de esparcimiento, nada de filmar, nada de pensar en Los Suicidas, contactaríamos con Manza, pero, intentaríamos quedar con él en otro momento para hablar. Nos apetecía que aquella noche fuese especial, desinhibida, queríamos desparramarnos y perdernos en la noche bonaerense. Y eso fue lo que hicimos.

El taxi nos dejó a unos cinco metros de la entrada del local. Teníamos que subir unas escaleras, estaba en el primer piso, no había que pagar nada al entrar. Durante el trayecto en taxi casi nos dormimos, los taxistas de Buenos Aires pos sí solos darían para llenar hojas y hojas de material imaginado, habíamos tenido dos experiencias claves con ellos que vale la pena resaltar, una volviendo del aeropuerto, a 180 por hora sobre un coche cuyos ejes parecían de goma, parecía que fuesen a quebrarse en cualquier momento, y otra, aquella noche. Nos tocó aquella noche el taxista opuesto al fitipaldi del primer día, era una tortuga que nos estuvo explicando a lo largo del trayecto que cada uno de lo barrios de Buenos Aires tenía un equipo de fútbol en primera división, más o menos, y que él era del mejor equipo del mundo, del Boca, nos puso el himno, había soltado el volante, ya no miraba la calle, en su teléfono móvil, y nos lo hizo escuchar.

Dentro de la sala Pueyrredón, a pesar de que eran casi las dos de la madrugada, vimos que aún no había demasiada gente. El escenario estaba tapado tras un telón y no había señal de que los músicos andasen por allí. Fuimos directos a la barra y pedimos un cubalitro de cerveza y unos rones con cola. El suelo era de madera. La avenida Pueyrredón nos había impresionado por la larga que era, y bulliciosa, desde el local, había unos grandes ventanales que daban a la calle. A pesar de ser invierno, estaban abiertas.

Hacia las tres de la madrugada nos habíamos bebido un par de cubalitros de cerveza y algunos rones con cola, pero, los músicos no hacían acto de presencia. El telón seguía bajado. La gente había empezado a abarrotar el garito y el humo y la música se imponían a la amplitud y el aire respirable del principio. Empezaba nuestro descenso a la noche.

Tras el telón vimos aparecer a Manza, Landete se acercó y le comentó que estábamos por ahí. Vino a saludarnos. Nos dijo que el concierto aún tardaría una hora en empezar, nos miramos como diciendo, ¿un concierto a las cuatro de la mañana en medio de una sesión, imposible? Pero nos equivocamos porque así fue, a las cuatro de la mañana, cuando la pista de baile estaba tan llena que no cabía ni un alfiler, empezó el concierto de Valle de Muñecas. Manza nos había dicho que, tal y como habíamos comentado por mail, allí era imposible hablar, y que después del concierto concretaríamos otro día y lugar para hacer la entrevista.

Hasta Manza habíamos llegado por dos caminos, uno era Esteban Hirschfeld, el otro, la banda Astroboy. Manza había sido líder de Menos que cero, una banda indi que había tenido bastante repercusión en los noventa. Ésta, y los buenos discos que estaba editando con su nueva banda, Valle de muñecas, eran las razones por las cuales a este músico le habían llamado para producir trabajos como el de los anteriormente mencionados, Astroboy.

Otro cubalitro y otros tantos rones, Manza y su banda, en mitad de la madrugada, desgranaron uno tras otro los temas de su repertorio, la gente, que hasta hacía poco había estado bailando temas de rock independiente, ahora prestaba atención al grupo que sonaba como los Replacements y como Big Star. Y nosotros flipábamos porque la sala no se vaciaba, la gente seguía allí, atenta sin moverse, disfrutando del concierto, de la descarga de adrenalina. Landete se fue hacia el borde del escenario, allí vio a una chica que estaba haciendo fotos. A partir de ese momento Landete tuvo una misión: seguir a la chica fotógrafa.

Después del concierto la sesión de rocanrol independiente siguió desde la cabina. Felicitamos a Manza por la actuación y nos dijo que si queríamos podíamos volver a vernos el lunes, que ellos tenían una actuación en plan acústico en un local llamado la Cigale, en la calle 25 de Mayo nº 722. Así quedamos, Manza se perdió entre la multitud. Nosotros fuimos a la barra y seguimos pidiendo rondas de lo mismo.

Estábamos apoyados, de cara al escenario, el telón había caído de nuevo, observábamos a las chicas bailar, Landete buscaba a la fotógrafa que había desaparecido. Vimos como el telón se levantaba de nuevo. Nadie nos había advertido de que hubiera un segundo concierto. Salió una mujer de unos cincuenta años con una larga cabellera rubia oxigenada y una traje ceñido de lentejuelas, detrás de ella, a la batería, un joven de unos 17 años. La música pregrabada empezó a sonar, el joven intentaba inútilmente seguir el ritmo. Quisimos considerar aquello como una especie de performance del fin del mundo del rock, una especie de Sid Vicious a la que las drogas y el alcohol aún no le habían podido arrebatar la vida. Una calcamonía del Lou Reed setentero, sin su jeta anoréxica. La gente seguía en la pista, todo aquello formaba parte del show, del espectáculo, cuando acabó, Landete, definitivamente, había desaparecido, los demás salimos de la pista de baile y fuimos al otro lado del local, donde estaban las ventanas que daban a las calle pueyrredón, eran las 5h30 de la madrugada. Seguíamos vivos y coleando.

Antes de llegar al otro lado, una chica me miró, yo seguí andando. Me puse cerca de una ventana. Estaba solo, los demás habían desaparecido. Esperé. Aparecieron Àlex y Dani con la chica que me había mirado y con un chico que parecía el cantante de los White Stripes. Dani me miró y girándose les dijo: aquí lo tenéis, Yamandú. Yo no sabía de qué me estaban hablando, pero, mientras la chica hablaba con Álex y Dani, el chico con pelo a lo White Stripes me dijo: a ver y, ¿qué haces? Respondí lo primero que se me pasó por la cabeza, soy fotógrafo, dije, el tío se quedó un poco sorprendido, y, qué fotografías, el chico no sólo tenía el pelo a lo Jack White, también sus pantalones y su chaqueta estaban inspirados en este artista, le respondí que fotografiaba mujeres, el aire de sorpresa e incredulidad crecían a la par en la cara del chico White, y, qué tipo de fotografías haces, ahí fallé, dije, rostros, pero lo que Yamandú –fotógrafo bonaerense de reconocido prestigio- retrata, en realidad, son coños, y me dijo, tú no eres Yamandú, y le dije, es verdad no lo soy, entonces Jack White se dio la vuelta e interpeló a la chica, te lo dije, no es Yamandú, ella dejó de hablar con Àlex y Dani y se puso a hablar conmigo, tenía unos 21 años, a los dieciséis ya se había leído las obras más relevantes de Hermann Hess y en aquel momento huía de cualquier interpretación del artista atormentado, bien, pensé, lo tenemos mal, ya no sólo por tener a Jack White rondando a nuestro alrededor sino porque además, una chica de 21 años daba muestras de tener más sensatez y claridad de ideas que un hombre de 35. Seguimos hablando del acto de crear, Jack nos estaba vigilando, de vez en cuando intentaba meterse en nuestra conversación, ella no le hacía mucho caso y volvía al tema de la creación. Al final le dije que si se venía conmigo y le hacía un Yamandú, en ese momento me señaló a Jack, y me dijo, no estoy con él, pero, voy con él, él la agarró del brazo y se perdieron entre la gente.

Miré a Àlex y Dani, ¿dónde está Landete? No teníamos ni idea, al final lo localizamos,iba agarrado de una rubia, no era la fotógrafa, le dijimos que en breve nos íbamos a ir al hostal, él nos indicó que hiciésemos marcha, eran casi las siete de la mañana, aunque el local estaba más vacío, no dejaba de llegar gente, vimos pasar a la leyenda del rock urbano decadente con su séquito, la mujer de melena oxigenada, el batería, el chico joven, le seguía como si fuese un perro faldero. Ese fue el momento en el que decidimos volvernos al hostal. Antes le dijimos a Landete que íbamos a buscar un sitio donde desayunar por los alrededores, que nos buscase antes de agarrar un taxi por su cuenta.

Al lado del local encontramos un bar abierto. Desayunamos y esperamos a que Landete apareciese, pero, fue en balde, salimos a la avenida y subimos a un taxi. Recorrer las calles y avenidas de Buenos Aires un domingo a las 7h de la mañana, volviendo de una noche de fiesta, era lo que estábamos haciendo, la luz austral había limpiado, de alguna forma, la visión de la vida metropolitana, todo parecía más tranquilo, menos sucio, más ordenado, por un momento pensé que estábamos en Madrid, o en Barcelona, cuando Buenos Aires esconde sus demonios, en realidad, es como una gran ciudad Europea.

Cuando llegamos al hostal estábamos algo preocupados por Landete. Nuestra preocupación duró poco, estaba en el cuarto, había llegado antes que nosotros, al salir, se había olvidado de buscarnos y se había subido directamente a un taxi. Dormía plácidamente.

Nos despertamos pasadas las tres de la tarde, reincidimos en buscar por San Telmo algún asador donde nos dieran de comer. Aquel fue otro de los días que dedicamos al relax y al paseo. Hacia mitad tarde fuimos al cine.

Cuando volvimos al hostal, revisé mi correo electrónico. Di un grito: lo tenemos, dije. Se acercó Landete que estaba escribiendo el blog del viaje, qué es lo que tenemos, me dijo, moví un poco la pantalla del ordenador para que pudiese leer, me ha contestado Juancho Sarabi, tenemos que ir a Montevideo, sin falta, el martes por la noche tenemos una entrevista con él, estupendo, dijo Landete, entonces, volvamos a Montevideo.

Avisamos a los demás de que por fin Juancho Sarabi había dado señales de vida, y que fuésemos preparándonos para el viaje. Entonces nos acordamos del concierto del lunes de Valle de Muñecas en la Cigale. También nos acordamos de la necesidad de no retomar el ritmo frenético, de dar cada paso con un poco más de calma. Habíamos quedado con el actor el martes por la noche, no había prisa, cogeríamos el barco el martes por la mañana y estaríamos a tiempo en Montevideo, esto nos daría margen para no rechazar a priori la opción de entrevistar a Manza y compañía. Podíamos hacer una cosas tras otra, sin solapamientos.

El lunes por la mañana fue tranquilo, seguimos pateando el barrio de San Telmo, nos tomamos un aperitivo en una de sus plazas más emblemáticas, al lado de la calle Pendiente.

Landete intentó llamar a Ezequiel, ahora que habíamos conseguido concretar una cita con el actor, sólo faltaba conseguir hablar con Santiago Pedrero. Si conseguíamos ambas cosas, habríamos llegado al final de la investigación. Pero, Ezequiel no cogía el teléfono. Cuando volvimos al hostal Landete le mandó un mail.

Llegamos a la Cigale bastante pronto, Manza y sus chicos aún estaban probando. Esperamos a que acabasen para hablar con ellos.

Para nuestra sorpresa Manza conocía a Los Suicidas, eso nos hizo dudar de que fuese cierto que Astroboy no conociese también a la banda, nos hizo pensar que a lo mejor Astroboy, a pesar de conocer a Los Suicidas, prefirieron no contarnos nada de ellos. Manza nos dijo que aunque en su tiempo le gustaron, recordaba que la grabación era horrible, puro ruido, y que apenas se distinguían las voces y el resto de los instrumentos de lo altas que se habían grabado las guitarras. Y, nos apuntó otro dato interesante: sabéis, nos dijo, yo, hace 15 años, cuando aún era un chaval, viví en el Barrio de San Telmo, precisamente cerca del hostal donde me habéis dicho que os alojáis. Por aquella época tocaba en un grupo más folkie, más tradicional, tocaba el charango, cerca de mi casa había un lutier que tenía un taller de reparaciones de instrumentos tradicionales, nos hicimos amigos. Un día entró un tipo que parecía un mendigo, vestía con ropa andrajosa y se veía que llevaba tiempo sin lavarse, el hombre llevaba un charango precioso, se lo quería vender al lutier, discutieron un rato para acordar un precio y finalmente el lutier cedió, cuando se fue, un ayudante del lutier se giró y le dijo, ¿sabes quién era ese hombre? El Lutier respondió que no, que no lo sabía, le pasó el charango que había acabado de comprar al ayudante y éste continuó: ¿te suena un grupo que se llamaba Los Suicidas?, el lutier respondió que no, pero yo sí que los conocía, pues ese fue el batería de esa banda, concluyó el ayudante, seguro que vuelve algún otro día para vendernos algún otro instrumento. Está en la puta ruina. E hizo un gesto como indicando que el acohol le había destrozado la vida a Roque Celaya.

Miramos a Manza, nadie hubiese podido poner la mano en el fuego por él para comprobar si estaba hablando en serio o si se acababa de inventar aquella historia. Su mirada era un enigma. Le preguntamos si sabía como se llamaba el batería. Nos dijo que del nombre estaba seguro, Roque, del apellido no tanto, alguno de nosotros dijo, ¿Shenker?, no dijo Manza, ¿Mendetti?, no, ¿Celaya? Sí, eso es, nos dijo Manza, Celaya, ese era su nombre. Sabíamos los apellidos de los miembros de la banda ya que en el disco que habíamos encontrado en Montevideo aparecían detrás de los títulos de las canciones: Luna/Celaya/Shenker/Mendetti.

Ya sabíamos el nombre de uno de los guitarristas, Ulises Luna, y el del batería. No sabíamos dónde estaban, pero, ahora sabíamos el lugar que ocupaban dentro de la banda, sólo faltaba saber quién era el bajista y el guitarra rítmica y saber quiénes eran los cantantes en el grupo. También le pedimos la dirección del lutier. Nos la escribió en un papelito. Tendríamos que ir a la vuelta de Montevideo.

Una vez entrevistado el actor, nuestro principal objetivo pasaba por localizar a toda costa a Ezequiel, aunque ello supusiese tener que ir a verlo jugar una partida de tenis, para concretar nuestra entrevista con Santiago Pedrero, pero, con lo que nos había dicho Manza, hablar con elLutier de San Telmo también iba a ser necesario.

Aún teníamos un cierto margen de tiempo por delante -los billetes de regreso a Valencia los teníamos cerrados para el jueves 30 de agosto- para indagar esta puerta que acababa de abrirse, otra vía de explotación informativa que nos podría aportar algo nuevo sobre los músicos que buscábamos. A partir de aquel momento, nuestra moral empezó a recuperarse, todo parecía empezar a tomar forma.

Capitulo 5. Montevideo seguía estando allí.

Atravesar el Río de la Plata es como cruzar un mar de pequeñas dimensiones, este dato que puede ser irrelevante para según quien, para un grupo de personas como nosotros, procedentes de una ciudad donde el río está seco, era algo muy impactante. No todos los días se cruza un río en tres horas. Nosotros en un par de semanas lo habíamos hecho dos veces, aún nos quedaba otra.

Nada más llegar al puerto, me di cuenta de que algo se estaba removiendo en mi interior, quizás fue cuando compré los billetes, o quizás cuando nos dispusimos a esperar la hora de embarque en la sala de espera, fue una sensación que me vino así, de sorpresa, no podía afirmar que los demás estuvieran también experimentando mi misma sensación, pero intuía que así era, lo cierto fue que de repente me di cuenta de que estaba sumergido dentro de un papel, sin casi pretenderlo, o sin pretenderlo de una forma totalmente consciente, llevábamos dos meses convertidos en puros investigadores, ese se había convertido nuestro cometido, nuestra misión, nuestra única obsesión. Éramos como detectives tras pistas endebles que nuestros olfatos tenían que desentramar entre millones de olores diferentes. Sí, esta búsqueda había tomado una dimensión que iba mucho más allá de lo que podíamos haber imaginado en un principio. Das un paso, y lo das a ciegas, cuando has dado unos cuantos, llega el momento que ves la luz, o la enciendes, miras hacia atrás y te das cuenta de que no tienes ni la más remota idea de cómo has llegado hasta aquí, tampoco sabes si sería posible empezar de nuevo de cero, y menos aún si algún día podrás volver.

No, no íbamos a poder volver, aquel día me di cuenta, la búsqueda de Los Suicidas nos había cambiado para siempre, estábamos haciendo algo grande, no para el resto del mundo, sino para nosotros, nos habíamos embarcado en una ilusión y a pesar de que realmente no habíamos encontrado nada de lo que habíamos venido a buscar, en verdad, lo habíamos encontrado todo. Y no hablo de cosas materiales, sin darnos cuenta, habíamos encontrado respuestas a nuestras inquietudes interiores, habíamos encontrado una cierta claridad en nuestro camino vital, habíamos descubierto cosas por las que valía la pena luchar, cada uno la suya, cada uno de los miembros del grupo encontró su respuesta.

Yo encontré la mía y cuando subí al barco que me iba a llevar a Montevideo, tuve la sensación de que estaba subiendo a una nave espacial. La nave me llevaría a un lugar de mi vida que estaba en el futuro, un lugar donde todo empezaría de nuevo para mí. Un lugar donde iba a poder empezar la partida de cero, con nuevas cartas en la mano, y que allí empezaría la partida definitiva. Ya no habría una nueva oportunidad.

En la Plaza de la Independencia todo estaba como lo habíamos dejado. Llegamos a mitad tarde y estaba oscureciendo. Habíamos quedado con Juancho Sarabi en el bar de al lado del CheeseCake. Cenaríamos allí.

La entrevista con Juancho iba a ser una de las claves que determinarían el devenir de nuestro viaje. Sus palabras nos iban a lanzar hacia lugares, hasta el momento impensados por nosotros.

Nico nos esperaba en la Plaza. Esta vez, se había convertido en un amigo de toda la vida para nosotros, nos cedió su casa para dormir y dejar los trastos. La humedad y el viento frío se hicieron sentir con mayor intensidad a lo largo de esta segunda visita. Al fin y al cabo estábamos en pleno invierno, a veces nos costaba darnos cuenta de que, en pleno agosto, teníamos que ir abrigados como si en Valencia estuviéramos en enero.

Tener una especie de hogar en Montevideo es una sueño que cualquiera que cruce el charco y visite la ciudad tendrá la tentación de realizar. En Montevideo, por lo menos en la zona por la que nos movimos, las casas no tienen más de dos o tres alturas. Casas que conservan su autenticidad y su porte. Casas donde te entran ganas de venir a pasar un tiempo para escribir un libro, un guión, para componer unas canciones… El barrio donde vive Nico podría convertirse perfectamente en un barrio refugio de artistas, de creadores, de jóvenes y mayores deseosos de hacer las cosas a su manera.

Tras dejar las maletas, con la cámara a cuestas, fuimos hasta el bar donde habíamos quedado con Juancho. Él estaba allí esperándonos, en una mesa solitaria, era martes y el bar estaba bastante vacío. Además el tiempo no acompañaba para que la gente estuviese por la calle.

Juancho, aquella noche, nos habló de su trabajo como actor, de cómo Montevideo era una ciudad que amaba el teatro. Él en un principio había empezado con la música, pero, al poco se dio cuenta de que no era lo suyo, que lo que realmente le interesaba era la interpretación. Estábamos ansiosos por ir directos al grano, por hacerle la pregunta pertinente sobre Los Suicidas, pero como siempre desde el principio de esta investigación, sabíamos que teníamos que esperar al momento idóneo. Sólo al final de la cena, se presentó la ocasión, pero, no bien había empezado a hablar, nos dijo: prefería que para contaros esta historia, sé lo importante que es para vosotros, me hicieseis la entrevista en un lugar simbólico para mí, un lugar, que en cierto modo, es como un monumento póstumo, porque cuando os cuente la historia de los miembros de Los Suicidas que conocí, en realidad, os estaré hablando de la historia de las personas a los que la llegada de las dictaduras a Latinoamérica les obligó a cambiar de vida, o a perderla.

Nos quedamos callados, no podíamos más que aceptar las condiciones de Juancho. Él quería que nos viésemos pronto por la mañana, hacia las 9h, quería que tuviésemos tiempo para pasearnos por una cuadra que había dejado de existir. Una manzana de casas que había sido tirada abajo por las máquinas, como intentando borrar un pasado, bajo los escombros se encontraba la que había sido la casa de su niñez, ahora no había más que un descampado salpicado de agujeros y muros semiderruidos.

Hacia principios de los años setenta, Juancho Sarabi y su familia, previniendo el cambio de los tiempos, habían abandonado en el momento adecuado su residencia, buscaron otro lugar donde poder vivir, en casa de unos familiares, a unos kilómetros de la capital. Igual que ellos, aunque unos meses antes, Rigoberto Mendetti había hecho lo propio. Se había marchado. En principio nadie sabía dónde. Nelson Shenker lo había visto hacer las maletas, cargar con su guitarra y desaparecer. Juancho, nos contó, le preguntó a Nelson sobre lo ocurrido: discutimos, dijo, me dijo que me fuera con él, que las cosas se estaban poniendo feas por aquí, los militares empezaban a multiplicarse por las esquinas, sobre todo para unos músicos melenudos como nosotros, que teníamos que salvarnos, huir, pero, dónde, Rigoberto, si pasa algo, dónde nos vamos a esconder. No lo sé, decía, vayamos a Chile, crucemos la frontera, no lo sé, pero, vayámonos. Pero Nelson era muy cabezota, no creía que la cosa fuese a ir a más, de hecho no creía que fuese a pasar nada, no creía que se atreviesen, no creía que el mundo fuese a permitir que en un país como Uruguay se estableciera una dictadura militar. Y Rigoberto se marchó. Durante un par de meses no tuvo noticias de él. Nelson no sabía si se habría ido a Chile o si habría tenido la posibilidad de seguir los pasos de Ulises. Pero no tenía dinero, era imposible que hubiese podido seguir a Ulises. Rigoberto y Nelson eran los dos únicos miembros de la banda que quedaban por aquel entonces en Montevideo.

En realidad la banda se había deshecho. Habían intentado volver a Sondor, grabar un segundo disco, recuperar ese sentimiento que les había unido en un principio y que les había convertido en una especie de mito, pero, cuando llegaron a la capital Uruguaya, se dieron cuenta de que, ni ellos eran los mismos, y mucho menos, el contexto les acompañaba ya. Tras un par de meses de ensayos no pudieron seguir engañándose y comenzaron las deserciones, primero Ulises, hacia el Asteroide, y después Roque Celaya. Celaya dijo querer volver a Buenos Aires, recuperar un antiguo proyecto de música tradicional que le rondaba, desde hacía tiempo, por la cabeza. Sólo Rigoberto y Nelson se quedaron residiendo en Montevideo. Estaban bien allí. Ambos habían comenzado a colaborar con una compañía de teatro, se habían ido adentrando en el mundo de la farándula y habían conocido a un par de actrices, que a la postre, habían acabado por ser sus compañeras sentimentales. Pero, cuando las cosas se empezaron a poner feas, Rigoberto no dudó en que lo siguiente que tenían que hacer era desaparecer del punto de mira, desaparecer, pasar desapercibidos. Nelson, más implicado políticamente, pensaba lo contrario: uno no podía huir del destino reservado para un pueblo, uno debía asumir en sus carnes el devenir de una nación, fuera cual fuera el precio que hubiera que pagar.

Nelson le contó a Juancho como Rigoberto, el cual convenció a su chica para que lo acompañara, se marchó muy enfadado, en realidad eran muy buenos amigos, y sabían que, de alguna manera, aquella despedido iba a ser definitiva.

Juancho fue testigo de todo este proceso de desintegración. Se había hecho amigo de la banda, era un niño interesado en la música que tenía por vecinos a unos músicos locos. Quizás fuese demasiado joven para acordarse de todo esto. Esto último lo pensamos cuando acabamos de entrevistarlo. Cuando tras haberlo grabado mientras nos contaba toda su historia, caminando en medio del descampado, se fue y pudimos reflexionar sobre todo lo que nos había dicho. Pero la historia parecía verosímil. El niño era como una mascota para los miembros de la banda y parece ser que los padres de Juancho trabaron amistad con los jóvenes músicos. Quizás fuesen ellos los que en realidad habían contado la historia a Juancho, no podíamoss saberlo con certeza. El caso es que Juancho recordaba a Nelson Shenker tocando el bajo en su casa, y como, tras la partida de Ulises Luna, se convirtió él en su profesor. Cada día, después de clase, en vez de hacer los deberes, iba a casa del músico. Así fue como conoció también a la chica de Shenker, a la actriz. Fue ella la que le abrió los ojos, la que le incitó a que desarrollase sus dotes como actor.

Juancho nos contó que un día entró en casa de Nelson y lo vio extrañamente abatido, balanceándose sobre una mecedora. Se acercó, el lugar estaba poco iluminado. Nelson tenía una postal en la mano. Miró al niño y le dijo: es de Rigoberto, me escribe desde Ushuaia, quiere que mi chica y yo nos reunamos con ellos, dice que allí nos será posible camuflarnos durante un tiempo. Aquella noche, desde su casa, oyó gritos, ruido de platos y vasos rotos, una gran discusión. Pocas semanas después Juancho fue a despedirse de Nelson. Nelson y su mujer no se iban a mover de allí. Eso fue lo último que le dijo. No iban a permitir que nadie les quitase lo que era suyo. Fue la última vez que lo vio. Después vino la dictadura, las desapariciones y todo lo demás. De todo aquello, Juancho insistió mucho en que grabáramos la manzana en ruinas, lo único que quedaba era aquel solar lleno de agujeros y de muros a mitad derruidos. Restos que ni tan siquiera se habían tomado el tiempo de ocultar. Como si aquel pueblo estuviese condenado a vivir con las venas abiertas, con la perspectiva de que en cualquier momento el infierno se pudiera volver a instalar, campar a sus anchas, la puerta no había podido ser cerrada del todo.

Ushuaia. Le preguntamos a Juancho si desde entonces había tenido noticias de Rigoberto. Si sabía algo de lo que le había sucedido durante todos estos años. No tenía ni idea. No podía ayudarnos más, nos había contado todo lo que sabía. Todo. No tenía nada más que decirnos. Nos despedimos de él. Le agradecimos la información que nos había dado. Los vimos alejarse, caminando, perderse tras una esquina.

Volvimos a casa de Nico a dejar el equipo de grabación, y decidimos ir a comer al Mercado del Puerto de Montevideo. Allí delante de un asado y de unas botellas de vino pensamos en todo lo que nos acababa de informar el actor. Todos llegamos a la conclusión de que una nueva puerta se acababa de abrir: Ushuaia. Nos pasamos la comida discutiendo si debíamos ir o no hasta allí. Las probabilidades de encontrar a Rigoberto eran ínfimas. No teníamos sus señas y no conocíamos a nadie allí que nos pudiese orientar. Enseguida alguno de nosotros comentó que lo que debíamos hacer antes de nada era apurar las pistas que teníamos más a mano. Que la vía de Ushuaia debíamos dejarla como una alternativa desesperada. Teníamos que hablar aún con Santiago Pedrero. Ezequiel Acuña nos había dicho que Santiago sería alguien que nos daría una pista definitiva, realmente importante. Nos apremiaba saber qué era lo que Ezequiel Acuña aún no nos había contado. Si no era realmente importante tomaríamos el primer avión que nos llevase a Ushuaia. Decidimos llamarle y mandarle algunos mails. Queríamos mostrarle nuestra urgencia. El tiempo se nos acababa. En el fondo seguíamos como al principio: la gente nos hablaba de la banda mítica, pero, en realidad, nadie nos podía llevar hasta ellos, nadie sabía dónde estaban.

Sorprendentemente Ezequiel contestó al teléfono. No, no haría falta que fuésemos abuscarlo a la cancha de tenis. Al ver que estábamos ya realmente apurados, nos dijo lo que sabía: Santiago Pedrero era el hijo de Roque Celaya. Ezequiel no conocía demasiado bien la historia entre el padre y el hijo, pero sabía que para Santiago era un tema delicado, por eso había sido tan difícil encontrar el momento justo para hacerle la propuesta de que lo entrevistásemos. Durante estas dos semanas había estado allanándonos el terreno, alisándolo, para que, llegado el momento, la entrevista pudiese llevarse a término. Nos preguntó que dónde estábamos, le comentamos que habíamos tenido que volver a Montevideo, nos dijo que volviésemos enseguida que tendría montada la entrevista para el jueves, que nos veríamos en El Nacional, a las21h.

Pero de momento, aún estábamos en Montevideo, después de comer habíamos ido a buscar una cabina telefónica desde donde llamar a Ezequiel, también habíamos buscado un cyber desde donde mandar algunos mails. Habíamos bajado hasta el malecón. Durante todo el paseo no pudimos dejar de darle vueltas a la cuestión de viajar hasta Ushuaia, por mucho que, esta vez sí, hubiésemos recibido una respuesta positiva de Ezequiel. No sabíamos qué hacer, aunque teníamos la sensación de que no podíamos dejar pasar ninguna oportunidad, no debíamos. Tal y como habían ido las cosas, lo más probable iba a ser que Santiago Pedrero supiese lo justo para decirnos que no sabía nada, o para decirnos que lo que sabía no nos iba a llevar a ningún lado. En el fondo, nuestra obligación era no perder ninguna oportunidad, seguir todas las pistas, y aquella era una pista importante. Si Rigoberto Mendetti estaba en Ushuaia, eso era algo que debíamos dejar claro, no podíamos volver a Valencia con esa duda. Pero dudábamos. Y así fuimos subiendo desde el malecón por la calle en pendiente que nos llevaba hasta la Plaza de la Independencia.

No sé muy bien porqué giramos por una calle a la derecha, justo antes de llegar a la plaza. Landete se acercó a un escaparate y dijo: mirad, un taller de instrumentos musicales. En el escaparate había un bajo eléctrico, un Hofner, del 62. Entramos para ver si lo vendían. No hay que olvidar que tres de los cuatro miembros del grupo de investigadores somos músicos. En la tienda además del bajo, había guitarras eléctricas y bandoneones, los arreglaba y los fabricaba él. Pero el lutier no quería vender el bajo. Era un recuerdo, nos dijo. Aún así insistimos, aquella era una pieza de museo y valía la pena intentarlo. No hubo manera. Nos dijo que aquel bajo era un símbolo. Había pertenecido a un mítico bajista argentino que había desaparecido en los tiempos de la dictadura. Dicho bajista, estaba pasando un muy mal momento económico y lo único que le quedaba por empeñar era su bajo. Lo hizo sólo bajo la promesa de que no lo vendiese, de que lo guardase hasta que pudiese volver a comprarlo. El Luthier aún estaba esperando al bajista. Landete le preguntó que quién era el bajista. Nelson Shenker, dijo.

La casualidad nos dio un empujoncito. Al final íbamos a tener que acercarnos un poco más al Polo Sur. Iba a ser inevitable. El Lutier nos contó que de la misma manera que Nelson Shenker había empeñado su bajo, unos meses antes, un tal Rigoberto Mendetti había hecho lo mismo con un par de guitarras, pero, a diferencia de Nelson, Rigoberto sí que había vuelto a por sus guitarras. O más bien, no, no había vuelto, se había puesto en contacto con él, por vía telefónica, hacia finales de los ochenta, para que le mandase las guitarras a Ushuaia. Sí, Rigoberto, a finales de los años ochenta seguía por Ushuaia, y no sólo eso, además había reclamado sus guitarras.

Salimos del taller sin el bajo de Shenker pero sabiendo que al día siguiente, en cuanto llegásemos a Buenos Aires, íbamos a comprarnos el billete que nos iba llevar a la última ciudad del sur del continente.

Esta decisión fue como una inyección de adrenalina para nosotros. Decidimos ir al Cheese Cake para celebrarlo. Allí nos encontramos con un par de críticos de Rock montevideano, dos grandes conocedores de los entresijos del Rock autóctono: Gabriel Peveroni y Fernando Peláez. Tras unas copas, como no podía ser de otra manera, les preguntamos sobre Los Suicidas. Juntos habían escrito un par de libros sobre la historia del Rock Uruguayo y les preguntamos porqué no habían incluido a Los Suicidas en esta recopilación. Gabriel le echaba en cara a Fernando que había sido una cuestión arbitraria, ya que si bien Los Suicidas no eran uruguayos, habían grabado su disco en Sondor, y por lo tanto, eran más uruguayos que argentinos. Fernando pensaba lo contrario.

Esa misma tarde conocimos a Felipe Reyes, el dueño del Cheese Cake, de La Ronda y de La Otra Ronda. Un poco antes de cenar nos invitó a que subiésemos a su casa. En el piso 15 del Palacio Salvo. Desde allí la panorámica de Montevideo y del Río de la Plata era impresionante. Aún así, Buenos Aires, nuestro próximo destino, no se divisaba.

Capitulo 6. Buenos Aires sin policías motorizados.

La Vuelta en barco a Buenos Aires fue algo dura. No podíamos irnos de Montevideo sin pegarnos una buena fiesta, y esto fue lo que hicimos. Por la mañana nos despertamos a duras penas. Llegamos a tiempo para agarrar el barco, pero yo, en especial yo, estaba algo tocado. Me pasé el trayecto intentando recuperarme pero fue imposible. En mis sueños oía a alguien que dictaba números, otra persona tomaba nota. Después oía unos pitidos, y la primera persona volvía a decir unos números, la otra tomaba nota.

Cuando llegamos a Buenos Aires, hacia las 14 horas, Dani me despertó. Aún despierto seguí oyendo a alguien dictar unos números. Me di la vuelta y vi a un padre y su hija. Les dije: qué es lo que estáis haciendo, os habéis pasado el viaje, tres horas, diciendo números en voz alta. Estaban pasando la agenda del padre al nuevo celular que se había comprado. No, no iba bien, aquel día, había algo que se me había quedado atravesado.

Agarramos un taxi y en cuanto llegamos al hostal, el mismo que habíamos dejado dos días atrás, me metí en la cama. Antes me dijeron: ya te puedes ir recuperando porque las 21h tenemos una cita con Ezequiel. A esa hora tenemos que estar sin falta en el Nacional. Yo, en ese momento, pensé que iba a ser francamente difícil llegar al Nacional a tiempo sobre mis dos piernas, y me dormí. Los demás, excepto Landete, se quedaron conmigo en la habitación, a su rollo, dormitando, preparando la entrevista, revisando el material que habíamos acumulado hasta la fecha.

Hacia las 19h Landete volvió. Tenía hambre y decía que ya estaba bien de perrear, que nos duchásemos y que nos pusiésemos en marcha. Yo sentía que las paredes de mi estómago se habían pegado, que no dejaban pasar nada por ese camino, pero aún así, me levanté, la cabeza en el culo. Antes de salir de la habitación sobre la cama, mientras me vestía, vi algo al lado de los calzoncillos. Eran los billetes para ir a Ushuaia. Landete los había comprado mientras dormíamos. El lunes a las nueve de la mañana agarraríamos el avión. Buscaríamos a Rigoberto Mendetti. Buscaríamos algún lugar donde hiciesen conciertos, si había recuperado sus guitarras sería por algo, seguro que en el sur del sur, había encontrado un lugar donde hacer conciertos.

Aquello me animó, y a pesar de que mi estado físico no me acompañaba, mentalmente me sentí fortalecido. Ushuaia nos esperaba. Estaríamos tres días, no más, después volveríamos a Buenos Aires y sólo tendríamos un día antes de agarrar el avión de regreso. El viernes 30 de agosto estaríamos en de nuevo en Valencia.

Volvimos a cenar en el bar Mi tío. Más tarde entendí que Landete estaba enamorado de este sitio, no sólo por su comida y estar abierto a todas horas, sino también por el nombre. Landete es un fanático de Jacques Tati. Yo comí poco. No bebí nada. Los demás siguieron a su ritmo. Las calles seguían bastante llenas de gente, San Telmo es un barrio por donde a la gente le gusta pasear, lleno de negocios, puestos ambulantes, cualquier día de la semana. Un barrio lleno de pequeños secretos y sitios por descubrir.

Cuando se hizo la hora pagamos y nos fuimos a El Nacional. Antes de entrar, Àlex le preguntó a Landete si había llamado a Ezequiel para recordarle nuestra cita. Le dijo que no, que no lo había visto necesario. Àlex me miró e hizo un gesto como diciendo: esto me huele mal.

Subimos al local y fuimos preparando el espacio. La cámara, la disposición de la mesa, la silla, las luces. De repente se nos acercó el camarero, nos dijo que si podíamos esperar a que acabase el concierto para montar todo el tinglado. Qué concierto, le preguntamos. Esta noche toca un músico uruguayo. ¿Quién? Le preguntamos. Mandrake. No jodas, dijimos.

Hablamos con Mandrake. Le preguntamos si le importaba que grabásemos su concierto. Nos dijo que estaba encantado. Ezequiel no daba señales de vida. Nos estábamos poniendo algo nerviosos, pero, por el momento, íbamos a poder disfrutar y grabar el concierto de Mandrake.

El nacional es un lugar perfecto para hacer conciertos acústicos. Un sitio cálido y acogedor, con mesitas y sillas confortables. Un lugar perfecto para escuchar un concierto mientras te tomas una copa o picas algo.

Mandrake desgranó su repertorio. Uno de nosotros subió a un altillo que tenía la sala para hacer alguna toma. Las luces rojas creaban un ambiente sugerente que invitaba a ser absorbido por la música. Una voz rota y profunda contaba historias surrealistas y marcianas, llenas de personajes cotidianos. El hombre de ninguna parte, sin ninguna tierra, haciendo planes para nadie. Ese era Mandrake.

Al acabar el concierto seguimos esperando a Ezequiel. La sala se fue vaciando. Alguien se tomó un par de Ron con Cola, nos invitó a que nosotros también emprendiésemos el vuelo. La nave tenía una avería, un fallo mecánico que le iba a impedir despegar.

Landete llamó a Ezequiel sin éxito. Se hizo la una de la mañana y decidimos volver al hostal. Allí mandamos algunos mails. Landete le mandó uno a Ezequiel. Nos fuimos a la cama.

El viernes 24 de agosto nos despertamos pronto. Lo primero que hicimos fue intentar contactar con Ezequiel. No había contestado a los mails, no agarraba el teléfono.

Teníamos un problema.

Dani improvisó algo. O más bien, recordó algo. ¿Os acordáis de lo que nos contó Manza sobre el taller de charangos? Lo miramos, sí, nos acordábamos. Manza nos había dado la dirección. Aquel iba a ser el plan B. Otro camino para llegar hasta Roque Celaya. Teníamos de tiempo hasta el lunes a las 9h de la mañana. La cuenta atrás se había instalado en nuestras vidas hacia nuestro nuevo ineludible destino: Ushuaia.

Pero llevar a cabo el plan B no iba a ser tan sencillo como habíamos pensado. Nadie encontraba el papel donde habíamos apuntado la dirección del Luthier. Nadie. Ni rastro. El Barrio de San Telmo es lo suficientemente grande como para no encontrar algo o alguien si no tienes su dirección. Sólo nos quedaba una salida, buscar por el google y preguntar a la gente del barrio si conocía a algún luthier por la zona.

En el google no obtuvimos ningún resultado. Preguntamos en la recepción del hostal. No tenían la más mínima idea. Empezamos a deambular por las calles de San Telmo, dejándonos guiar por un instinto que no nos llevaba a ninguna parte. Como siempre, nuestros pasos nos llevaron hasta la calle Pendiente. Llegamos hasta una plaza, y, cansados de no encontrar nada, nos sentamos a tomar unas cervezas.

Era sábado, hacía sol y la temperatura era bastante agradable para ser invierno. Estábamos en medio de un impass. No lo podíamos negar, en aquel momento se presentaban dos días ante nosotros en blanco. Intentamos disfrutar de la cerveza, del entorno, el bullicio de la gente aprovechando los rayos de sol. Una pareja de tangueros enchufó un radio cassette y se puso a bailar. La mujer y el hombre de negro, ella le agarraba la pierna con fuerza, se asía a ella, se enganchaba, nadie la iba a poder soltar.

Los Alrededores de la plaza estaban llenos de puestos ambulantes y, tras apurar un par de cervezas cada uno y algún que otro plato de olivas y de queso, nos levantamos para ver lo que por allí se vendía. Trabajos artesanales. Desde carteras, hasta piedras pintadas, alfombras o cuadros. Inclusos había algún que otro puesto donde se vendían libros, la mayoría de ellos eran de orfebrería.

Andábamos contornando la plaza. A paso lento, un tanto desanimados, sin prestar gran atención a nada, pero, a la vez, sin dejar de estar atentos a cualquier señal. A Landete le sonó el móvil. Nos paramos esperando a que acabase de hablar. Yo me acerqué un poco más a un puesto. Me quedé mirando unas carteras de bolsillo, de piel. Olía a marihuana. Una marihuana potente, de las que te deja seco. El chico atendía el puesto me dijo que si quería comprar algo. Le dije que no. Que estaba mirando. Siguió fumando y se puso a tocar. Le pregunté cuál era el instrumento que estaba tocando. Me dijo que era un charango. Le dije que si lo vendía. Me dijo que no, que era suyo. Se lo pensó dos veces, sí, te lo vendo. Por cuánto, le dije. Por 300 pesos. Pero, le dije, ¿es un charango bueno? Soy músico y me lo quiero llevar a Valencia. El chico me podría haber engañado, me podría haber dicho que sí, que aquel era un charango bueno, yo no tenía ni idea y se podría haber sacado 300 pesos fácilmente, pero lo que me dijo fue lo siguiente: este charango no está mal, pero si quieres uno bueno de verdad es mejor que vayas a un Lutier. ¿Conoces a alguno? Le dije. Sí, me dijo él, conozco a uno que tiene su taller por aquí cerca. Le seguimos. El taller no estaba demasiado lejos. Cuando llegamos llamamos a la puerta. No había nadie. El chico se marchó. Se había hecho la hora de comer. Entramos en un bar donde servían lentejas. Comimos e hicimos tiempo.

Mientras todo esto transcurría, Landete había ido hablando por el móvil. Durante la comida nos contó que quien había llamado era Ezequiel. Se había disculpado por su falta de seriedad del día anterior. También le había dicho que aquella noche podríamos quedar con él y Santiago Pedrero. Ya no nos creíamos nada. Landete siguió hablando. Santiago le había comentado que quería ir a ver un concierto, por la zona de la Avenida Niceto, un concierto de los Utopians. Los Utopians era la banda de la que nos había hablado Chris Brush. Landete le había dicho que allí estaríamos. Sobre las 2h de la madrugada. No íbamos a ir más pronto. Ahora sabíamos los horarios de los conciertos en las discotecas de la capital porteña.

Acabamos de comer. Hacía tiempo que no comíamos de caliente y nuestros estómagos lo agradecieron. También el postre y los digestivos. Àlex dijo, volvamos a casa del Lutier, quizás haya llegado ya. La casa del Lutier estaba relativamente cerca del nuestro hostal. Si no estaba, siempre podríamos regresar para hacer una siesta u ordenar el material de cara a la grabación de la noche.

Llamamos a la puerta del taller y esta vez si que nos abrieron. Se abría una pequeña puerta. Pequeña, no más.

El Lutier resultó ser una persona muy amable y culta. Tenía un par de trabajadores a su cargo. Le preguntamos por la crisis económica, nos contó que él había logrado resistir precisamente por ser el suyo un trabajo artesanal. Tenía allí a la vista verdaderas joyas, instrumentos convertidos en obras de arte, madera con incrustaciones de colores, olor a barniz, marfil. Le preguntamos el precio de los charangos y decidimos comprar un par. Nos dio un cursillo acelerado y nos aprendimos algunas posiciones, también cómo afinarlo. Hasta el final del viaje los charangos nos acompañaron de un lado para otro.

Mientras acabábamos de cerrar el trato entró un músico que tocaba el cuatro. Se puso a tocarlo con uno de los trabajadores. Le preguntamos al Lutier algo obvio, si pasaban muchos músicos por allí. Esto está siempre lleno de músicos, nos dijo, parece un centro de reunión. Aquí intercambian instrumentos, buscan músicos para nuevas formaciones etc. Le preguntamos sobre Roque Celaya. Celaya, Celaya, dijo, miró al músico y le dijo, ché, te acordás de alguien llamado Roque Celaya. El del cuatro dejó de tocar. ¿Quién pregunta por él? Estos chicos valencianos, dijo el Luthier. Hace tiempo que no lo veo, y más vale que no lo vuelva a ver, inquirió el músico, el boludo me debe una buena cantidad de pesos. En ese momento uno de los ayudantes, el más mayor dijo, claro que sí, y a ti también boludo ¿A mí? Respondió el hombre. Claro, ¿no te acordás de aquel tipo que empeñó su charango y que poco después quiso recuperarlo por la mitad de precio? De eso han pasado muchos años… Respondió el Lutier, aún estaban los milicos en el poder. Sí, ha pasado mucho tiempo, pero bien que te convenció para recomprarlo más barato. No fue para tanto, dijo el Luthier, y además el hombre me dio pena, no te acordás lo demacrado que estaba. Me convenció de que el charango era lo último que le quedaba en el mundo.

Salimos del taller. Landete y yo llevábamos un charango cada uno. Poco más habíamos obtenido de aquel encuentro. Sí, Roque Celaya había pasado por allí. Había empeñado y desempeñado su charango, y un músico estaba muy mosqueado con él porque había desaparecido dejándole a deber un buen puñado de pesos, pero, ¿dónde estaba Roque Celaya?, eso no nos lo había podido decir ninguno de ellos. Nadie sabía nada. No sabían si había vivido por la zona, y de haberlo sabido, hacía tanto tiempo, que no podían decir ni dónde, ni con quién, ni durante cuánto tiempo.

Como para ver a Ezequiel y a Santiago Pedrero íbamos a tener que ir a ver a los Utopians, decidimos avisar a Chris Brush. Se mostró encantado de que lo llamáramos y quedamos en la sala en la que tocaban los Melancohólicos, sobre las 24h. También por la zona de Niceto.

Aquella zona está llena de bares y es un punto de encuentro de las diferentes tribus urbanas.

Los melancóholicos eran una banda de garaje-trash. Adoradores de las tumbas, los zombies, rollo The Cramps. Durante el concierto proyectaban pedazos de películas gore, de vampiros, sangre, vísceras. Nos tomamos Ron con Cola, chupitos de Bourbon, varios, unas cuantas cervezas. Apareció Chris Brush y le invitamos a tomar unos tragos. Chris estaba obsesionado con ir a ver a los Utopians. Insistía en que eran la gran revelación del Under bonaerense. Ya le habíamos oído insistir sobre el tema anteriormente. Quería irse, quería irse ya, pero, la entrada no era nada barata, Ezequiel había dicho que nos colaría, pero como era de esperar, no había dado señales de vida. Chris desapareció prometiéndonos que nos intentaría conseguir algún descuento o invitación. Él conocía a los gerentes de la Sala Niceto y sin duda algo conseguiría.

Aún no eran las 2h, así que teníamos tiempo para ver si conseguíamos ahorrarnos algunos pesos en la entrada, además Los Melancohólicos aún no habían acabado su concierto.

A Landete le sonó el teléfono, eran la 1h30, salió fuera. Cuando volvió llevaba cara de pocos amigos. Era Ezequiel, no iba a poder venir. ¿Qué hacemos? Dijo Dani. A Landete le volvió a sonar el teléfono. Cuando entró nos dijo que Chris había conseguido unas invitaciones pero que teníamos que ir enseguida. Recogimos los trastos y dejándonos lo que nos quedaba por beber a mitad, nos fuimos al Niceto.

Al salir Àlex dijo, pero, ¿dónde vamos con tanta prisa?, ¿no íbamos a entrevistar a estos tíos? Sabes que, respondí, no sé donde vamos, y no sé si los Melancohólicos sabían algo sobre los Suicidas, ni si hacía falta entrevistarlos o no, tampoco sé porqué vamos a ver a los Utopians si Ezequiel Acuña y Santiago Pedrero no van a estar en el concierto. ¿Quieres hacerme alguna pregunta más?

Andamos callados hasta la Sala Niceto. Era cierto que si los melancohólicos sabían algo sobre Los Suicidas no sería más que lo que unos y otros nos habían contado de una manera u otra. Intuíamos que entrevistar a los Utopians iba a ser más de lo mismo, es decir, un camino que ya habíamos recorrido, una puerta que ya habíamos cerrado. A quien queríamos entrevistar, y la razón fundamental por la que estábamos allí aquella noche, era a Santiago Pedrero, ni más ni menos que el hijo de Roque Celaya. Y aquella noche no iba a venir.

Aunque conseguimos un descuento, entramos al Niceto desanimados, la noche se había deshinchado, en cierto modo iba a ser una noche perdida.

Por el camino Landete nos dijo que Ezequiel le había jurado que mañana, podríamos entrevistar a Santiago Pedrero. Había vuelto a quedar en San Telmo, en la plaza donde aquella misma mañana nos habíamos estado tomando unas cervezas. Le preguntamos que a qué hora había quedado con él. Ezequiel no le había dicho ninguna hora. Landete lo llamó enseguida, pero, el móvil estaba apagado o fuera de cobertura. Mierda, exclamó. Como era de suponer, esta nueva cita no nos animó la noche, ya no podíamos confiar en Ezequiel. El tiempo se estaba acabando. No iríamos a la plaza a no ser que nos llamase para confirmar la hora del encuentro.

El Niceto era una discoteca enorme. Al lado de la entrada había una gran sala donde cabían unas 2000 personas. Estaba tocando un grupo, en principio creímos que eran los Utopians, pero no, no podían ser. Chris nos los había descrito como la nueva Patti Smith Band. Lo único que veíamos en el escenario era un moñas haciendo el moña e intuimos que algo fallaba. Chris nos había dicho que nos esperaba dentro, en la sala rock. Empezamos a preguntar y unas chicas nos señalaron un pasadizo cerca de los baños, por allí estaba la sala rock.

Bajamos. El ambiente era diferente. Un lugar más pequeño, para 400 personas como mucho. Encontramos a Chris en la barra. No era fácil hacerse un hueco, la sala estaba a rebosar. Chris vio que llevábamos la cámara, nos dijo que cuando empezase la actuación de los Utopians nos avisaría, teníamos que grabar a la banda y entrevistar a la reencarnación argentina de Patti Smith.

A las 3h30 empezó el concierto, quizás fiuesen ya las 4h. Volvió a hacerse patente la influencia de Los Strokes en todas estas nuevas generaciones roqueras, quizás, a fin de cuentas, fuesen ellos los culpables de haber vuelto a poner de moda el sonido guitarrero. No es que creyésemos que ese fuese el buen camino, pero, era arriesgado pensar lo contrario.

No, la Front-Girl no era Patti Smith. Yo me hubiese meado en medio de la sala de haber presenciado una reencarnación de ese tipo. Dani filmó algunas canciones. Era una buena banda, se les veía que ponían la carne en el asador, pero algo fallaba en la actitud, a la propuesta se le notaba una cierta falta de consistencia, no, no era la música, no eran tampoco las canciones, creo que tenía que ver con el discurso, creo que tenía que ver con el porqué último que les había llevado a estar ahí. Podían haber estado en cualquier otro lugar y haber hecho lo que se habían propuesto igual de bien, pero, en el fondo nada era realmente auténtico, ellos no tenían la culpa, la cuestión estaba arraigada en el contexto, la gente quería ver un concierto de Rock, no ya para hacer saltar por los aires los cimientos de la sociedad que la engullía, sino para afirmarla, para alimentarla, para fortalecerla, no eran los únicos que habían sucumbido, en realidad, habíamos sucumbido todos, quizás fuese mejor así.

Cuando acabó el concierto, no tenía mucho sentido que continuáramos allí. Chris Brush había desaparecido. Supusimos que había ido a saludar a la banda. Como no volvía decidimos irnos. Decididamente no íbamos a encontrar más que más de lo mismo.

En la sala de arriba la maquinaria tecno demoledora había desplegado sus tentáculos. Llegaban hasta el último rincón de los cuerpos de los que circulaban por allí. Observamos, hicimos caso omiso a la tentación, a alguno lo tuvimos que agarrar del cuello, la tentación siempre ha sido muy fuerte para un valenciano.

Salimos de Niceto y volvimos a la normalidad al ver una calle transitada por numerosísimos coches. A las 6h30 de la mañana, aquello era como estar en un mercado en hora punta. No había forma de encontrar un taxi.

Cuando llegamos al hostal eran las 8h30 de la mañana.

Domingo, sí, era domingo, las 16h, ya hacía un buen rato que nos habíamos acostado, al día siguiente saldríamos hacia Ushuaia. Sonó el teléfono. A regañadientes Landete se levantó de la cama y lo cogió. Se sentó en la taza del water y lo oímos hablar mientras meaba. Unas cuantas palabras sueltas y el grifo de la ducha. Antes de meterse bajo el agua nos dijo: tenemos dos horas para estar en la plaza de San Telmo, la del otro día, la que está al lado de la calle Pendiente. Pero, ¿qué pasa? Dije. Que va pasar, Santiago Pedrero nos espera allí, era Ezequiel, él no podrá venir, pero Santiago le ha dado su palabra y hemos de estar allí. Me ha dicho que esta vez no va a fallar, así que, arriba.

Alguno que otro tenía las meninges a punto de estallar, pero, una buena ducha y un café, o un té, nos pusieron las pilas al instante. Mientras Àlex se duchaba, Dani y yo nos fuimos a comprar comida precocinada a la panadería de la esquina: pollo, lasaña y empanadas. También un par de cervezas y botellas de agua. Eran las 17h, quedaban unos cuarenta y cinco minutos para la cita. Engullimos la comida a toda prisa.

Sentados en la plaza de la calle Pendiente, pedimos unas cuantas jarras de cerveza. Éramos cuatro valencianos intentando calentar motores después de una noche de jarana, intentando dar un pequeño sentido, o vuelco, a la investigación que nos había llevado hasta allí. Todo había pasado muy rápido, demasiado rápido como para darnos cuenta de qué era lo que habíamos hecho, de lo que estábamos haciendo.

Las 18h30, pedimos otra ronda.

No podíamos dejarnos invadir por el desánimo. Seguramente, en el fondo, lo que anhelábamos era poder entrevistar a alguno de Los Suicidas, conseguir un testimonio, conseguir una entrevista, tener una prueba de que realmente existieron, de que todo aquello no había sido una construcción mental, una suma de imaginarios abriéndonos camino hacia ninguna parte.

Pero, por qué era tan importante dar con esta banda. Qué era lo que nos había empujado a buscarla, a la desesperada, al otro lado del océano. Sí, buscábamos algo más, estábamos buscando algo más. No sabíamos lo que era, pero, era seguro que buscábamos algo más, el problema era que no sabíamos el qué. Así que, nos pedimos otra ronda. Y otra. Y charlamos de música y de cine. Y apareció Santiago Pedrero. Lo reconoció Landete, por las películas de Ezequiel que había protagonizado. Se sentó, se pidió una cerveza. Le contamos nuestra aventura y al decirle que al día siguiente nos íbamos a Ushuaia nos dijo que porqué no le habíamos llamado antes. Le respondimos: Ezequiel nos había advertido que estaba siendo muy difícil dar contigo, que tenía que ir con cuidado para que estuviese bien predispuesto etc. Se quedó bastante sorprendido. Ay, Ezequiel, dijo, se nota que es todo un peliculero, se ve que ha querido escribir su parte de guión en toda esta historia. Y bebiendo un largo trago sonrió.Podría haber quedado con vosotros desde el primer día. No tengo ningún problema en hablar de mi padre. ¿Cómo? Dijimos al unísono. Sí, Roque Celaya es, o fue, no sé si está vivo o muerto, mi padre, como ya sabéis. Lo que sé de él, lo sé por mi madre. La dejó embarazada muy pronto, al mes de conocerse, y la abandonó igual de rápido, quizás al año de yo nacer. Si lo viéramos ahora por la calle creo que ni ella, ni yo, lo reconoceríamos. Mi madre me dijo que tenía serios problemas con el alcohol. Lo único que le dejó cuando se fue, fue un charango. Caro, eso sí, con lo que le dieron cuando lo vendió pudo vivir tres meses. Mi madre me dijo que cuando desapareció estaba bastante enfermo. Arrastraba problemas de salud. ¿A causa de los excesos? No creo, seguramente era su constitución débil el origen de sus problemas. Hay gente que tiene poca resistencia, incluso al aire. Roque vomitaba sangre en los conciertos, los fans creían que era parte del show, en realidad se estaba deshaciendo en directo. ¿Por Buenos Aires? Es posible, a veces me paseo por las calles y me fijo en los indigentes, alguno de esos que arrastran su vida dentro de unas cuantas bolsas, o de los que duermen por el suelo, tirados en cualquier rincón, cubiertos de basura, me fijo, me acerco y busco en ellos a mi padre. Imagino que mi padre es uno de ellos. He llegado a adentrarme en las barriadas más pobres de la metrópoli, sin darme cuenta, andando, despertándome de repente en medio de una búsqueda, guiado por no sé qué instinto filial, esperando dar con mi origen, con mi padre. Pero, cómo reconocerlo, cómo lo hubiese podido reconocer, no lo sé. Esperaba encontrar algún símbolo, algún síntoma. Mi madre me dijo que era un hombre alto, más alto que la media, y además era músico, de alguna manera tendría que ganar el poco dinero que necesitase para beber, no lo sé. Quizás esperaba encontrarme a algún hombre alto tocando la flauta, apoyado en una mugrienta pared, con una botella de vino agriado al lado, no sé, quizás fuese esa la imagen que buscaba, que busco, el fantasma que de vez en cuando se despierta y me persigue y se cruza ante mí cuando franqueo el paso de peatones de una calle. Pero, lo cierto es que en el fondo, lo que pienso de verdad, es que mi padre está muerto, y que no se fue porque quisiera abandonarnos, se fue porque intuyó que le quedaba poco tiempo y forzó la máquina. Sí, posiblemente fuese el único que hizo honor al nombre de la banda, el único que tuvo el valor verdadero para hacerlo. Desapareció para poner fin a su vida por la vía rápida. Había llegado al final de su camino, había dejado su herencia genética, ya podía desaparecer, para siempre. No, no creo que mi madre pueda contaros nada más. Ella no conoció al resto de la banda. Él le contó la historia de pasada, pero le dejó bien claro que tenía otras cosas en mente, aquello había acabado, quería hacer música tradicional. Supongo que tendría este proyecto antes de descubrir que para él había empezado otra cuenta atrás, una que no le iba a permitir iniciar una nueva etapa. Desapareció una mañana y no lo volvimos a ver. No, mi madre no os podrá contar nada del resto de la banda, ya os he dicho que no los conoció, ni tan siquiera creo que recuerde el nombre de alguno de ellos. Al parecer mi padre había acabado mal con ellos. No quería hablar porque no tenía ya buenos recuerdos de aquello. Era un pasado que se había avinagrado, un idilio que se había esfumado tal y como había venido, y para esto mi padre era muy contundente, era capaz de eliminar de sus pensamientos aquello que había terminado. No, no busquéis por ahí a Roque Celaya, nadie sabe dónde está, os lo digo yo que soy su hijo. Mi madre y yo éramos lo último que le quedaba en esta tierra. Prefirió desaparecer. Nos quedamos callados un rato, la mente en blanco, digiriendo todas aquellas palabras. Cinco minutos después seguíamos todos callados. Alguien agarró un vaso de cerveza y dio un trago, después otro hizo lo mismo. Así sucesivamente hasta que apuramos nuestros vasos. Uno de nosotros llamó al camarero y pedimos otra ronda.

Santiago volvió a abrir la boca: por cierto, ya que sois músicos y que sois fans de Los Suicidas quiero que vengáis conmigo. Ahora a la nueve hay un concierto que creo que no os deberías perder. No son Los Suicidas, los tiempos han cambiado, pero podrían haberlo sido, podrían serlo.

Sí, actúan esta noche. El Mató un policía Motorizado. Por aquí los llaman Él Mató, son de La Plata. Tomaros un par de cervezas más porque las necesitaréis. Ah, y no apaguéis la cámara, soy el hijo de Roque Celaya.

Fuimos al Buenos Aires Club, en el número 571 de la Calle Perú. El dueño del local era un bonaerense que había vivido en Madrid. Recalcó que la mejor ciudad del mundo era Madrid, y después, por supuesto, Buenos Aires, nosotros subimos las escaleras que llevaban a la sala de conciertos. Lo único que nos interesaba era poder entrar un poco antes de que empezase el festival para poder organizar todos los aparatos de grabación. El lugar parecía más un centro cultural, enorme eso sí, que una sala de conciertos. Habían mesas y sillas por todos lados, era un sitio perfecto para hacer un concierto, grande, espacioso, y con buena acústica. Resultó que, además de El Mató a un policía motorizado, iban a tocar otras tres bandas, Hacia dos veranos, Prietto viaja al cosmos con Mariano y Mi pequeña muerte. Joder, dijo Àlex, pero si Mi pequeña muerte era una de esas bandas que Ezequiel nos había dicho que teníamos que entrevistar. Santiago Pedrero que lo oyó, dijo: si Ezequiel no os ha llamado para daros el ok a la entrevista, mejor que hoy tampoco la hagáis. De verdad, Ezequiel podrá ser un peliculero, pero sabe lo que se hace.

Bien, pedimos una botella de vino y esperamos a que empezase el concierto.

Nosotros pensábamos que, acostumbrados a los conciertos de los domingos por la tarde-noche de Valencia, aquella iba a ser una sala demasiado grande para un público escaso, pero, la sala se empezó a llenar. Fue llegando gente y más gente, y cuando nos quisimos dar cuenta el local estaba totalmente lleno. Fue una primera sorpresa agradable. La segunda iba a ser la calidad de las bandas. Tocaron primero los Hacia dos veranos, un trío instrumental con un guitarra virtuoso, muy emocionable y con mucho carisma. Las canciones eran introspectivas y llenas de matices y fluctuaciones. Arpegios infinitos y monótonos que en ocasiones daban pie a precipicios profundos, otras al final.

Tras ellos le tocó el turno a Prietto viaja al cosmos con Mariano. Otro guitarrista carismático al frente, con buena voz y buenas letras, mucho más cercano del songwriter, contando historias a lo Reed, aquel Reed de la Velvet. Cadencias fluctuantes, ambientes ásperos, abruptos y melodías pop enrevesadas difíciles de digerir a la primera.

Creíamos que los siguientes iban a ser Él Mató, pero pasaron antes Mi pequeña muerte, el filo de la navaja afilado, el acercamiento al lado oscuro del pop, la barrera sónica que enladrillaba historias de desamor sin piedad, de odio, de desconexión, de desaparición. La gente estaba sentada, quieta, inmóvil, los contemplaba apabullados, desde la distancia, costaba acercarse a ellos, una barrera de hielo en la que el cantante abrió un par de ventanas con un par de comentarios, guiños secretos a sus seguidores. Desaparecieron del escenario en medio de aplausos, hicieron un par de bises y después, volvieron a desaparecer.

Pedimos otra botella de vino. El descanso fue en esta ocasión un poco más largo. Dani y Àlex se fueron a fumar un par de pitillos.

Y aparecieron los miembros de la banda El Mató a un policía motorizado. Un bajista que resultó ser también el cantante,dos guitarristas, uno de melena lacia rubia y otro de pelo corto y moreno. El batería puso sus platos, su caja y su pie de bombo, tranquilamente, como un futbolista que prepara el balón antes de chutar un penalti en la final de la Copa del Mundo. Nosotros observábamos con los ojos abiertos de par en par, expectantes, Santiago Pedrero nos miraba de reojo, sonreía para sus adentros. La sala había acabado por abarrotarse, no eran aún las 23h30 y allí no cabía ni un alma. No comprendíamos demasiado bien que era lo que estaba ocurriendo. Desde Valencia nadie nos había hablado de aquella banda, ni tampoco en Buenos Aires o en Montevideo, nadie los había mencionado. ¿Por qué una banda que para nosotros era desconocida, que venía de La Plata, iba a cerrar un festival en el que había habido una calidad francamente alta? Y, sobre todo, qué relación tenía todo aquello con Los Suicidas, qué era lo que nos estaba intentando comunicar Santiago Pedrero, qué pista nos estaba lanzando. En ese momento no lo comprendíamos. Tuvimos que esperar a que empezase el concierto.

Sonaron los primeros acordes de una canción, en aquel momento no sabíamos qué canción era, quizá fuese Viejo ebrio y perdido, o Navidad de reserva, o El Héroe de la Navidad, o quizá fuese Chica rutera, o Un millón de euros, El rey de la Televisión Italiana, o Vienen bajando, automáticamente, la mitad de las personas que hasta ese momento habían estado sentadas, tranquilas, bebiendo, comiendo, escuchando, se levantaron como poseídos por el diablo y se pusieron frente al escenario, de pie. Nosotros que hasta ese momento habíamos estado también en segunda fila, como parapetados tras la aglomeración, salimos disparados con nuestras cámaras hacia la primera línea.

A partir de ese momento presenciamos el nacimiento de un delirio colectivo, aquel grupo de músicos fue provocando a medida que desgranaban sus canciones una catarsis absoluta con aquellos que estaban escuchándolos. Primero se pusieron a bailar y saltar absolutamente ajenos al mundo y al tiempo desde la platea, para, poco a poco, ir conquistando el escenario, iba subiendo uno, luego otro, uno cantaba, el bajista cedía su espacio a los invasores, cada vez más numerosos. Acababa la canción, volvían a bajar, cada canción como un pequeño avance, como una pequeña conquista, como una pequeña retirada que les iba a servir para coger fuerzas, como una ola, una tras otra iban sumándose en busca de una más grande, la definitiva, la que iba a provocar que los espectadores se fueran convirtiendo en músicos y los músicos en espectadores.

El cantante con el bajo entre las manos y su voz aterciopeladamente carajillera volvía loca a la gente. Su presencia era impactante, su figura de antihéroe producía precisamente el efecto contrario, él era el héroe. El héroe de la noche y cantaba himnos que se clavaban directamente en tu corazón. ¿Por qué? Porque lo que nos estaba diciendo eran verdades sencillas, sinceras, absolutas, y directas, sin recovecos, sin medias tintas, todo estaba claro. La letra de una de sus canciones, Amigo Piedra, nos dejó especialmente impactados, decía así: Sos mucho mejor que los demás / todo el día pensando, pensando / vos soñás con un barrio mejor / y te quedaste mirando la nada / Amigo quédate / necesito que / Me ayudes con mi auto otra vez / para viajar a ese lugar nuevo. Verdaderos himnos, sin más, un puñetazo directo a la mandíbula de los allípresentes; y los allí presentes se sentían cada vez más interpelados, cada vez más involucrados dentro de aquella puesta en escena, de aquel mensaje del cual ellos eran los receptores, pero también los emisores. La marea iba avanzando, volvían a subir al escenario, volvían a bajar. Los guitarras y el batería flanqueaban al cantante bajista, construían barreras sónicas, mezclaban a los Pixies, a los Sonic Youth, a la Velvet, jugaban con las intensidades, subían bajaban y acababan por dar el golpe perfecto para poner en órbita a los espectadores. En realidad los estaban provocando, los estaban retando, les estaban diciendo, estamos aquí, pero vosotros estáis ahí porque queréis, sonó la canción Vienen bajando (Vienen bajando / las multitudes inquietas / con su espalda rota / en los festejos de primavera) y se desbordó la locura, poquito a poco fueron llamándola, le abrieron al puerta, le dijeron aquí estamos, y todo se convirtió en una especie de sueño irreal, totalmente alejado de todo lo que habíamos visto y vivido hasta la fecha. La gente se subió al escenario, eran tantos que ya no cabían, se echaron sobre el cantante, lo sepultaron, también sepultaron a uno de los guitarristas, el bajo y la guitarra, no sabemos como, seguían sonando, la fusión completa se había producido, había desaparecido la barrera escénica. Tras unos minutos de caos, los cuerpos por fin dejaron resucitar al Cristo sepultado y crucificado y entonces, el renacimiento provocó el fervor absoluto. Estábamos asistiendo al nacimiento de una leyenda, estábamos asistiendo al nacimiento de una religión, estábamos presenciando como una banda se consagraba al margen de las campañas de marketing y de los vaciados de cerebro. Aquella banda estaba tocando el cielo, nosotros lo presenciamos, estuvimos ahí, presenciamos el nacimiento de una estrella, de un nuevo universo, para ellos, acababa de empezar una nueva vida, una nueva forma de comunicarse con el mundo y supimos que aquellos chicos, habían sido Los Suicidas en otra época. Aquellos chicos estaban allí y no sabían qué hacían allí, sólo sabían que lo que tocaban hacía que la gente se volviese loca. Esto no se puede preconcebir, esto no se puede proyectar, porque toca la esencia verdadera de lo que somos, y en esto no se nos puede engañar. No tiene nada que ver con la calidad o el gusto, tiene que ver con el sentimiento, con las vísceras, con nuestra forma de mostrarnos con sinceridad al mundo, con nuestros defectos e imperfecciones. La gente, que no es tonta, esto lo ve, lo siente, e igual que, cuando lo que le estás diciendo no le gusta, te machaca, cuando lo que le dices es lo que quiere oír, te convierte en un Dios, te construye un limbo. Esto es así, surge de donde menos te lo esperas, cuando te has dado la vuelta y has bajado la guardia. Nadie ha encontrado aún la fórmula para conseguirlo, aunque quienes tienen el olfato agudo, cuando ven un fenómeno así, se apresuran a sacar un contrato para más tarde atribuirse la medalla al descubrimiento.

Los Suicidas nunca pudieron proyectarse más allá de su propio éxito. No sólo tuvieron que luchar contra una coyuntura que les estaba poniendo las cosas imposibles, en el fondo tuvieron que luchar contra ellos mimos. Seguramente fueron a Montevideo en busca de la inspiración para el segundo álbum, pero, lo cierto era que no sabían, cómo, con el primer álbum, habían logrado conectar con la gente. Porqué, durante sus conciertos, la gente se volvía loca. No tenían ni la más remota idea. No habían grabado un disco con un objetivo concreto, lo habían grabado por inercia, por plasmar sus canciones, y en Montevideo, se encararon con el miedo al fracaso y de allí no supieron salir juntos. Se resquebrajaron, algunos interiormente, todos como conjunto. Una vez has puesto el pie en el otro lado, ten cuidado, te puedes quedar helado.

Capítulo 7. A unos cientos de kilómetros del Polo Sur.

Agarramos el avión hacia Ushuaia el lunes a las 9h de la mañana. Aún estábamos algo resacosos. No habíamos dormido demasiado y, sobre todo, íbamos hacia un destino totalmente incierto, seguramente, nos acercábamos a algo sobre lo que no íbamos a tener control. En Ushuaia, no teníamos ni un contacto, ni una referencia, nada. Íbamos a perseguir una intuición, una sombra, una idea lanzada por un Lutier Montevideano que, al intentar vendernos unos bandoneones, nos había dicho que un tal Rigoberto Mendetti había desempeñando sus guitarras enviándole un mensaje y dinero desde Ushuaia. Nada nos auguraba que fuésemos a encontrar lo que buscábamos, pero, una vez más, ¿qué era lo que buscábamos?

Llegar a la zona más Austral de continente latinoamericano ejerce un efecto extraño sobre los viajeros provenientes del hemisferio Norte, al tocar suelo, sin saber porqué, lo primero que sienten es que han hecho algo especial. Cuando sobrevuelas la bahía de Ushuaia, antes del aterrizaje, ya percibes esta magia, aprecias que ese lugar, por su situación geográfica, es particular. Porque, quiénes son los habitantes de un lugar así: los fundadores y pobladores sólo pueden haber sido aventureros, descubridores, buscadores de oro, conquistadores de tierras, científicos, biólogos, fugitivos, refugiados y, por último, hombres libres que buscan el anonimato.

No, el Luthier no nos había dado ni una dirección, ni un teléfono de contacto. Agarramos un taxi y pedimos que nos llevara al hostal de juventud que habíamos reservado desde Buenos Aires.

Mientras avanzaba el coche, seguíamos teniendo la sensación de estar dentro de una burbuja de irrealidad, como si hubiésemos hecho además de un viaje en el espacio, un viaje transversal hacia lo más profundo de nuestra psique. Habíamos llegado a un lugar onírico, intangible, y no era por lo que veíamos, era por lo que sentíamos. Esta sensación se nos había filtrado hasta la médula. El clima brumoso, nublado, chubascoso y frío de aquella mañana ayudó a que nos metiéramos en el papel.

Al alzar la mirada y contemplar las montañas nevadas que abrazaban Ushuaia nos venían a la cabeza imágenes de Twin Peaks, las más inquietantes, o de Doctor en Alaska, las más luminosas.

El hostal era cómodo, bien acondicionado y agradable. Tenía cocina propia y nuestra habitación, con literas, estaba en el primer piso.

Ushuaia está edificada en la loma de una montaña y una de sus características más destacables son sus calles en pendiente. Pendientes prolongadas que te llevan hasta el mar. También impacta el tipo de construcción, todo casas, hay muy pocos edificios, y los que hay son de pocas alturas. Una población que crece extensivamente, en una montaña colindante se ve la lengua de un glaciar que se acerca a las edificaciones limítrofes.

Los perros son omnipresentes, algunos de ellos, andan sueltos. Dos se convirtieron en nuestras mascotas a lo largo de los dos primeros días. Ejercieron de guías y anfitriones hasta que alguien los llamó y los hizo desaparecer calle arriba.

Llegamos hasta la avenida principal flanqueados por los perros. Parecían alegres por acompañarnos, en realidad, ninguno de nosotros sabía lo que esperaban que les diésemos.

La avenida principal era la típica zona alrededor de la cual crecía el resto del asentamiento. Como los clásicos pueblos del oeste norteamericano, Ushuaia había ido sumando calles en paralelo y en perpendicular a aquella avenida, eje vertebrador del resto de la pequeña ciudad.

No llevábamos una dirección clara. Nos dejábamos guiar por el instinto. Sería demasiado decir que nos dejábamos guiar por la pareja de perros, aunque, nadie podría haber dicho lo contrario. Bajamos hasta la zona costera. La humedad y el frío se hicieron notar con mayor intensidad. En una pequeña plazoleta, tomamos nota de la hora de salida de las embarcaciones que navegaban por la bahía hasta el faro de las focas, hasta la isla de los Yámanas, los pobladores indígenas de la región. Desconocíamos si aquello iba a servir de algo, pero, ya que habíamos alcanzado el Sur, revelaríamos si era posible llegar un poco más allá. No queríamos perder la ocasión de saber si Rigoberto Mendetti, en su retirada, había acabado por vivir entre las colonias de focas y pingüinos, desnudo, untándose el cuerpo de grasa animal para protegerse del frío, volviendo a los origines de todo, redescubriendo y haciendo suyos los ritos de supervivencia ancestrales que la instalación de los Europeos en la zona había aniquilado sin clemencia.

Seguimos bordeando el paseo marítimo. No sé en que momento los perros dejaron de estar a nuestro lado, quizás fue antes de bajar hacia la playa, en alguna callejuela de la calle principal. El día se había ensombrecido y las nubes cubrían el cielo de la bahía. El lugar había dado un giro hacia lo inhóspito, paradójicamente, hacia lo árido. La zona marítima estaba desierta. No se veía ni un alma, pocos coches circulaban por la calle que bordeaba la playa. Dani sacó la cámara y filmó ese atardecer tenebroso de la bahía de Ushuaia con sus nubes grises, de infinitas tonalidades, sus montañas nevadas que quebraban el cielo y sus islas e islotes que se perdían y se confundían con el horizonte, peldaños que bajaban hasta el Polo Sur.

Avistamos un restaurante cerca del malecón, al otro lado de la calle. Cruzamos y agradecimos el calor. Unos grandes centollos nadaban dentro de unas enormes peceras. Aquella fue nuestra cena: los habitantes del fondo de la bahía.

Seguimos vagando y reencontramos la avenida principal. La seguimos hasta llegar al final. Se había acabado la ciudad. Más allá, las casas dispersas estaban demasiado lejos como para que fuesen una invitación a caminar en medio de la oscuridad. Volvimos sobre nuestros pasos. Prestamos más atención a los letreros que colgaban de las casas y leímos el de una del final de la avenida: El Invisible. Entramos.

El Invisible era un bar eminentemente roquero y literario. Por todas las paredes colgaban caricaturas de las grandes estrellas del rock de los sesenta y setenta, desde los Cream hasta los Beatles, pasando por Bowie, Lou Reed, los Rolling o Iggy Pop. También había citas de escritores sobre cada una de las mesas, Cortázar, Casares o Borges, entre otros, escritas a mano. Los libros estaban esparcidos sobre las barras y las mesas, algunos de Paul Auster, alguno de Bolaño, Kafka. Nos sentamos en una mesa y pedimos unos güisquis. Al fondo de local había un escenario. Sobre el escenario una batería, una guitarra, un bajo y micros. Le preguntamos al camarero.

El camarero regentaba el garito (boliche) desde hacía unos diez años. No había oído hablar de ninguna persona llamada Rigoberto Mendetti, pero si que había conocido a un músico que respondía a la descripción que nosotros le dábamos de Rigoberto. Era, precisamente, la persona que le había traspasado el local. Nos contó que se hacía llamar Aurelio Fabiano y que había sido el dueño del local junto a su mujer durante mucho tiempo. Su mujer; una poetisa, nos dijo, con dotes de actriz, se llamaba Andrea Uliek. No, no eran nada estridentes, más bien todo lo contrario. Se dedicaban a difundir su saber de una forma muy sosegada, sin levantar polvo, sin desencadenar suspicacias. Aquel era un lugar tranquilo, seguía siéndolo. Daban clases de guitarra, hacían conciertos, representaciones teatrales, lecturas etc. Para alguno de nosotros, El Invisible fue un oasis en medio del desierto. Todos teníamos que protegerlo en los momentos duros, y eso fue lo que hicimos. ¿Hijos? No, no tuvieron hijos.

Ella enfermó, un poco antes del traspaso. Aurelio decidió llevársela hacia el interior de Tierra de Fuego, compró unas tierras y con el dinero que había ganado construyó una granja, a unos ciento cincuenta kilómetros de aquí, cerca de Tolhuin, al lado del Cabo de Pablo. Es un lugar inhóspito, aunque conocido por los habitantes de la región, allí encalló un carguero, el Desdémona.

Al llegar al hostal nos dimos cuenta de que ninguno de nosotros había traído el carné de conducir. Nos lo habíamos dejado olvidado en Buenos Aires. Si queríamos llegar hasta Tolhuin, necesitábamos alquilar un coche. Era demasiado tarde para hacer cualquier tipo de gestión, decidimos descansar y ocuparnos del tema por la mañana temprano.

Lo primero fue localizar a algún trabajador del hostal de Buenos Aires que sacase, de las bolsas que habíamos dejado en consigna, el carné de conducir de alguno de nosotros. Después, una vez encontrado, nos lo tenía que escanear y mandar a una cuenta de correo electrónico. Nosotros lo imprimiríamos y, entregándolo junto a un carné de identidad, tendríamos resuelto el problema del alquiler. Parecía un tema sencillo pero, a pesar de habernos levantado pronto, nos costó tenerlo todo a punto.

Cuando por fin lo conseguimos, coche arrendado incluido, eran casi las 12h del mediodía. El Cielo estaba oscuro, como si en cualquier momento se fuese a poner a nevar. En algún momento pensamos en dejarlo todo para el día siguiente, pero, era invierno, nos restaba sólo otro día entero por delante, quién nos iba a decir que el día siguiente fuese a ser mejor. Nos pusimos en ruta.

No lo dijimos en la tienda de alquiler, pero, queríamos un coche que nos permitiese llegar hasta el Cabo de Pablo, necesitábamos un todo terreno. Estaban todos alquilados. Nos dieron un utilitario familiar cómodo, amplio y con clavos para la nieve en las ruedas.

En cuanto salimos de Ushuaia, en cuanto llegamos al cruce que nos empujaba hacia el puerto de montaña que separaba la costa del Interior de Tierra de fuego, tuvimos la sensación de estar atravesando un portal mágico que nos llevaba a otro lugar. Estábamos cruzando una frontera natural. Se puso a nevar. Eran las 12h del mediodía pero parecían las 9h de la noche. Fuimos subiendo acompañados de camiones, la carretera bordeada de estaciones de invierno, albergues, pistas de esquí. Seguía nevando. Tomamos conciencia de la utilidad de los clavos en las ruedas, avanzábamos por la boca del lobo. No sabíamos hacia donde. Nuestra única referencia era Tolhuin, sabíamos que estaba a unos 150 kilómetros de Ushuaia, nada más. Quizás estuviese en el pico de una montaña, o quizás en el fondo de un valle, pero eso sólo lo íbamos a descubrir cuando llegáramos.

En lo más alto del puerto de montaña, la nieve arreció. Encaramos la bajada entre unos copos de nieve que no acababan de cuajar sobre el firme de asfalto. A medida que descendíamos el tiempo se iba despejando. La nieve caía intermitente, e incluso en algunos momentos se vislumbraba algún rayo de sol. Avanzamos rápidos, la vegetación a nuestro alrededor, las casas, parecían quemadas, erosionadas, el frío y el viento habían sometido los colores, los tonos, convirtiéndolos en ocre. Una gran planicie apareció ante nosotros. Poco después entre un asentamiento de casas dispersas divisamos una posada donde comimos.

Preguntamos por el Cabo de Pablo. Por el Desdémona y, finalmente, por Aurelio Fabiano. Conocían el Cabo de Pablo, también sabían la historia del Desdémona, el carguero encallado, pero, no sabían nada del tal Aurelio Fabiano. Sí que era cierto que por aquella zona había unas cuantas granjas, y también era cierto que residían por allí dos o tres familias, pero no podían asegurar que una pareja de sexagenarios fuese la dueña de alguna de aquellas explotaciones.

Cuando salimos de la posada el sol brillaba en lo alto del cielo. Un sol turbio, turbado, inesperado, distorsionaba la visión. Seguíamos sin saber hacia dónde íbamos. Era invierno, eran las dos de la tarde. A las 18h, la noche habría caído con todo su peso. Aún teníamos que llegar hasta el Cabo de Pablo, encontrar a Rigoberto Mendetti, alias Aurelio Fabiano, y volver a Ushuaia, a la realidad. A no ser que Rigoberto existiese. A no ser que fuese cierto lo que nos había contado el barman de El Invisible; que Rigoberto, alias Aurelio, vivía realmente por aquella zona, y que era en verdad una persona hospitalaria y que, al vernos tan alejados de la realidad, nos abriría las puertas de su granja, y por fin, y por último, de su corazón, nos contaría, alrededor de un fuego, con un vaso de vino en la mano y tras haber comido un buen asado de carne, la verdadera historia de Los Suicidas.

Nos adentramos por la desviación, un camino de tierra, que llevaba hasta Cabo de Pablo. Une nueva puerta se acababa de abrir. El sol volvió a ceder su espacio a las nubes, cayeron gotas de agua, después de nieve. El barro dejó paso a los torrentes, y lo torrentes se convirtieron por momentos en caminos blancos, una veces de nieve, otras de hielo.

Llegamos a la primera granja. Deshabitada. Ni rastro del granjero, tampoco del ganado. Seguimos adentrándonos. Eran 35 kilómetros de camino hasta llegar al mar. Cada kilómetro era un surco que se abría lentamente en nuestra resistencia. Se nos acababa el tiempo.

Llegamos a la segunda granja. Habíamos visto, por el camino, vacas, ovejas y el terreno estaba custodiado por unos perros. Bajamos del coche. No encontramos a nadie. Decidimos seguir adelante.

La carretera era, por tramos, totalmente blanca, costaba distinguir el camino del campo salvaje, pensábamos que quedaba poco, que no podía quedar demasiado, ya habíamos recorrido unos 30 kilómetros, la granja no podía quedar lejos. Era el momento de encontrarla. O la encontrábamos o quedaríamos atrapados, estábamos a punto de rebasar el punto de no retorno. Conforme nos íbamos acercando al océano las placas de hielo se sucedían. A duras penas habíamos atravesado un par. Si caía la noche iba a ser imposible salir de allí hasta que volviese a salir el sol. Seguimos adelante. No debíamos estar demasiado lejos. Ese pensamiento fue el que no dio el último empujón. Estábamos tan cerca. Tan cerca de conocer la verdad sobre nuestra historia, tan cerca de oir a Rigoberto delante de fuego, con una copa de vino en la mano contándonos la verdadera historia de Los Suicidas.

Cuando notamos que las ruedas del coche se quedaban bloqueadas supimos que todo se había ido a la mierda. Era una pendiente prolongada. No habíamos cogido suficiente carrerilla. Echamos el freno de mano. El coche empezó a deslizarse hacia atrás. Si no lo parábamos, con aquella inclinación, el coche iba a coger suficiente velocidad como para estamparse contra algún árbol.

El coche se frenó, se había quedado atravesado en medio de la carretera. En medio de una pendiente donde no había visibilidad alguna. Estábamos encallados. Dos kilómetros más adelante quizás estuviese Rigoberto Mendetti, pero, quizás no hubiese nada, quizás no hubiese nadie, quizás nunca había habido nada ni nadie. Treinta kilómetros hacia atrás estaba la carretera que nos iba a devolver a la realidad, a Tolhuin. Pero lo cierto, lo único que sabíamos de verdad en ese momento era que no podíamos ir ni hacia atrás, ni hacia delante. La única salida de aquella trampa era la de conseguir que el coche diese la vuelta y lograr que se deslizase por la pendiente sobre la capa de hielo hasta llegar a un sitio seguro.

Eran más o menos las 16h45h, estábamos en medio de la nada, con un coche atravesado en medio de una pendiente cubierta de hielo. Estábamos realmente jodidos. No teníamos ni la más remota idea de cómo íbamos a salir de allí. Ni la más remota.

Cuando intentamos salir del coche nos dimos cuenta de que sobre la placa de hielo no había forma humana de caminar. Nos resbalábamos, nos caímos al suelo, nos intentábamos asir a los matojos que sobresalían en los bordes. Teníamos que hacer algo. Sabíamos que teníamos que hacer algo, pero, qué.

Tras algunos intentos infructuosos por darle la vuelta al coche, nos dimos cuenta de que la única forma que teníamos de hacerlo, frenando su caída, era convirtiendo el firme en algo menos deslizante. Lo único que teníamos alrededor eran troncos mojados y tierra empapada. Como locos nos pusimos a llenar la carretera de troncos, de tierra. No llevábamos guantes, se nos helaban las manos. Finalmente conseguimos llenar el camino de tierra y madera, la parte posterior a las ruedas del coche. Había llegado el momento decisivo. Subí al coche, quité el freno de mano. El coche se deslizó hacia atrás, lentamente, frenado por los troncos y la tierra. Retrocedió lo justo para encontrar el espacio que le permitiría girar, encabezar la pendiente, deslizarse hasta abajo, encontrando una superficie que no fuese resbaladiza.

A mitad pendiente oí el rugido de un motor. Por el espejo retrovisor vi un todoterreno que, a toda velocidad, pasaba por encima de los troncos que nos habían servido de apoyo. Tuve el tiempo justo de apartarme a un lado antes de que se empotrase contra nuestro coche. Cien metros más adelante el todoterreno frenó en seco.

Salió un hombre gritando en un idioma que, a pesar de ser castellano, era ininteligible para mí, no había forma de entender lo que me estaba diciendo. Gesticulaba, hacía signos señalando los troncos. Cuando se dio cuenta de que éramos españoles blasfemó, se subió al coche y desapareció.

Vinieron los demás. Habían visto la escena desde lejos. ¿Le has preguntado sobre Rigoberto Mendetti?, me dijeron.

Eran las 17h30. Aún teníamos que salir de allí. El camino hacia la última granja estaba cerrado. Aquel día no íbamos a poder llegar.

De vuelta hacia la carretera que llevaba a Tolhuin pasamos delante de una de las granjas que habíamos visto mientras nos adentrábamos por la boca del lobo. Aparcado vimos el todoterreno que había estado a punto darnos el pase a una mejor vida. Dani me dijo que detuviera el coche. Bajó. Salimos y estiramos las piernas, respiramos hondo y nos tranquilizamos. El granjero y Dani, charlaron, primero efusivamente, después con más tranquilidad, finalmente se apostaron a nosotros. Mientras unos apuraban sus cigarrillos el hombre nos contó que era cierto, allí habían vivido durante ocho años Aurelio Fabiano y Andre Uliek. Ella murió, nos dijo, nos enseñó la tumba. Él, tras venderme la granja, desapareció. No tengo ni la más remota idea de dónde puede haber ido a parar. Tampoco lo conocí lo suficiente como para poder daros alguna pista. Era un hombre muy reservado, por la zona ni tan siquiera sabíamos que ella estuviera tan enferma.

En silencio, por fin, tomamos la carretera que nos iba a llevar de vuelta a Ushuaia. Eran las 18h, el cielo estaba negro, empezó a nevar, pensamos en parar a tomarnos una cerveza, pero, recordamos el puerto de montaña que íbamos a tener que subir y después bajar. Nos pusimos a ello.

Circular por un puerto de montaña de noche, nevando, con la carretera cubierta de nieve, alguno de los tramos cubiertos de hielo, con camiones de alto tonelaje circulando, o apostados en los arcenes, iba a ser la última de las pruebas que íbamos a tener que superar aquel día. Teníamos que salir de allí, de aquel loop, que parecía reproducirse hasta el infinito. Necesitábamos salir de la zona de turbulencias. Teníamos la sensación de que habíamos llegado al final de algo, de que la tierra firme se había acabado, no había nada más que buscar. La tierra no era redonda, era plana, y al llegar al borde estaba el precipicio, la muerte, el universo. Lo sabíamos, ahora lo sabíamos. Teníamos que llegar al hostal para contarlo. Teníamos que volver a Valencia para contarlo. No iba a ser sencillo descender aquel puerto, con aquella nieve cayendo, pero, no teníamos más alternativa que la de seguir adelante, ni más ni menos que seguir, sinhacernos más preguntas, como si estuviésemos corriendo entre dos paredes sin saber que es lo que nos espera al final, aquello era lo que teníamos que hacer, acelerar. Durante el trayecto ni una sola pregunta más. Alguien encendió la el cd y sonó el disco de Folk de Valle de Muñecas. Aquel viaje lo habíamos escuchado unas 20 veces.

Llegamos al cruce que nos iba a llevar hasta Ushuaia, cuando lo rebasamos, le nieve había quedado atrás. Todo había quedado atrás, la ciudad nos esperaba tranquila, sosegada, como un gran lecho mullido. Nada allí dejaba entrever lo que se escondía cuando rebasabas la puerta onírica que ahora quedaba a nuestras espaldas.

A partir de ese momento todo sucedió con rapidez. El día siguiente lo tomamos de total relax. Salió un día soleado y nos subimos a una de esas típicas embarcaciones turísticas que recorren el Canal de Beagle. Vimos focas, algunas aves, pero, ningún pingüino. Volvimos al hostal, seguimos descansando y algunos de nosotros decidieron que aquel era el lugar perfecto para darse un corte de pelo, unos se lo cortaron un poco y otros al cero. Dejando allí, dentro de una bolsa de basura, una promesa del pasado que había empezado a pesar como un lastre. Empezando una nueva vida.

Volvimos al Invisible, ya no preguntamos nada más. Nos limitamos a pasar la tarde bebiendo cervezas, hablando y viendo videos de REM. Se había acabado nuestro tiempo en Ushuaia. Se iba a acabar nuestro tiempo en Argentina. Faltaban solo dos días para que cogiésemos el vuelo que nos iba a llevar directamente a Madrid, el 30 de agosto, por la noche, estaríamos en Valencia.

Capitulo 8. Cruzar el charco.

Puede que alguno leyendo esta historia haya pensado, ¿para qué cruzar el charco en busca de Los Suicidas si hoy en día vía internet, podrían haber obtenido toda la información que la gente les facilitó in situ? Si a alguien le ha surgido esta duda he de decir que nuestra intención desde le principio fue la de realizar un documental, es decir, con nuestras cámaras atravesar el charco para grabar el testimonio real de las personas. Que esta historia se haya plasmado en papel no es más que una mera anécdota, no es más que una recapitulación de lo que durante la elaboración del documental, al otro lado del charco, nos sucedió, o al menos yo creo que nos sucedió. Como es obvio, hoy en día aún no es factible hacer un documental a través de Internet, aún se necesita del trato directo con los seres humanos para conseguir cierta información, cierta implicación en un proyecto. Y no sólo esto, aunque inicialmente, gracias a los contactos que teníamos en Valencia, teníamos estructurado un plan, sólo cuando estuvimos en Argentina primero y después en Uruguay, nos dimos cuenta de que aquella estructura no era más que la punta del iceberg de la búsqueda. De no haber ido en persona a Argentina y Uruguay no hubiésemos contactado de la forma que lo hicimos con personas que a la postre han resultado fundamentales para contar la historia de Los Suicidas, personas en las que, en un principio, ni tan siquiera pensábamos que fuésemos a poder conocer. Hablo de Renée Pietrafesa, de Santiago Pedrero, de Juancho Sarabi o de Nico Molina, entre otros. Fueron ellos y el estar allí frente a ellos lo que hizo que la investigación fuese avanzando, nunca hubiésemos conseguido nada de haber llevado a cabo todo este trabajo desde Valencia. Nunca hubiésemos podido contar la historia de la búsqueda de Los Suicidas sin movernos.

Esta historia se escribió gracias a la gente y a la inquietud. Y sobre todo gracias a Dani, Àlex y Landete.

Esta historia está inacabada y en constante movimiento buscando su formato, soporte y proyección, quizás infinita.

Protegido: Tras la pista de Los Suicidas (Cap. 1 y 2)

May 27, 2008

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